Jacques Sagot, pianista y escritor.
Pues sí, así es. No hay otra manera de formularlo. No tiene caso calificarlo, ni menos aun juzgarlo desde ningún punto de vista. Más que nunca, hay que acudir a las tautologías: la gente es como es. A Barthes no le gustaban las tautologías: las consideraba una fórmula típica de la “fraseología burguesa”. Tant pis pour lui.
Recorríamos el trayecto Tibás – San Francisco de Dos Ríos. Mi amigo taxista es torcedor del Deportivo Saprissa. De la única manera en que -según yo- se puede serlo: innegociable, visceral, intransigente, militante y cuasi – religiosamente. Veintitrés años de manejar taxis en San José. Esa tarde íbamos oyendo, por la radio, la transmisión del clásico Saprissa – La Liga.
Ambos, unidos en nuestro delirio morado. Maldiciendo, invocando palabrotas que hacían detenerse la Vía Láctea en su majestuosa parábola a través de los espacios constelados, profiriendo obscenidades que moverían a cualquier boca decente a un enjuague con Listerine, retrotraídos al estado de críos, de mocosos peleones y belicosos, engalanando al árbitro con guirnaldas de vituperios como el pobre hombre jamás hubiera podido imaginar, conjurando a todos los dioses y demonios del cielo y el averno futboleros. Otra tautología: el fútbol es el fútbol. Punto.
Quien no lo viva así, tiene horchata y no sangre en las venas. No tiene caso, aristocratizar el fútbol: es justamente uno de los espacios legítimos que la sociedad nos concede para encanallarnos. La anti – retórica procaz y zafia del fanático futbolero es, también, una retórica (¡todo lo es!), con sus reglas, metáforas, sinécdoques, metonimias, perífrasis, interjecciones, quiasmos, catequesis y prosopopeyas perfectamente institucionalizadas.
Mi amigo taxista bufa, transpira, golpea la manivela. Improvisa a cada minuto algún novel, inédito improperio contra el soplador profesional de pitos, o contra algún delantero saprissista que cumplió, una vez más, con su misión de encarnar a Sísifo: todo el equipo armó una bella jugada colectiva para él, y el infortunado, solo frente al marco, voló la pelota. Ahora habrá que ir a recoger nuevamente la piedra colina abajo, y volver a remontarla… por enésima vez. Ningún aficionado en el mundo aprecia a los jugadores que les infligen una y otra vez la inaceptable frustración del gol interruptus. Son satanizados, denostados, execrados… por buena razón.
Vamos crispados. Explotamos al unísono en nuestra furia como en nuestros exorcismos, sortilegios, observaciones, suspiros, desalientos, exaltaciones… dos cuerdas que vibran por simpatía. El taxista ha infringido no menos de seis leyes de tránsito, tal es su ansiedad y expectación.
Estábamos justamente desollando vivo al inepto de Solórzano, el Sísifo saprissista, cuando, de pronto, el locutor moduló dramáticamente el tempo, la tesitura, el tono de su narración: “Solórzano gana un balón dividido en el medio campo, elude a dos rivales, se interna en el área, está en posición de remate, el arquero, desesperado, sale al achique, ya están frente a frente, disparo de derecha y…” Prolongadísimo silencio durante el cual el locutor llena sus pulmones de aire, como lo haría un tenor antes de proyectar el “¡Vinceró!” final del “Nessum dorma”, en Turandot. Y estalla, telúrico, catártico, como brotando desde el epicentro de las entrañas, la sílaba que alivia toda la tensión acumulada: “¡Goooool!” Es una buena sonoridad, para reventar. Los franceses solo tienen el débil, irrisorio “but”, que en modo alguno puede constituir un exutorio vocal adecuado para la crispación y el crescendo emotivo que precede a una anotación (toda lengua tiene sus limitaciones). Quien dice “¡but!” configura los labios como si fuese a besar a alguien. Quien grita “¡gol!” abre la bocaza y se desquijara, tal cual si se aprestase a deglutir al mundo entero.
El taxista frena en seco. Sale del carro y brinca en media calle. Los carros, detrás de él, pitan, pero pronto advierto que no es censura: son también saprissistas, y celebran con sus bocinas el gol. Yo también me precipito fuera del vehículo y abrazo a mi amigo taxista. Ejecutamos una improvisada danza -que igual puede ser percibida como el colmo de lo grotesco o como una deliciosa y fraternal exultación-. Luego abordamos el carro, y seguimos nuestro trayecto, jadeantes, sudorosos, exaltados, el ritmo de respiración desestabilizado, las palabras entrecortadas. “¡De esta estocada no se reponen, esos malditos polos, mangos, maiceros, liguistas de porquería!” -sentencia el taxista-. Y luego propone la más encomiástica apología del mismo Solórzano que minutos antes describía como el peor flagelo que hubiese jamás recaído sobre ese noble deporte que llamamos fútbol. Así es esto. Los héroes son alternativamente ungidos y defenestrados en cuestión de segundos.
“Mire, amigo, yo tengo veintitrés años de taxear, y se lo juro por el alma de mi santa madrecita que de Dios goce: cuando hay clásicos, ni a putas recojo a un atorrante liguista que ande con uniformitos o banderitas ridículas”. La referencia autobiográfica de mi amigo me divirtió, no solo porque comprendí el sentir que la anima, sino por la insólita, heteróclita mezcla de sacralidad y profanidad que proponía. Reí, por supuesto. “Cuando veo a esos miserables los enjacho, y nunca les paro en la calle. Por mí, que vuelvan a la casa a pata, aunque vivan a cien kilómetros de distancia, y así esté cayendo el diluvio universal.
Y cuando les doy un servicio -siempre y cuando no vengan de jugar contra la “S”- les subo la maría, y les doy el tubazo: ¡que paguen el doble, por imbéciles! ¿Quién los tiene, siendo liguistas, es decir, idiotas? Lo que es más, le confieso, amigo, que yo la mayoría de mis servicios los hago en la parte norte de la ciudad, por el lado de Tibás, cerca de la cueva del Monstruo. Y además, a los saprissistas como usted les hago precios especiales”. “Me siento halagado, muchas gracias”. “¡Y Dios libre ganen esos mal paridos! ¿Usted sabe lo que es soportar a esa manada de maiceros de mierda sonando sus pitos y agitando sus banderitas de maricones por toda la ciudad? ¡No lo soporto, es que no lo soporto! Esos días no breteo. Así como lo oye amigo: dejo el carro en el garaje, me voy para la choza, y de ahí no salgo en un par de días”. “¿Está usted casado, tiene familia?” “Así es: doña, hijas, yernos, nietos, y ya dos nietitas: todos saprissistas”. “¿Hubiera usted admitido en la casa a un yerno liguista?” “¡Cómo se le ocurre! ¡Primero muerto! ¡Mis hijas lo supieron siempre: miren: ustedes me pueden traer aquí de novio a quién les dé la gana -psicópatas, narcos, asesinos seriales, trasegadores de riñones- pero la que me venga con un maldito liguista -así sea Leonardo di Caprio- queda fuera de la familia: desheredada, sin apellido, y de patitas en la calle, lista para encerrarse en un convento de clausura!” “Bueno, es probable que el pobre Leíto ni siquiera sepa qué diantres es la Liga… estará de sobra entretenido con actividades bastante más placenteras que el fútbol” -reflexioné superfluamente, supongo-.
“Fíjese usted que un día, hará unos seis años, decidí darle un ride a dos mierdosos liguistas que andaban, ahí, con sus uniformillos impresentables. Venían de ganarle a Limón, Santos, Carmelita… alguno de esos equipos puretes. Pues se sentaron atrás y se comenzaron a poner muy alegres: cancioncitas por aquí, grititos por allá, haciendo signos de triunfadores por las ventanas a cuanto carro pasaba, y lo que más cólera me dio: empezaron a cuchichear, a decirse cosas al oído. Me imagino que se estaban burlando de mí, porque yo, el Monstruo de peluche siempre lo ando aquí, en el dash del carro.
Pues para no cansarlo con el cuento, amigo, terminé puteándome. Frené intempestivamente, y saqué de debajo del asiento a “Rambo”: un cuchillo de treinta centímetros de largo que siempre ando conmigo por asunto de protección personal. “Ahora sí, cabroncitos, se acabó ese comadreo que se traen ahí atrás”. Los amenacé con el acero. La cosa es que dejé a uno en el asiento de atrás, en la esquina, amarrado al cinturón de seguridad con un nudo especial que le hice, y al otro lo pasé al asiento de adelante, para tenerlo a la vista -y a la mano-, también amarrado, como un paquete. La cuestión era separarlos, por si estaban tramando algo. Por supuesto, los dos carajos iban cabreadísimos. ¡Y cuál fue siendo mi mala suerte, que resultaron ser tombos! ¡Policías en su día libre, que venían del estadio! Uno de ellos comprendió mi acción, hasta la tomó con cierto sentido del humor: “Bueno, por lo menos se ve que es usted precavido, y nunca lo van asaltar… ¡con semejante cuchillo!” El otro sí se enojó, pero no podía hacer nada, porque no andaba en día de servicio. La vara es que los fui a dejar a sus casas. “¡Manda güevo: dos policías liguistas!” -les dije-. “¿No se supone que ustedes deben proteger a la ciudadanía contra los atorrantes y los chapulines? De nuevo, uno de ellos agarró la cosa como pura chingadera, pero el otro apuntó mi placa y me anduvo jodiendo un par de días. En fin, cosas que pasan”.
Y ese es mi amigo taxista. Me ha confesado deplorar que la ley lo obligue a manejar un vehículo de color rojo, y que si por él fuera, lo pintaría de morado. “Pero eso sería innecesario: con la cantidad de calcomanías que anda usted, cualquiera se imaginaría que este es el taxi “oficial” de Deportivo Saprissa”. “¡Usted lo ha dicho: eso es lo que me gustaría ser: el taxista “oficial” de la “S”! ¡De hecho, aquí en este carro he tenido yo a Chico Hernández, Carlitos Santana y Marco Rojas!” Asumo que mi amigo habría bendecido y consagrado los asientos donde sus héroes deportivos alguna vez arrellanaran sus posaderas. Su percepción del fútbol hacía converger los registros imaginarios del deporte y la religión de manera perfectamente natural.
“¿Y lo dejaron los policías conservar a “Rambo”? -pregunté-. Por toda respuesta, se limitó a hurgar bajo su asiento y enseñarme el puñal en cuestión. Empuñadura morada, y lámina que ciertamente no invitaba a la menor discrepancia. “Así es. Ha sido mi compañero durante casi diez años, y me ha salvado la vida más de una vez”.
Y ese es mi amigo. Nuestros viajes siempre se convierten en encendidos foros sobre estrategia e historia futbolística. Cuando Saprissa pierde un clásico, se limita a llegar a buscarme a la casa. Cuando gana, se instala frente a mi puerta pitando rítmicamente, en compás ternario, imitando la métrica y acentuación de la palabra “Sa-pri-ssa”. Su semblante es otro. Exulta, delira, se mofa de los rivales, concibe nuevas formas de vejarlos, e improperios cuya elaboración demanda no poca inventiva poética y metafórica. Yo lo quiero mucho. Es todo lo que puedo decir. ¿Seremos ambos quizás no más que un par de rufianes? Es harto posible. No veo cómo, de otra manera, podríamos ser tan compatibles. Pero el hecho es que le tengo un gran afecto, y a duras penas puedo pensar en una sola calle de esta abyecta ciudad que no haya atravesado en su compañía.
Hace algunos años me pidió súbitamente que abriera la gaveta del dash. Me dijo que me tenía una sorpresa. Dentro encontré un amarillento, ajado álbum de postalitas, con jugadores de fútbol de la década de los setenta. Compartió el documento conmigo como si se tratase de los rollos del Mar Muerto. “Mire, amigo: ese es al álbum de postalitas que sacaron allá, en tiempos de nuestro glorioso hexacampeonato. Ahí están todos nuestros héroes. Yo era un carajillo cuando salió el álbum, pero lo he conservado y lo ando siempre conmigo. ¡Ah, nunca volverá a haber otro cuadro como ese! ¡Qué jugadorazos! ¡La era de oro de nuestro amado equipo!” Y en efecto, el álbum estaba conservado en buen estado, habida cuenta de su vetustez. Sobre algunas páginas reconocí los autógrafos de los héroes. Algo, en el gesto de mi amigo, tocó una fibra honda en mi corazón. Yo también hacía álbumes de postalitas (animales, dinosaurios, fortachones de lucha libre, futbolistas, naves espaciales, medallistas olímpicos… y de nuevo, animales). Y al ver el librito, forrado en plástico transparente, al ojear sus erosionadas páginas y ver las estampas de aquellos paladines de la infancia que ahora yacían bajo tierra, se habían deshecho en el disolvente natural del olvido, o eran venerables abuelos cuidando docenas de nietos, no pude evitar enternecerme. Descubrí que aquel hombre no era -y no sería nunca- otra cosa que un niño, un puer aeternus. Un niño grande, que aún soñaba con coleccionar sus postalitas y recoger las firmas de sus ídolos. Y pese a todo lo que me había contado -incluyendo sus actos bastante menos que ejemplares-, me dije que un ser humano de tales características tenía que ser esencial, básica, primordialmente bueno.