Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Sí, la vida es mágica y esencialmente poética. Les propongo una bella historia que así lo prueba.
Mikhail Saulovich “Mischa” Elman (20 de enero de 1891 – 5 de abril de 1967) fue un violinista de origen ruso – judío, más tarde nacionalizado estadounidense. Nació en Talnoye, un pequeño pueblo cerca de Kiev. Su abuelo era un violinista aficionado.
Realizó sus primeros estudios musicales en la Academia Imperial de Música en Odessa. El legendario virtuoso español Pablo de Sarasate le dio una carta de recomendación donde aseguraba que podría convertirse en uno de los grandes talentos europeos. Tocó para Leopold Auer a los once años, interpretando el Segundo Concierto para Violínde Wieniawski y el Capricho número 24 de Paganini. Auer admitió a Elman en el COnservatorio de San Petesburgo.
En 1903 comenzó a tocar conciertos en casas de mecenas de las artes. Debutó en Berlín en 1904, causando una gran sensación. Su debut en Londres en 1905 incluyó el estreno británico del Concierto para Violín de Glazunov (pieza que solo ha sido presentada en Costa Rica en 2004). Tocó en el Carnegie Hall en 1908, generando euforia en la audiencia estadounidense. La familia Elman se trasladó a Estados Unidos y Mischa adquirió la nacionalidad en 1923. Llegó a realizar 107 conciertos en una temporada de 29 semanas. En 1943 estrenó el Segundo Concierto para violín del gran compositor checo Bohuslav Martinu , obra que fue escrita para él. Nuestro violinista murió en Nueva York, víctima de un infarto agudo del miocardio. Se estima que en su dilatada carrera ofreció no menos de 6 000 conciertos públicos e incontables grabaciones.
Pues resulta que en una de sus muchas giras a lo largo de todos los Estados Unidos y Latinoamérica (era un itinerario típico de los solistas de su época), Elman llegó a nuestra bendecida tierra, auspiciado por la conocidísima Sociedad de Conciertos Daniel, que trajo innumerables virtuosos a Costa Rica (Andrés Segovia, Nicanor Zabaleta, Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz, Marian Anderson, Arthur Rubinstein, Gyorgy Sándor, Witold Malcuzinsky, Lauritz Melchior, Philippe Entremont, Alexander Brailowky, Alexis Weissenberg, José Iturbi y Adolfo Odnoposoff, entre muchos otros).
Se presentó en el Teatro Nacional el viernes 26 de agosto de 1955, a la 8:30 de la noche (hora excesivamente tardía para la Costa Rica del año 2024). La publicidad lo promovía con su nobilísimo apodo: “El sonido de oro”. Los tiquetes eran muy onerosos para la época: 242 colones por un palco de 8 asientos, 121, 50 colones por un palco de 6 asientos, 121 colones por un palco “secreto”, 20,25 colones por una luneta o butaca, 20,25 colones por un palco de galería, y 10,25 colones por un lugar en galería general (lo que en Francia se conoce como “poulailler”, esto es, “gallinero”).
Es de notar que los palcos “secretos” eran generalmente usados por familias que estaban “oficialmente” de duelo y no querían ser vista en público, o bien por parejas que no andaban “ en buenos pasos” y querían evitar el juicio de una sociedad pacata y tartifesca. En la ilustración que acompaña este texto podrán ustedes corroborar todos estos datos. Se trata de un recorte periodístico que ha preservado Rocío Quillis, creadora de los archivos del Teatro Nacional, una obra de valor histórico y arqueológico inestimable.
Pero resulta que los precios elevados de los tiquetes y la poquísima publicidad dada al recital provocó que la noche del concierto la sala principal de nuestro teatro estuviese prácticamente vacía. La expresión “cuatro gatos” debe ser tomada, en este caso, literalmente. Era un paisaje fantasmagórico, desolador, la pesadilla de cualquier artista. Elman venía de tocar en el prestigiosísimo Teatro Colón de Buenos Aires, una estación obligatoria en este tipo de giras. El virtuoso había conseguido colmar las 2 478 localidades, más los 500 espacios para público “de pie” que el anfiteatro ofrece: aproximadamente el triple de la capacidad de nuestro Teatro Nacional. ¡Y ahora, tener que tocar un largo y extenuante programa para cuatro o cinco personas dispersas en el páramo, la tundra, la cóncava y sepulcral estepa de nuestro máximo coliseo! Elman enfrentó la situación con profesionalismo y ecuanimidad: “No tocaré menos bien para 5 que para 3 000 personas” -dijo-.
Pero antes de salir a escena se le ocurrió la mejor idea de su vida: que abrieran de par en par las puertas del teatro, e invitaran a pasar adelante a todos los transeúntes, choferes de taxi, vendedores de lotería, verduleros, limosneros, niños, jóvenes y viejos que quisieran escuchar el recital. Todo gratuitamente. La decisión fue tomada por el propio Elman, el director del Teatro Nacional de limitó a aquiescer a su propuesta.
De conformidad con la usanza de la época, el programa de Elman fue extraordinariamente generoso y articulad en tres partes: en la primera tocó una sonata de Handel y la bucólica sonata “Primavera” de Beethoven. En la segunda interpretó el siempre amado Concierto para Violín de Mendelssohn. En la tercera nos regaló una pieza hermosísima si bien menos conocida: “Poema”, de Ernest Chausson, y luego cerró con cinco tours de force técnicos, obritas de bravura.
Por supuesto, se vino un diluvio de vítores y de encores… ese recital no puede haber terminado antes de las once de la noche. Sobra decir que en esa época la gente podía caminar por San José a cualquier hora sin que su pellejo arriesgara ser desollado, apuñalado o rebosado de plomo. Cosa muy llamativa: el rol del pianista acompañante fue titánico, en cuenta tocar una reducción al piano de la parte orquestal del concierto de Mendelssohn (algo que jamás se haría hoy en día). Empero, su nombre figura, casi como una nota a pie de página, al final del anuncio: Joseph Seiger. No existía a la sazón la noción políticamente correcta del pianista “colaborativo”: un acompañante no pasaba de ser eso; un mero acompañante, una guarnición al plato fuerte de la noche, y de ninguna manera debía competir con el resplandor del cometa Mischa Elman. Esa es otra práctica que jamás se adoptaría en nuestros días: ambos músicos gozarían de igual dignidad.
Y fue así, amigos y amigas, como centenares de costarricenses excluidos de los festines de la cultura, de marginados, de vulgus pecum, de ciudadanos peatonales, de menesterosos, obreros y proletarios, pudieron escuchar a uno de los más egregios violinistas que ha producido el mundo. Ahí intimaron con Handel, Beethoven, Mendelssohn y Chausson: la belleza abrió sus oídos vírgenes hasta aquel día de la gran epifanía del arte. Por una vez, tuvimos un teatro sin puertas ni rejas, como el aula sin paredes de Marshall MacLuhan y el museo al aire libre de André Malraux. Vivimos una utopía social, y probamos un pedacito de cielo, gracias a la lucidez social de Mischa Elman, a su generosidad y su espíritu de servicio.
En mi vida lo que más se acerca a esta quimera fue un recital a dos pianos ofrecido en 1980 en el Teatro Nacional, por Claude Frank y su esposa Lilian Kallir (ambos, músicos de hondísimo calado). Al salir a escena vieron que las lunetas, las butacas y los palcos estaban desiertos, y que toda la gente se había aglutinado en la galería. Entonces, desde el proscenio, invitaron, en un español perfectamente inteligible, a la gente del “gallinero” a bajar a las lunetas. “Como músicos, nos sentimos mejor teniendo al público cerca” -dijo Claude Frank, sonriendo-. Y claro está, en minutos las lunetas y butacas estuvieron llenas de gente sedienta de belleza. Fue un recital inolvidable por mil razones que algún día compartiré con ustedes. Este evento fue toda una lección para mí: en la actualidad, procuro siempre que mis recitales sean celebrados dentro de una atmósfera íntima, recogida, con sillas sobre el escenario alrededor del piano, o en salas de pequeñas dimensiones. El gran espectáculo circense deviene así un acto de comunión, una especie de liturgia de la belleza donde yo hago las veces de oficiante. Es infinitamente más nutritivo para mi alma, y también para el auditorio. De toda suerte, yo no soy precisamente Shakira o Bad Bunny: jamás conglomeraré en torno una muchedumbre de 40 000 personas. No es cosa que eche de menos, por cierto.
Mischa Elman probó ese viernes 26 de agosto de 1955, en nuestro Teatro Nacional, ser un músico y un ser humano integral, no un mero trujamán, un mercachifle, un mercenario de la música. Actuó como un gran educador, y como un democratizador de la cultura. ¿Cuántas vidas, cuántos espíritus pueden haber sido tocados por la magia de su violín? ¿Cuántas vocaciones inauguradas, cuántas sensibilidades despertadas, cuántos destinos marcados? ¡No se debe nunca subestimar el poder transformador de la gran música, del gran arte: ofrezco mi testimonio personal al respecto! Desde un pueblito perdido entre las montañas de Ucrania nos llegó el evangelio de la belleza, en la persona de Mischa Elman. Once mil kilómetros de distancia y sesenta y cuatro años de historia fueron reducidos a nada porlas zancadas de galgo de la música, que burla la distancia espacial y temporal para llegar hasta nosotros, fresca, primaveral, siempre joven.
Sí, fue una noche mágica. Elman no ha sido el único en prodigar su arte gratuitamente al mundo: los pianistas Sviatoslav Richter en Rusia, y Witold Malcuzinsky en Polonia y Argentina (donde se asiló al huir de la Segunda Guerra Mundial), acostumbraban tocar en pueblos de mineros, agricultores, obreros y comunidades olvidadas por la historia. Con ellos fogueaban los demandantes programas que luego iban a presentar en los más encumbrados escenarios del planeta. Pero no se crea que lo que ofrecían a estos auditorios era una versión B de sí mismos. Nada de eso: estamos hablando de músicos excelsos, que jamás en sus vidas ofrecieron un recital menos que memorable.
Mischa Elman ha dejado su nombre escrito en un viejo piano que hoy en día dormita en el subusuelo de tramoya del teatro Nacional. Ahí está, junto con las firmas de muchas otras eminencias. Lo sé porque… pues porque yo soy el fantasma de ese teatro, porque invertí cientos de largas noches practicando en sus pianos, y porque exploré, silente y solitario, hasta sus más recónditos rincones.
¡Larga vida a Mischa Elman: los grandes músicos no mueren: se convierten en nuevas estrellas y cometas que llenan de iridiscencias el espacio constelado!