Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Hoy quiero contarles una bella historia para calentarles el corazoncito.
Cuando, a los diecinueve años de edad, Darío fue encarcelado por enésima vez, no había aún jugado un solo partido de fútbol. Allí, un funcionario de la prisión convenció al ladronzuelo para que utilizase su pasmosa capacidad de salto –que había depurado escalando paredes y escapando de la persecución de los policías– para superar por alto a los defensas en los campos de fútbol.
Darío estaba acostumbrado a driblar gendarmes, escurrirse entre las más angostas grietas, subirse por los muros, correr por las azoteas, perderse zigzagueando entre las multitudes y esconderse en las alcantarillas.
“Jugué mi primer partido en la cárcel” –recordaba Darío–. Entonces, el carioca criado en la miseria juró que le imprimiría un giro radical a su vida… pero solo tras haber cometido un último delito. Asaltó a dos personas para obtener unas monedas y, con ellas, compró un balón de fútbol. Esa pelota llegó a convertirse en su único amigo, su aliada, confidente.
Resultó una adquisición providencial: Dadá “Maravilha”, estrella del Atlético Mineiro –y banca de la Selección Brasileña que ganó la Copa Jules Rimet en México 1970– se retiró como el segundo máximo anotador de goles de cabeza, tras el legendario húngaro Sándor Kocsis, y como el cuarto mayor goleador de la historia del fútbol brasileño.
Darío José dos Santos –que tal es su nombre “oficial” es hoy un hombre de 78 años de edad, y goza de una apacible, serena vida. Es el cuarto mayor goleador de la historia del fútbol brasileño, por detrás apenas de Pelé, Friedenreich y Romario. En el campeonato mundial México 70, jugó apenas unos pocos minutos en dos partidos, y no anotó goles. Era tremendamente difícil asegurar un puesto en un equipo que tenía a Pelé, Rivelino, Tostao, Jairzinho, Gerson, Clodoaldo y Carlos Alberto a guisa de titulares. Dadá jugó en el Campo Grande RJ, el Atlético Mineiro, el Flamengo, el Sport Recife, el Internacional, el Ponte Preta, el Paysandú, el Bahía, el Nacional AM, y el Curitiba, en una carrera que se extendió desde 1967 a 1984.
Fue una época grávida, preñada de genios futbolísticos de hondísimo calado, y su carrera se resintió por haber tenido que jugar a la sombre de tan portentoso bosque de secuoyas. Pero su historia de vida es bella: una infecta, pútrida marisma de la que brota un loto o quizás más bien un nenúfar de inmaculada blancura y aroma arrobador. Son pequeñas maravillas que la vida nos regala de vez en cuando.
Ahí la tienen. Es una bella historia. Pero no puedo proponerla como paradigma, no puedo decir: “sí, conviene ser miserable y además dedicarse a la delincuencia, para hacerse encarcelar, y toparse en el presidio a una paternal figura –suerte de abate Faria– que va a enrumbarnos por la senda del bien y del éxito deportivo”. No, no puedo “recomendar” tal cosa.
El fútbol –el deporte en general– cuenta con un nutrido repertorio de heart warming stories de este jaez. A lo sumo, demuestran que, muy ocasionalmente, una hermosa flor puede brotar en medio del más pestilente pantano. Un pantano que, por lo demás, no es un hábitat saludable para el ser humano, y del cual conviene por todos los medios alejarse.