Un contexto para Sherlock Holmes

Un contexto para Sherlock Holmes

Jacques Sagot, pianista y escritor.

 

Cuando era niño, tuve mi período de enamoramiento con Sherlock Holmes, el metódico deductor e inductor de Sir Arthur Conan Doyle.  Hijo literario del Chevalier Auguste Dupin, de Poe, Holmes me fascinó en primer lugar por su nombre: “Sherlock”: ¿no hay en él algo frío, maquinal, razonador?  Encarnado, en su versión definitiva, por un aristocrático Basil Rathbone, en las soberbias películas de los años cuarenta, con Nigel Bruce encargado del contrapunto de Watson.

Nunca hubo -nunca habrá- otro Sherlock Holmes sino el creado por él, con su pipa, su atuendo y su pesado acento británico.  Al lado de BélaLugosi (Drácula), Henry Daniel (una variedad de villanos), Vincent Price (perverso esteta, delicioso por su refinamiento en la maldad), y Boris Karlof (el monstruo de Frankenstein, y mil científicos “locos” abocados a la destrucción del mundo), siempre me identifiqué con los personajes animados por propósitos eran malignos.

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Desde el punto de vista literario, Sherlock Holmes se inscribe dentro del gótico victoriano, el que creó Drácula (Bram Stoker), Una vuelta de tuerca (Henry James), Doctor Jekyll y míster Hyde (Robert Louis Stevenson) y El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde).  En estas novelas el terror se inficiona de efluvios sexuales a duras penas reprimidos: el horror sublima la pulsión sexual frecuentemente homoerótica y siempre trepidante bajo las exquisitas maneras de los personajes.

Mi fascinación con los criptogramas -una de las especialidades de Holmes- procede de “El escarabajo de oro”, de Poe; y de Viaje al centro de la tierra y La jangada, de Verne.  La supremacía intelectual de los protagonistas, su capacidad para cifrar y descifrar mensajes, sus laboratorios, sus criptas, su autosuficiencia, sus universos cerrados que vivían casi únicamente en la mente… todo eso le hablaba a mi alma directamente.

Así que hubo varios años durante los cuales me creí Sherlock Holmes.  Las cosas empeoraron cuando, con motivo de mi cumpleaños, me fue regalado el atuendo del célebre detective, con su pipa, su sombrero, su bastón, su doble capa de cuadritos, y hasta un monóculo.  Mi hermano, por supuesto, se vio relegado al papel del bonachón y sanchopancesco Watson.  El sabueso de los Baskerville, Estudio en escarlata, El signo delos cuatro entre sus novelas, y los relatos “La liga de los pelirrojos”, y “El problema final” (en el cual Holmes enfrenta a su archienemigo, el doctor Moriarty -¡qué gran nombre: en él tenemos “moira”, “morir”, y varios derivados de “muerte”!-) me produjeron una especie de enamoramiento del personaje en cuestión.

Toda esta literatura desarrolló en mí una tendencia a observar la vida con analítica suspicacia.  “Leía” -sigo “leyendo”- el mundo según un método que en mucho es deductivo, más específicamente holmesiano: reparo en detalles que a la mayoría de la gente pasarían inadvertidos, establezco relaciones, obtengo conclusiones…  Si las gentes supiesen a qué punto las estudio, se sentirían muy incómodas en mi presencia.  Suelo guardarme mis pensamientos, pero algo debe haber en mi cara que me delata: estoy observando, observando, observando… y ellos lo sienten.

Ocasionalmente dejo salir algún comentario que pareciese particularmente acertado: no lo es: se trata simplemente de mi facultad de observación.  En lo esencial, podría decirse que siempre que guardo silencio en medio de una conversación, estoy deconstruyendo la fascinante maquinaria de la conducta humana.  Eso hubiera podido, supongo, haber hecho de mi un buen novelista, un dramaturgo, o siquiera un psicólogo de mérito.  Acaso un escritor de novelas policiales.  Pero siempre estuve demasiado interesado en mí mismo como para considerar tales opciones.  Pensé demasiado, cuando era un niño (la enfermedad suele conducirnos a eso), sigo pensando más de la cuenta, “leo” aun lo que no existe, no puedo concebir el mundo si no es como cifra, otro tanto hago con la literatura… y solo amo aquellas cosas que no logro ni nunca lograré descifrar: el amor, la mujer, la muerte, la música y la poesía.  No hay Sherlock Holmes, para ellas.  Y el día en que lo hubiera dejaría de amarlas.

Quién es Sherlock Holmes

La novela policial es hija del siglo del positivismo -que, a su vez, lleva a su máxima expresión el ideario de la Aufklärung, de la Ilustración-. Se fundamenta siempre en la misma premisa: hay una verdad -una sola-, y esta puede ser develada a través de la razón.  “La realidad es racional” -postula Hegel-.  Por lo tanto, racionalmente descifrable.  Todo se apoya en el principio “de razón suficiente”, en el principio “de inercia”: un cuerpo no cambiará de dirección ni de velocidad si no es al entrar en contacto con otro cuerpo que modifique su curso.  Nada sucede en el mundo sin una razón.  En otras palabras: no hay efecto sin causa.

El detective -razonador profesional- es, esencialmente, un científico que practica un método caracterizado por el examen minucioso de los datos empíricos, por el détachement emocional, por la objetividad: se borra a sí mismo: actúa con la honestidad, con la pureza de un investigador.  No contamina la realidad de su propio pathos. Nada es para él indescifrable.  En última instancia, absolutamente todo es explicable por mor de la razón.  El cientificismo llevado al terreno de lo irracional por excelencia: el crimen, la transgresión, la demencia, la faz en sombra de la criatura humana.  Como decíamos, Poe creó el modelo: es el padre de un linaje distinguidísimo: Sherlock Holmes de Conan Doyle; Hércules Poirot y Miss Marple de Agatha Christie; el Inspector Maigret de Georges Simenon; Sam Spade de DashielHammett; y Philip Marlowe de Raymond Chandler (no resistiré la tentación de mencionar a un desteñido personaje llamado César Coupatou -el nombre de su progenitor me escapa-, que se divertía resolviendo los casos a través de la matemática pura).  Ninguno de ellos sería siquiera concebible sin Auguste Dupin.

El detective no es, en estos casos, un hombre “de acción”, no vale por su músculo o su tecnología, tal el caso de James Bond.  Es una persona caracterizada por su sobredotación intelectual.  Abocada, generalmente, a resolver un “whodunit”: ¿quién lo hizo, quién es el culpable?  Revelación que nos es concedida, al estilo de Poirot, en un corro final donde son reunidos por vez postrera todos los personajes, y el detective procede, de manera clínica, rigurosa, pausada, circunspecta -siempre disociado emocionalmente del drama- a reconstruir el decurso de su razonamiento.

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Ninguno, empero, tiene la distinción, el encanto, la aristocracia espiritual, y las peculiarísimas idiosyncracies de nuestro amigo Sherlock Holmes.

Era un hombre de vasta cultura, no meramente un individuo informado -es lo primero que debemos decir-.  Dominaba la botánica.  Lo sabía todo sobre la belladona, el opio y los venenos en general: era capaz de determinar el lugar de cultivo de la planta, día y tiempo de consumo, estudiando una colilla de cigarro.  Podía haber hecho las veces de profesor de geología.  Distinguía con un vistazo las diferentes clases de tierras.  Después de sus paseos por Londres podía, debido al color y la consistencia, definir de qué parte de la ciudad era cada una de las manchas de barro en su pantalón.  Conocía la química inextenso.[1]  Al punto de poder determinar la presencia de un veneno letal introducido en un tubo de pasta de dientes.  Sabía de anatomía: por el mayor grado de desgaste en un lado de la punta de un bastón determinaba exactamente el tipo de renquera que su usuario padecía.

Sus conocimientos de la literatura sensacionalista son enciclopédicos.  Había estudiado con detalle todos los crímenes perpetrados en el siglo XIX.  Era un hombre de bien cultivada sensibilidad estética: tocaba el violín de manera más que proficiente.  Aunque no era su fuerte, dominaba varias técnicas de combate.  Era experto boxeador y esgrimista de palo y espada.  Además, en el cuento “La aventura de lacasa deshabitada”, de 1901, Conan Doyle menciona su familiaridad con el bartitsu, arte marcial ecléctico enfocado en la defensa personal, muy en boga en Inglaterra a finales del siglo XIX.  Y no era ciertamente ajeno a la buena literatura: en El signo de los cuatro cita a Goethe, La Rochefoucauld, y Jean-Paul Richter (el escritor predilecto de Schumann).  Por otra parte, su gusto por la astronomía nos revela en él su faceta poética (ningún hombre que se pase la vida contemplando el firmamento puede ser otra cosa que un poeta y, esencialmente, un melancólico: esto es axiomático).  En “El ritual de los Musgrave Holmes habla de “la ecuación personal”, término frecuente entre los astrónomos de la época; en “La aventura de los planos de Bruce-Partington” Watson reporta que Holmes era autor de una monografía sobre los complejos motetes polifónicos de Orlando di Lasso.  Un trabajo de esta índole demandaría sustanciales conocimientos musicológicos.

Es notable, además, su gusto por la polifonía -el seguimiento de la conducta de diversas líneas melódicas simultáneas-: ¿no es tal tipo de indagación, por su naturaleza misma, detectivesca?  También adoraba la música de Wagner.  Sabía latín y griego.  Sentía fascinación por los criptogramas (rasgo perfectamente coherente con su expertease[2] en Di Lasso).  Movilizaba sus conocimientos de química analítica, toxicología, balística y medicina forense para resolver sus casos.  Siempre que podía, sacaba a relucir sus conocimientos astronómicos: compara la visita que les hace Mycroft Holmes al 221B de Baker Street con “un planeta abandonando su órbita”; y en “El intérprete griego diserta sobre “las causas de los cambios en laoblicuidad de la Eclíptica”.  ¿Sería capaz de otro tanto cualquier detectivillo o agente policial hollywoodense?  En muchos aspectos, Sherlock fue un hijo de Comte y, antes que él, de la Aufklärung.

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Jamás olvidaré el pesar, la consternación, el sentimiento de disbelief que me produjo la “muerte” de mi héroe a manos de su némesis, el doctor Moriarty, en las cataratas de Richenbach, Suiza (“El problema final”).  Simplemente, no pude aceptarlo.  Era yo un niño: no se me podía pedir resignación.  Mi Papá detectó la depresión en que estaba sumido, y no sé cómo, logró averiguar que Conan Doyle “resucita” a su detective -a petición de miles de lectores tan desolados como yo- con una serie de cuentos de 1903 titulada La reaparición de Sherlock Holmes.  Esto me pacificó.

En cierto modo, Sherlock Holmes pasó a habitarme, a constituirme.  En mi corazón hay una provincia que solo a él pertenece.  Sigue intacta.  Como personaje, es muy superior a Auguste Dupin, aunque en tanto que literatura, “La carta robada”, “El escarabajo de oro”, “El misterio de Marie Rogêt” y “Los crímenes de la calle Morgue” estén muy por encima de cualquier cosa que escribiera Conan Doyle.  Hay salud, en Sherlock Holmes.  Excentricidad, sin duda, pero salud.  Otro tanto no puede ser dicho del Chevalier Dupin.  En su caso, los más fríos, objetivos, analíticos métodos de razonamiento están aplicados a la dilucidación de situaciones absolutamente monstruosas.  Es la razón tratando de domeñar demonios reacios a las bridas y el bozal.  Poe bajando, linterna en mano, en los abismos subconscientes del ser humano, tratando de proyectar algo de luz en el sótano de nuestra mente: Dupin es un ajedrecista que mueve sus piezas, imperturbable, entre cúmulos de cadáveres desmembrados (“Los crímenes de la calle Morgue», “El misterio de Marie Rogêt”).

Los Crímenes de la calle Morgue

El cientificismo del análisis contrasta brutalmente con la atrocidad de los hechos analizados.  El geómetra que opone la “salud” de sus métodos de medición al sordo, inconfesable deleite que le produce la contemplación de los cuerpos destrenzados que examina.  Como si la razón supiese, en última instancia, que está luchando contra sí misma, contra su faz en sombra: Doctor Jekyll y Mr. Hyde.  Ante la amenaza de la demencia, Poe convoca todos sus poderes analíticos: la parte de su ser que juzgaba sana.  Hay algo profundamente patético, desgarrador, en su gestión.  Más que un detective, Dupin es un exorcista -o un exorcismo, si así lo prefieren-: Poe conjurando todo cuanto en él había de mórbido y perverso (su regodeo en la descripción de los cadáveres, su sadismo son evidentes) a través de la razón.  Por poco podría decirse de Dupin lo mismo que Nerval dice de su experiencia poética: “Una aventura a la que nunca faltó razonamiento, aun cuando haya siempre carecido de razón”.  Sherlock Holmes no era un ser abisal: en él casi todo es luz.  La luz del método deductivo.  Como Poirot, Miss Marple, Maigret, Spade y Marlowe, es un hombre sin cavernas.  Dupin, en cambio, es el emblema de una escisión profunda, dolorosa: la razón por un lado, el abigarramiento y el horror de la pesadilla por el otro.  Levanta edificios racionales perfectamente equilibrados… sobre arenas movedizas.

Recapitulo y resumo lo que considero más significativo sobre el buen Sherlock y las premisas de la novela policial.  Procederé escueta y enumerativamente.

 

1 Solo hay una verdad.

 

2 Esta verdad no será revelada (tal el caso de los divinos alucinados del Medioevo), sino obtenida -extorsionada- a la realidad.

 

3 Para ello existe un método.

 

4 El método en cuestión es infalible.

 

5 La verdad se rastrea, reconstruye, deduce o induce, y aunque ofrezca resistencia, es siempre reductible al análisis.

 

6 El prohombre, la mente privilegiada capaz de desembozarla (un fenómeno de sobredotación intelectual) será, por principio, un científico (un detective o investigador que movilizará el instrumental de la ciencia).

 

7 La criminología guiará al detective en su periplo hacia la verdad.  Auguste Dupin, Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Jane Marple, Jules Maigret, César Coupatou, el teniente Columbo, y Jessica Fletcher (“La reportera del crimen”), son todos, progenie de Auguste Comte.  Añadiré un rasgo que me parece digno de especial atención: en su metodología concilian, de manera que no lograron jamás los filósofos, el empirismo y el racionalismo.  Son Hume y Locke, al tiempo que Kant y Hegel.  Las pruebas físicas del crimen van de la mano del razonamiento abstracto.  Tal sea, quizás, su mayor mérito.  La novela policial de los siglos XIX y XX sustenta un vínculo sistémico y solidario con el auge del cientificismo positivista.

Quién es Sherlock Holmes

Pero no nos engañemos: la verdad -que ya no es revelada y reveladora sino arrancada al mundo mediante el método científico, inherentemente violento- no está al alcance de cualquiera de nosotros, ni siquiera de un hombre o mujer relativamente cultos.  Solo seres iluminados, inspirados, esclarecidos pueden desentrañarla, y ello armados de conocimientos de todas las disciplinas que ya hemos mencionado.  Son los científicos en su específico avatar de detectives.  Auguste Dupin y Sherlock Holmes son investigadores en posesión de un arsenal epistemológico y cognitivo absolutamente fuera de serie.  Iniciados en una serie de campos del saber sobre los cuales nosotros, profanos, lo ignoramos todo.  Son la extrapolación, al terreno literario, de Descartes, Comte y su fetiche cientificista.

Y eso es lo que puedo decir sobre mi amado Sherlock Holmes, héroe siempre reverdecido de mi infancia, figura que veneraba por la misma razón que me llevaba a admirar a Ciro Smith en La isla misteriosa, Phileas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días, o el Capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne.  Era la misma fascinación que sobre mí ejercían las inteligencias superiores: mi devoción por Tahl, Petrosian, Fischer, Karpov y Kasparov.  Mi extraña, inusitada, incomprensible vida.

 

[1] Con propiedad.

[2] Especialización.

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