Berlioz, hermano de mi alma

Berlioz, hermano de mi alma

Jacques Sagot, Revista Visión CR.

 Ayer visité la tumba de Berlioz.  Tres rosas blancas.  Cementerio de Montmartre.  Tarde fría de otoño.  El cementerio para mí solo.  El monumento no está lejos de la entrada.  Ya había hecho mi peregrinaje, en enero de 1987, durante mi primer viaje a París, pero las imágenes que guardaba de la visita no coincidían –o apenas– con lo que esta vez vi.  Pronto reencontré la sepultura del maestro.  Con el corazón hecho una estampida, el aliento contenido.  ¡Ah, Hector, mi maestro, mi viejo amigo, el compañero más fiel de mi adolescencia, el amor de una vida!  Buen vecindario: Stendhal, Delibes, Offenbach, Heine, Gauthier, Degas, Zola, Truffaut, Guitry yacen todos en el panteón.

la brújula del azar: El cementerio de Montmartre: donde duermen los genios

El sendero se llama Avenue Berlioz, y el hecho de que entre tantas celebridades se hubiera escogido su nombre para bautizar el paseo, me produjo un íntimo, profundo placer.  Ahí estaba, por fin, ante la tumba del gran “Emberlificoz” –como lo llamaba, para mofarse de él, un periodicucho satírico llamado Le charivari–.

Este tipo de lugares es mejor descubrirlos con émerveillement, que llegar guiado por un guarda o un mapa.  Parte de su magia.  Reconocer una tumba es como distinguir a una persona querida en medio de la muchedumbre.    Yo la recordaba más señorial, con grandes columnas color ocre en sus ángulos: una especie de décor operático, algo como salido de Les troyens.  Así es el tiempo: la imaginación edita, fabula y adorna el recuerdo.

El monumento tiene un pabellón (¿será “dosel” un término más adecuado?) que le confiere gran distinción.  Es negro, semicircular.  En el centro, una bella medalla con el rostro de Berlioz.  Fidelísimo perfil, con la nariz aguileña, breve el mentón y los cabellos hirsutos: esa especie de armonía del caos que encontramos en el retrato de Girodet de Chateaubriand: el huracanado esplendor del desorden.

Deposité mis rosas en abanico, con profunda unción.  Dialogué con él, canturreé silentemente algunas de sus melodías.  No fue cosa difícil: pocos meses atrás había adquirido su obra completa.  Descubrir sus tres óperas… ¡Qué gloria!  ¡Cuán superiores a las de cualquiera de sus contemporáneos (excepto Bizet con su portentosa Carmen)!  Todos se quedan atrás en inventiva, originalidad, audacia: Massenet, Thomas, Lalo, Gounod (que tantas ideas tomara de La damnation de Faust para su propio Faust), Delibes, Chabrier, Charpentier, Saint-Saëns… decididamente otro nivel de talento.  Bastan unos pocos compases de la Obertura Carnaval Romain (la originalísima introducción, por ejemplo), o el Scherzo de la Reina Mab de Roméo et Juliette para advertir que Berlioz volaba a una altura inconmensurable con sus colegas franceses.

¿Se han puesto ustedes a pensar en el grado de ingenio que es preciso para proponer una melodía como la que constituye el tema inicial de la Obertura Benvenuto Cellini?  ¿Han ustedes considerado el decurso insólito, impredecible, sincopado, discontinuo, de esta línea, con sus giros inusitados, sus ráfagas y acentos desplazados?  ¡Ah, amigos, en la mediocridad, en nuestras obras menos logradas, todos los artistas nos emparejamos: todos somos, poco más o menos, Pierre Dupont, pero una sola de estas concepciones basta para poner en evidencia un grado de inventiva que, aun cuando irregularmente sostenido en el resto de la pieza, acusa un nivel de procedencia infinitamente superior!  Por ponerlo de manera más simple: puede afirmarse, de manera axiomática, que un tema de tan peculiar perfil solo puede haber sido creado por un genio.

Mi amigo juzgó que el gesto de las rosas no había sido más que una fruslería inspirada por la superstición.  Lo que él no entiende es que este tipo de homenajes se realizan para uno, no para el muerto, que obviamente no puede ya gozar de las fragancias y los colores.  Lo que las flores celebran es el vínculo entre dos seres humanos, ambos artistas.  La derrota del tiempo y de la muerte, que solo separa lo que es separable.  El vínculo, el vínculo… ese es real, y bien merece un homenaje.  Me temo que mi amigo carece de los menores alumbres del pensamiento mágico y de la “razón poética” (María Zambrano). Yo intenté tan solo sumarse a Horacio, cuando dijera: “No todo en mí perecerá”.

The Music of Hector Berlioz: New York Times and Wall Street Journal Preview the 2024 Bard Music Festival

Berlioz es un artista que ha crecido conmigo.  Durante algún tiempo consideré hacer mi tesis doctoral sobre él, pero mis profesores, que juzgaron tal proyecto poco auspicioso para una carrera pianística (Berlioz no compuso nada para el piano) me disuadieron.  Fue ahí cuando opté hacerla sobre –y con– el virtuoso húngaro Gyorgy Sándor.  Una de las mejores decisiones de mi vida.

Estuve largo rato al lado del monumento fúnebre –ya que no simple tumba– de Berlioz.  Está enterrado con Harriet Smithson –la actriz irlandesa de la cual se enamorara– (¿o sería más bien de su cautivante Ofelia?) y, por desgracia, de María Recio, su segunda esposa, mujer cruel y maligna.  Ahí dejé mis rosas, sumadas a varias ofrendas florales. Otros admiradores… o tal vez simplemente disposiciones de los responsables de la manutención del cementerio, vaya uno a saber.  Es inmensa la provincia que en mi reino tiene Berlioz.  Y sé que seguirá creciendo.

Hay un “mundo Berlioz”.  Solo a él pertenece.  Compositores muy grandes los hay, que no crearon mundos nuevos, que no ensancharon el horizonte armónico, melódico, rítmico, formal, tímbrico de la música.  Grandes, sí, grandes, y mi aprecio por ellos es inmenso.  Mais cela n´empêche: son epígonos.  Otros crean su propio universo: Palestrina, Chopin, Debussy, Satie, Schönberg.  No son derivativos.  Insulares, inexplicables.  Nadie sabe de dónde vienen, porque nacen armados de punta en blanco, como Palas Atenea al salir de la cabeza de Zeus.  Es el caso de Berlioz.  Hablar de Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann, Brahms, Bruckner, Mahler, es hablar de una cadena montañosa, de un linaje, de una dinastía.  Cada uno engendra al siguiente.  Tienen ascendencia y progenie.  Jalonan la historia de la música de manera orgánica, existe entre ellos más continuidad que ruptura.  Pero otros, otros son simplemente fenómenos, por poco, monstruos.

¿De dónde procede Berlioz?  Admiraba a Beethoven, a Weber, a Gluck y –desconcertantemente– a Spontini.  Pero no es su hijo espiritual.  Berlioz se inventa a sí mismo.  Reinventa la música.  Reinventa la orquesta.  Es original en el sentido primero de la palabra: es origen de sí mismo.  Sí, por disparatado que parezca.  Una causa sui. Realmente, de pocos, poquísimos compositores se puede decir otro tanto.  Tampoco –a pesar de la honda impresión que produjera sobre los jóvenes maestros de la escuela nacionalista rusa, después de su gira tardía a San Petersburgo– dejó una clara descendencia.  De nuevo, la única palabra que se me viene a la mente es: inexplicable.  El genio siempre lo es, ya lo sé.  Por definición.  Pero el mundo sonoro que crea Berlioz es absolutamente inédito, insólito, inaudito –esto es, nunca antes oído–.

HECTOR BERLIOZ, el escritor

¿Debemos atribuir su originalidad al hecho de que fuese en buena medida autodidacta, no haber sido jamás un virtuoso –a slick proffesional– y de que nunca pasase de tocar algunos acordes en la guitarra, un poco de flauta, y el flageolet?  Acaso esto lo preservara, en efecto, de los manierismos, de las fórmulas, de los automatismos que, casi inevitablemente, acarrea toda forma de virtuosismo.  Sí, es una hipótesis no desestimable, me parece.  ¡Y, sin embargo, este exiguo bagaje le permitió reconcebir el aparato orquestal como un novel instrumento, descubrir colores que nadie había soñado!  Como quien nos dotase de la capacidad de percibir los rayos infrarrojos o ultravioletas, Berlioz amplió, expandió nuestro espectro auditivo.  El más rutilante colorista de la historia de la música.  Lo admitieron Saint–Saëns, Rimsky–Korsakov, Mahler, todos ellos orquestadores consumados.  Boulez, por el contrario, de manera condescending, le reconoce (¡uf, qué alivio: le perdonó la vida!) “un gran talento”, pero lo declara “profundamente indisciplinado”.

Bueno, amigos, a esto lo único que puedo decir es que para juzgar de esa manera a Berlioz hay que comenzar por ser músico (no digo “bueno” o “malo”: tan solo músico), y Boulez no lo es.  Un operario de la materia musical, un profesorcito de aritmética, un señor que trabaja en una fábrica de embutidos, apretando botones y verificando la debida lubricación de las tuercas, poleas y pistones de su maquinaria.  Ya veremos si sus embutidos son aún recordados –siquiera como nota a pie de página en la historia de la industria cárnica– de aquí a cien años.

La gran tradición sinfónica austrogermánica de los siglos XVIII y XIX es, esencialmente, una carrera de relevos.  Berlioz no releva a nadie, y no le pasa la antorcha a nadie.  Soledad es la palabra de su vida.  Soledad radical.  La soledad moral de que hablaba Max Scheler (mucho más terrible que la física o la social): ir a contrapelo de la sensibilidad, de la axiología ética y estética, de la concepción de mundo de una era.  ¡Cuán difícil, cuán difícil, por el amor de Dios!  No hubo compositor más solitario que Berlioz.  No suscribo con ello al estereotipo romántico del “genio incomprendido”.  Contrariamente a lo que mucha gente cree, Mozart, Beethoven, Wagner, Brahms, fueron todos reconocidos en su momento como genios, y se hicieron pagar a precio de oro sus obras (si algunos murieron en la miseria, ello fue porque no supieron administrar sus dineros, a causa de la ludopatía o de malas decisiones prácticas).   Crearon un público.  Ese es el concepto clave.

Berlioz nunca logró –especialmente en su amada Francia– generar un público.  Fue ignorado.  Lo comprendieron y vitorearon los alemanes, los ingleses, los rusos: no los franceses, que todo lo que querían era seguir durmiendo al arrullo de las calesitas de Delibes, Thomas, Adam, Meyerbeer, Halévy, Massenet.  Siento gran respeto por estos maestros –es cosa que me apresuro a decir–, pero está claro que no son águilas, sino, a lo sumo, canaritos del Segundo Imperio y principios de la Tercera República.  No: Francia nunca entendió a Berlioz.  Fue un marginal, y en cierto sentido sigue siéndolo.  Su país sigue en deuda con él (y es el colmo que un costarricense tenga que venir a señalarlo).  A pesar de las cruzadas de Charles Munch, de Sir Colin Davis, de Charles Dutoit, sigue siendo desconcertante aún para nuestros oídos, acostumbrados a los grands fracasseurs, los creadores de estrépito del siglo XX.  Era con amargura profunda que estimaba que su música “solo sería comprendida alrededor de 1940”.  Fue demasiado optimista: la verdad es que para muchos no lo es aún en 2023.  Berlioz es un fenómeno inexplicable, una especie de teratología, de lusus naturae.

Berlioz | Ancha es mi casa

Solitario en su vida, solitario en la historia de la música.  Por eso, mis tres rosas blancas, esta tarde… una ofrenda, un acto de amor y de gratitud.  Sin ascendencia, sin descendencia, Berlioz el insular, el inconcebible, afecto toda su vida del “mal de l´isolement”, una especie de cuerpo celeste que colisionó con la tierra, guiado por los caprichos del alea: “Calmo meteorito caído en la tierra, hijo de un desastre obscuro”–hubiera dicho Mallarmé–.  Sí, Berlioz tiene algo –mucho– de aerolito.  Un bloque de piedra que, lejos de desintegrarse, permanece, sólido y descomunal, irradiando desde su cráter.  En mi corazón hay una comarca –grande, hermosa– que solo a Berlioz pertenece.  Él lo sabe –tengo la certeza–.

Decía que Berlioz había sido mi gran confidente durante la adolescencia.  Es rigurosamente cierto: en 1977, cuando tenía catorce años de edad, entró en mi vida como un coup de foudre.  Tengo la Sinfonía Fantástica inextricablemente asociada a mi amor por mi compañera chilena Bárbara Puga, en tercer año de la secundaria.  Ella era mi idée fixe.  A la salida de un largo internamiento en el hospital (infructuosa operación correctiva de mi brazo derecho), compré un disco Deutsche Grammophon (¡costaban ciento diez colones: era el sello más caro de la época!) con la Sinfonía Fantástica, interpretada por Karajan y la Filarmónica de Berlín.  Por supuesto, aún lo conservo, y lo oigo con frecuencia.  Regalo de mi abuela, Chelita.  He oído desde entonces docenas de versiones (Beecham, Markévitch, Munch, Bernstein, Abbado, Davis, Boulez, Gardiner, son sensacionales), pero me mantengo fiel a Karajan.  La grabación de Gardiner, realizada con instrumentos de la época, retoma la orquestación original de 1830, y reincorpora al oficleido y el serpentón.  Berlioz es un “gusto adquirido”: no nos seduce de manera natural, como lo hacen Mozart, Schubert o Chaikovski.  Pero una vez que nos enamora, una vez que consigue carta de residencia en nuestro corazón, es para siempre.  Un visitante que llega para quedarse, con valijas, muebles y todo.

No en mi niñez –tal los casos de Schumann, Mozart, Beethoven, Bach, Chopin, Chaicóvski– me llegó Berlioz, sino en mi adolescencia, sí.  De niño, todo lo que conocí de él fue su Sinfonía Fúnebre y Triunfal.  Paseaba con mis papás por las tórridas, luminosas veredas de La Garita, Alajuela.  Parquearon el carro a la vera del camino a fin de comprar, como lo hacían cada fin de semana, naranjas (cientos de ellas: eran el desayuno de todos los días).  La Radio Universitaria comenzó entonces –en medio del ambiente menos épico del mundo– a propagar este clamor multitudinario, esta apoteosis estremecedora: el movimiento final de la obra, cuando el coro entona su himno triunfal.  ¡Cielo santo!  ¡Qué revelación!  Quedé galvanizado: ¡tanta nobleza, tal altivez, una concepción del heroísmo que le habló tan directamente a mi corazón!  “Dans  sa douce langue natale” (Baudelaire).  Una música escrita para mí desde el fondo de los siglos.  ¡Tal fervor patriótico –como yo lo concebía–, tanta majestad, exaltación tan pura!  No fue únicamente la cantidad de decibeles (en Berlioz siempre considerable) lo que capturó mi atención: la orquestación es farragosa y pesada, con los metales y la percusión prácticamente anulando a las cuerdas, no.  Fue la especificidad de la línea melódica, su carácter hímnico, de nuevo: su nobleza.  Era como si la hubiese oído en una existencia anterior.  Es un lugar común, hé oui: el “conocer” socrático, que no sería otra cosa que recordar, reminiscencia, pero no encuentro mejor manera de formular mi sentir.  Así que ahí, en ese agreste rincón tropical, virgen por completo de sagas épicas, de batallas históricas, fui iniciado en el espíritu mismo del heroísmo.  Mucho tiempo después escuché Harold en Italie (durante mi internamiento hospitalario en enero de 1977, era tarde en la noche, justo la pieza con la que la Radio Universidad de Costa Rica –para mi inexpresable angustia– cerraba la transmisión del día).  Pero fue la Sinfonía Fantástica, en el curso de mi tercer año de la secundaria, la que me hizo entrar de lleno en el mundo de Berlioz, para nunca jamás salir de él.  Cuando por primera vez visité su tumba, en 1987, mi conmoción fue indescriptible.

Por cierto, amigos y amigas, la obra Harold en Italia, inspirada por un extenso poema narrativo de Byron, me salvó la vida.  Estaba yo en mi cama de hospital, desangrándome lentamente después de una delicada operación.  Me iba abandonando al dulce sopor de la muerte.  Sentí que me disolvía, que me deshacía en una lasitud, un letargo desprovisto de dolor, el vaciamiento de toda mi savia, de todo mi jugo vital.  Y en el radiecito de transistores que tenía al lado de mi almohada, los fogosos, irresistible ritmos de la pieza me devolvían, por momentos, a la vida.  Por fin, en uno de estos “regresos” a mí mismo, cobré conciencia de que estaba al borde del abismo, y llamé con mi voz débil, apenas perceptible, a las enfermeras.  La jeringa por la que bajaba el factor coagulante se había bloqueado, y por lo tanto la herida de la intervención quirúrgica se había puesto a manar sangre como un géiser.  El personal médico tuvo que emplearse a fondo para reanimarme.  Fue Berlioz quien me tendió una mano para no terminar de hundirme en las arenas movedizas que ya cubrían todo menos mi cabeza exánime.  ¿Cómo no amarlo?  ¿Cómo no sentir por él indecible gratitud?

No dejaré pasar otros veintidós años antes de traerle nuevamente flores.  Rosas blancas serán, que no concibo otra flor para él.  “A fin de que vivo o muerto, tu cuerpo no sea más que rosas”(Ronsard).Óiganlo: a pesar de su grandilocuencia y su estética “del exceso”, nada puede compararse a la castidad de su música en las escenas de amor (Romeo y Julieta, Los Troyanos, Benvenuto Cellini, La condenación de Fausto, la idée fixe de la Sinfonía Fantástica, las Noches de verano) son la pureza misma: no hay en ellas una molécula de lubricidad.  La limpieza de las líneas, su simplicidad, su esbeltez de urna griega.  Una estética latina, clásica (sí, insisto: clásica, a pesar de ser uno de los compositores emblemáticos del romanticismo en lo que este tiene de más échevelé).  Hay pasión en Berlioz, todo el Sturm und Drang del mundo, claro que sí, pero no voluptuosidad, nada que pueda compararse a las bacanales o éxtasis de muerte de Wagner.  Una línea melódica de la introducción lenta de su Sinfonía Fantástica está tomada de una romanza que, a los doce años de edad, Berlioz escribió para su amada Estelle (“Stella montis, Stella matutinis” –le decía tiernamente, evocando el Santo Rosario–), mujer seis años mayor que él, por la que siguió sintiendo devoción hasta el final de su vida.

HECTOR BERLIOZ - RNS: Música Académica

Ya siendo ella una anciana y respetable viuda, Berlioz fue a buscarla y pedir su mano.  Tenían más de medio siglo de no verse.  ¿Qué nos revela este gesto?  El homenaje, la fidelidad al proto-amor de su niñez, encriptado en la obra que, tantos años después, se constituiría en su pieza más representativa.  Su expresión del amor es, en este punto, afín a la de Schubert y Schumann: la castidad del adolescente prepuberal.  ¿Wagner?  Un sensualista disfrazado de místico.  Música que va de orgasmo en orgasmo, hasta dejar al oyente exhausto.  For all its noise, Berlioz el torrencial, el “babilónico”, el “ninivita” (eran sus propios epítetos) es más limpio, más dépouillé que la deidad pagana de Bayreuth.  Por cierto, no dejaré de mencionar que el análisis que Schumann –con su habitual nobleza– hace de la Sinfonía Fantástica se cuenta entre los estudios críticos más lúcidos que he leído.  Hijo de una estética radicalmente diferente, el gran “Roberto de Mulda” reconoce y proclama, antes que cualquier otro colega, la originalidad, la imprevisibilidad rítmica y las cualidades de la armonía berlioziana.  Schumann menciona un hecho curioso: vistos sobre la partitura, ciertos acoplamientos instrumentales de Berlioz nos hacen el efecto de un disparate, ¡pero al escucharlos descubrimos que sí funcionan, y de maravilla!

Nuestro compositor era también capaz de expresar una melancolía abisal, un sentimiento de vacuidad y desolación mucho más perturbador que el que encontraríamos en las más tristes páginas de Chopin.  El movimiento lento de la Sinfonía Fantástica: ¿no es música que hubiera podido haber sido compuesta por el “Viajero al borde de un océano de nubes”, de Caspar David Friedrich?  Música en el límite del silencio.  La extraña nostalgia de algunas de las canciones de Les nuits d´été, la languidez del aria “D´amour l´ardente flamme”, de La damnation de Faust (la más prodigiosa, audaz concepción dramática en la historia de la ópera francesa)…  Esa es mi música.  Nunca lo será del mundo, y está bien que así sea.  Berlioz será siempre, poco más o menos, un marginal.  Un célebre, universalmente reconocido marginal, pero marginal al fin.  Ya sabemos que al mundo hay que darle “excremento cuidadosamente escogido” (Baudelaire) y no perlas o margaritas.

Tarde en su vida, hundido en el desencanto y la soledad, Berlioz llegó a entenderlo.  Sus escritos postreros lo atestiguan, sus vagarosos, solitarios paseos por los cementerios parisinos, la esterilidad creativa de los últimos seis años lo prueban.  Claro que lo entendió.  Debió, empero, haber visto en ello un signo de grandeza, no la evidencia de un fracaso artístico y existencial.  Sin haber padecido la sordera, la locura, el exilio, la tuberculosis o la muerte prematura, no hay quizás vida más trágica que la de Berlioz.  Vio morir a todos aquellos a quienes amaba: padre; madre; sus dos esposas, Harriet Smithson y María Recio; otras tantas hermanas; su último amor, la joven y misteriosa Amélie, que solía acompañarlo en sus paseos por el cementerio de Montmartre; y luego la estocada final: su hijo Louis, miembro de la marina mercante, que se evapora allá, en la Habana, víctima de la fiebre amarilla.  Sinfonía triunfal… y fúnebre.

Música y significado - SINFONÍA FANTÁSTICA de Berlioz (2) - RTVE.es

Amélie era una muchacha que podía pasar por su nieta, y que lo acompañaba en sus vespertinas caminatas por el cementerio de Montmartre (los camposantos parisinos son muy bellos, de hecho, califican como museos ad hoc: se pueden visitar para gozar de su inagotable y heterogénea hermosura arquitectónica).  Pues la relación entre el viejo músico y su interlocutora prosperó y le proveyó un sentimiento de compañía que echaba de menos desesperadamente.  Un buen día, Amélie desaparece sin dejar rastro alguno.  Berlioz recorre solo las alamedas del cementerio… y de pronto tropieza con una lápida nueva, el mortero todavía fresco.  ¡Bajo ella yacía Amélie, abatida por alguna fulmínea enfermedad sin que él siquiera se enterase!  ¡Vaya manera de descubrir la muerte de un ser amado!  ¡Ah, mi viejo, cómo hubiera querido haber estado allí para ofrecerte mi hombro y para que llorases sobre mi regazo tanto como hubieras querido!

Hablar de Berlioz es para mí un ejercicio siempre extenuante: lo quiero mucho, y siento que cada vez que lo evoco dejo pegados al texto los jirones sangrantes de mi propia alma.  Tengo un libro dedicado al análisis de sus obras que verá la luz pronto, Deo volente.  Dialogo con él cada vez que oigo su música.  ¿Quieren una recomendación para ingresar en su santuario?  Escuchen, en actitud de unción y castidad espiritual, el bellísimo coro “El adiós de los pastores” de su oratorio La infancia de Cristo.  Ese es un buen pasaporte para ingresar en el templo donde arde ese fuego inmarcesible de la belleza que a manos llenas regaló al mundo.

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