Jacques Sagot, pianista y escritor.
Bueno, la derrota ha sido inobjetable. El gran Beethoven perdió su combate personal contra el covid-19. En todas las grandes ciudades del mundo se habían programado festivales, conciertos al aire libre, conferencias, ejecuciones de sus nueve sinfonías y de sus conciertos para piano… y una miserable alimaña bastó para que los festejos de los doscientos cincuenta años del nacimiento del coloso de Bonn fuesen abortados.
Ya en 1976 la Orquesta Sinfónica Nacional había presentado los cinco conciertos para piano, tocados en dos noches sucesivas por el pianista Malcolm Frager, acompañado por Gerald Brown. El Primero, Segundo y Tercero el 12 de agosto de 1976, el Cuarto y Quinto el día siguiente. Fue una proeza, y una efeméride musical que recuerdo con honda conmoción. Y en 1993 el maestro Hoffman ofreció, a lo largo de los doce conciertos de temporada, la integral de las nueve sinfonías. El maestro había efectuado este tour de force en tres ocasiones, con diferentes orquestas. ¡Ah, cuánto echo de menos al viejo, las extensas conversaciones sobre todos los temas que tuve con él en sus últimos años! Eran pláticas que bien podían durar cinco horas, y no perdían su frescura y ritmo vertiginoso.
Pero el objetivo de esta nota es aludir a otro tema. Stokowsky dijo alguna vez que Beethoven nunca había escrito una nota de música incorrecta. Cierto, cierto… salvo por el día nefasto en que decidió “charralearse” con una pieza que él mismo calificaba de “estupidez”. Me refiero a la obra sinfónica La victoria de Wellington, también conocida como La batalla de Vitoria, por haber tenido lugar en esta zona del país vasco. Es una pieza descriptiva. De hecho, lo es hasta la exasperación. Es la única pieza mala que Beethoven firmó, la única mancha en su imponente opera omnia.
La pieza recrea la batalla que tuvo lugar el 23 de junio, cuando chocaron las armadas de José Napoleón, príncipe de Nápoles y Sicilia, y rey de España –hermano del célebre corso–contra una armada que amalgamaba soldados ingleses, portugueses y españoles, dirigidos por el marqués (posteriormente duque) de Wellington, sir Arthur Wellesley. Las fuerzas aliadas reclutaron 81 000 hombres, contra los 61 mil de Napoleón, ya vapuleado en la catastrófica invasión de Rusia, donde el cruento invierno siberiano (más que los soldados rusos) le infligió una desmoralizante paliza. La batalla de Vitoria duró dos días, y se cobró un total de 11 000 muertos. Napoleón volvió a probar el agrio limón de la derrota.
Beethoven había sido bonapartista ferviente hasta que este se autoproclamara emperador el 8 de diciembre de 1804. Bien conocido es el hecho de que el compositor cambió la dedicatoria de la Sinfonía Heroica, que le estaba destinada. “No es más que un hombre vulgar: ahora se dedicará a pisotear los derechos de los ciudadanos y se convertirá en un déspota”–dijo, mientras desgarraba la portada de la partitura–. Y cuando se enteró de la muerte de Napoleón en Longwood, el 5 de mayo de 1821, se limitó a decir: “Bueno, de todas formas ya yo le había escrito su marcha fúnebre” –y se refería por supuesto a la monumental Marcha Fúnebre de la Sinfonía Heroica–.
La victoria de Wellington, obra celebratoria de la derrota napoleónica, fue estrenada el 8 de diciembre de 1813. La pieza comienza con fanfarrias y redobles de tambores que se aproximan: oímos la canción “Mambrú se fue a la guerra” simbolizando a los franceses, y “Rule Britannia” y “God save the Queen”, emblematizando a los ingleses. Interesante efecto antifonal, o “estereofónico” –so to speak– de Beethoven. Después se desata el pandemónium. Una confusa, caótica, estrepitosa cacofonía que representa la batalla. Todo es desprolijo, convencional, anodinamente descriptivo… apenas para halagar a la “galería de sol” del Theater an der Wien, donde fue estrenada.
Johann Nempomuk Mälzel, inventor pasablemente chiflado (ya había fabricado el metrónomo, instrumento de práctica para los músicos: fue su único adminículo memorable) creó un alicrejo llamado panharmonicum, que imitaba el sonido en una orquesta de vientos.
También se las ingenió para inventar un instrumento que imitaba el fragor de mosquetes y cañones. Las ganancias del concierto fueron donadas a los soldados austríacos y bávaros heridos en la batalla de Hanau. Beethoven no creía en lo absoluto en el mérito pedagógico del metrónomo. De él dijo: “cualquier músico que tenga una molécula de talento puede prescindir de ese armatoste”.
La victoria de Wellington constituye, junto a la siempre eficaz e impactante Obertura 1812 de Chaikovski, y el subestimado poema sinfónico La batalla de los hunos de Liszt, el tríptico bélico más célebre de la historia de la música.
Pues amigos, amigas, ¿han ustedes de creer que este mamarracho, la única obra peor que mediocre–atroz–firmada por Beethoven, fue la pieza más popular y rentable de su carrera? ¡Por sí sola generó más ingresos que las nueve magistrales sinfonías y los cinco conciertos para piano! La gente se enardeció con el barullo infernal de los mosquetes, y de ahí en adelante, fue la euforia generalizada. El éxito fue tal, que la pieza se repitió en dos posteriores conciertos. Rescatemos el himno victorioso y la fuga final, que no carecen de nobleza y cierto aliento épico. Esas páginas ciertamente merecen nuestro respeto. Por lo que a la batalla atañe, es una tremolina sin ton ni son. Un irredimible desastre. Un galimatías sonoro. En realidad, da vergüenza ajena escucharla. Solo cuando fue concesivo con su rudimentaria audiencia pudo Beethoven usufructuar plenamente de sus obras. Así es la vida… y puedo garantizarles que se ha hecho peor en nuestros días.
La basura es inmensamente rentable. Lo excelso no califica dentro de esa descomunal imbecilidad que hoy en día se conoce como “economía naranja”, esto es, el prurito según el cual la cultura siempre tiene que generar grandes ingresos. ¿Desde cuándo? Como decía Machado: “Todo necio confunde valor y precio”. Si así son las cosas, pues no volvamos jamás a oír los cuartetos de Beethoven y de Bartók. Limitémonos a presentar en el Teatro Nacional a Bad Bunny.
Aún más: instalemos un karaoke en el vestíbulo. Que el café se convierta en un “jardín cevichero” y “balcón chicharronero”. Defenestremos las estatuas de Beethoven y Cervantes de la fachada, y sustituyámoslas por unas de Shakira y Piqué. Implementemos en el foyer una discomóvil y vendamos chifrijos galore. Acondicionemos algunos palcos para que puedan operar como habitáculos de burdel, donde la gente pueda ir a aliviar sus urgencias sexuales: ¡será rentabilísimo! Contratemos a Porcionzón y al “Chunche” Montero para que se desempeñen como acomodadores, teloneros, luminotécnicos y utileros. Pongamos a Melissa Mora en tanga a guisa de jefa de escena. Organicemos tómbolas, ferias patronales, y “toros a la tica”en el patio de lunetas, evacuando de la plataforma las sillas. Y por supuesto, pongamos a todo un destacamento de “rumberitas” a mover sus siliconadas nalguitas en el paseo de los artistas: ¡eso hará más rentable nuestra cultura!
Yo, pianista que ha entrado al escenario del Teatro Nacional 97 veces en mi vida, siempre ofreciendo espectáculos por decir lo menos decorosos, muchas veces memorables, ya no puedo tocar en el venerable coliseo. ¿La razón? Que no soy rentable, y no puedo pagar los 5 000 dólares que Karina Salguero cobra por el alquiler de la sala principal. ¡Cielos santo, señores y señoras: los más prestigiosos, acústicamente eficientes e históricamente consagrados escenarios de París –la Sala Pleyel, la Sala Gaveau, el Teatro de los Campos Elíseos, la Ópera Garnier, la Ópera Bastille, el Châtelet y la Sala I de la UNESCO– cobran todos la misma tarifa: 3 000 euros!
¿Cómo es posible que en nuestro cafetal abyecto una burócrata importantizada se permita castigar a los artistas locales con 5 000 dólares de alquiler? ¿Por quién se toma? ¿Qué clase de escenario cree que tiene bajo su custodia? ¿Qué artista local puede desembolsar esa suma para tocar en el Teatro Nacional? Así que he sido excluido, fumigado y exiliado de ese escenario. Tal como lo oyen.
Costa Rica: madrastra más que madre. Especialmente con sus artistas. Siempre lo fue, y lo es ahora más que nunca (¿no es cierto, Yolanda Oreamuno, Eunice Odio, Melico Salazar, Francisco Zúñiga, Carmen Lyra, Zelmira Segreda, Rocío Sanz, Alfredo Cardona, Íride Martínez, Jiménez Deredia?) La vasta mayoría de los costarricenses ni siquiera conocen estos nombres. ¡Pero no nos indignemos por ello: como contraparte, son capaces de decir cuántas veces y de cuántos colores se ha teñido el pelo Keylor Navas a lo largo de su glamorosa carrera! ¡Divi, divi, divino!
Permítanme terminar esta tragicómica y cruelmente irónica historia citando un poema en prosa de Baudelaire, tomado de El spleen de París. Se titula “El perro y el frasco”.
“Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad. Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera. ¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos bien escogidos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida”.
Así que en la dilatada carrera de Beethoven (treinta años en Viena), su pieza más aplaudida, su greatest hit, su number one en el hit parade, fue, justa y precisamente, la más mediocre y vulgar de sus producciones. Se podría escribir un libro entero, sobre este tema. Hay que sugerirle a Karina que en lo sucesivo la Orquesta Sinfónica Nacional se limite a programar esta pieza, y descarte para siempre el resto de la himaláyica obra beethoveniana. Dentro de la “filosofía” de la “economía naranja”, hay que darle al público “excrementos bien escogidos” y abstenerse de proveerle alimento nutritivo. Tratar, en suma, al público, como un perro. El sarnoso, miserable y vil perro de Baudelaire. Lo dijo todo, este gran poeta. Lo pensó todo. Lo visualizó todo. Lo comprendió todo. Su alegoría de “El perro y el frasco” vale por mil manifiestos.
¡Ah, cuánto echo de menos a figuras tan visionarias, generosas, cultas, refinadas y solidarias como Graciela Moreno, Samuel Rovinski o Guido Sáenz! Es una especie que se extinguió en nuestro país. Ahora tenemos ejércitos de burócratas importantizados que nada comprenden en torno al quehacer artístico, y dirigen nuestros teatros con criterio de pulperos de poblachón. Para ser más específicos, el pulpero de Paso del Chancho de Chirraca de Acosta. Sí, así es. Pensándolo bien, ¿por qué no contratamos a este digno ciudadano para que dirija nuestro Teatro Nacional? No haría peor trabajo que Karina, y rentabilizaría la cultura al máximo. Que regalen bolsitas con picaritas, tortrix, meneítos, chiclosos, chupa-chups, quesadillas, pan dulce y gelatina a los diez primeros espectadores que lleguen a cada espectáculo. ¡Brillante estrategia de mercadeo! ¡La “economía naranja”, sí, que viva la pepa, que viva el desmadre, que viva la vesania colectiva, que viva el disparate, que vivan los Scrooge, Harpagon y Volpone de nuestra sociedad: usureros y alpargateros baratos más que líderes culturales!
¡Pobre Beethoven: constatar que la peor de sus obras constituyó el más resonante de sus éxitos! ¿No sería que Karina Salguero le organizó el concierto? Mmm… vale la pena investigarlo.