Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Siempre es grato hablar sobre la amistad, el más potente, sólido y noble subtipo del amor. Oscar Arias no es mi amigo: es el amigo de mi alma, que es el componente más verdadero de mi ser. Lo quiero profundamente. Es cosa que debo decir, que debo proclamar, que debo hacer oír hasta en los más remotos rincones del planeta. Me llena de orgullo y satisfacción hacérselo saber a todo mi país.
A Oscar Arias lo adora muchísima gente en el mundo entero. Y sí, hay también personas que no lo quieren. ¿Cómo podría haber sido de otra manera? Un hombre con un legado tan monumental solo puede generar torrentes de admiradores y de malquerentes. Es inevitable. Una condición binaria y ambivalente propia de todo ser humano que ha dejado huella en la historia. Y la de Oscar es honda, vasta, profunda como el cráter de impacto de un monumental aerolito sobre la piel del planeta.
Pero hay dos Oscar Arias. El primero es el “oficial”, el “público”, el “histórico”. El dos veces presidente de la República, laureado con el Premio Nobel de la Paz, las medallas Martin Luther King, Madre Teresa de Calcuta, Albert Schweitzer, Príncipe de Asturias y noventa y tres doctorados honoris causa. El hombre que logró la aprobación del tratado para la regulación del comercio de armas en el mundo entero, el más resonante triunfo diplomático en la historia de nuestro país. El prócer, la leyenda viviente, el más universal de los costarricenses.
Pero poquísimas personas conocen al otro Oscar Arias, el discreto, el que hace el bien sottovoce, mediante incontables acciones que hablan de su generosidad, de la calidad de su madera humana, de su capacidad de empatía, en suma, de su bondad. Porque mi amigo es un hombre bueno, así de simple, así de complejo. Conozco docenas de historias de su vida que prueban este aserto. De hecho, acaricio la idea de escribir un libro narrando todas estas experiencias: en conjunto, trazan un mapa perfecto del hemisferio humano privado, íntimo, casi secreto, de Oscar Arias.
Un día cualquiera acompaña a la tienda Juan Bansbach a un muchacho que quería aprender a tocar guitarra y le obsequia el instrumento. “Juan Bansbach debería ser declarada patrimonio nacional” -bromea el presidente (y creo que tiene razón)-.
Otro día llega al aeropuerto Juan Santamaría después de una extenuante serie de viajes alrededor del mundo, y tan pronto pone pie en tierra, le comunican que en un pueblito de Alajuela las lluvias torrenciales han dejado sin techo a varios residentes. De inmediato, sin siquiera ir a su casa a dejar las maletas, pide que lo lleven e la comunidad. Al constatar la magnitud del dolor de los damnificados, se dirige a la capital a comprarles tiendas de campaña, frazadas, ropa seca, colchones, camas, hornillas y víveres a fin de hacer su tragedia un poco más llevadera. Todo ello lo hizo con sus propios recursos. Más tarde el gobierno daría seguimiento solidario a las víctimas de esta calamidad.
Y luego, en otra oportunidad, hace un viaje a Haití, se entera de que los niños a la salida del aeropuerto siempre se abalanzan sobre los recién llegados para pedir dólares, y Oscar dispone llevar una gran cantidad de dinero en pequeñas designaciones para poder aliviar el apremio de los niños mendicantes.
Podría seguir narrando historias que ponen al desnudo un corazón lleno de benevolencia, de caridad, de compasión, de solidaridad… ¡Cielo santo: son virtudes inmensas, las más hermosas que sea dable concebir! Sí, podría llenar un libro de doscientas páginas relatando historias de este jaez, cada una más bella que la anterior.
Hoy veo cómo politiquillos que no merecen amararle los zapatos lo denuestan, lo insultan, lo basurean sin misericordia. Criaturas liliputienses, pigmeos del espíritu, agresores profesionales, gentecilla grisácea y mezquina. Añadamos a todo esto la envidia, que es la única forma en que los mediocres saben admirar (sí, amigos y amigas: también la envidia es una forma pervertida de la admiración: hemos de tratar de comprender a quienes la padecen). Y me duele, ya lo creo que me duele, ver al gigante encajar estas infamias en silencio, sereno, luminoso, resignado a este infame subproducto de su celebridad, de su éxito, de su grandeza.
Si jamás hubiese hecho nada siquiera pasablemente provechoso por el mundo a buen seguro nadie lo estaría apedreando. Sería una persona por completo négligeable, alguien que no dejó trazas de su paso por el mundo. Como Pablo Neruda, Oscar puede con pleno derecho decir: “Confieso que he vivido”. Una vida grande, en Mi bemol Mayor, compás de 4/4 y fortissimo.
Por lo demás, sus vejadores son especies aborrecibles y viscosas del zoológico político nacional: dragones de Komodo, monstruos de Gila, demonios de Tasmania, salamandras, hienas, cucarachas… Como en el retablo célebre de Grünewald, vemos a San Antonio acosado por los peores engendros, criaturas de pesadilla, bichos indeterminables, abortos del infierno, monstruencos escamosos y rastreros. Realmente, Oscar merecía enemigos de mayor calado, mentes de postín, no enfermos mentales que vomitan y regurgitan cien veces al día su propia bilis.
Es difícil establecer cuál es la mayor virtud de Oscar. Fútil pasatiempo, quizás. Pero si me obligasen a mencionar una sola, pistola al pecho, diría que la generosidad es su más preciada cualidad. No hablo únicamente de la generosidad material, sino de la generosidad con su tiempo, con su sabiduría, con su consejo, con su atención, con su cariño, que prodiga en cantaradas a todo aquel que se lo merece. Cuando Oscar da, da lo mejor de su vida: su “tiempo en flor” (Machado). No solo quiere (el verbo “querer” es posesivo), sino que ama (el verbo “amar” es dativo). La dación es su gran fuente de vida y de felicidad. Es el verbo que lo define y tipifica. Da a manos llenas, da gozosamente, da porque en ello le va ni más ni menos que la vida. Jamás conoció la avaricia ni la mezquindad. Para él, vivir es un ejercicio de permanente dación.
La amistad de Oscar es uno de mis mayores títulos de gloria. Ha sido una bendición (en el sentido rigurosamente teológico de la palabra), tenerlo como amigo. Una de las cosas más bellas que me han acontecido. Él lo sabe: se lo he dicho muchas veces. Pero creo que hay virtudes, vínculos, cariños tan profundos y tan bellos, que bien merecen ser declarados públicamente. ¿Por jactancia? No. Porque al mundo le está haciendo falta desesperadamente el afecto, el amor, la amistad, y cuando se ha tenido el privilegio de gozar de esos bienes, es preciso dejar testimonio de ellos. Mal ser humano sería si no lo hiciese.
¡Gracias Oscar, por haber hecho mi vida más bella, más plena, más digna! ¡Quiera Dios darte muchos años más de sabiduría, paz, reflexión y amor, en compañía de Suzanne y de todos los seres que forman parte de tu ámbito sacro, de tu círculo íntimo del afecto, de ese jardín que el tiempo llena de fragancias y colores para los espíritus nobles y buenos!
Querido Jacques:
Me llena de orgullo y alegría saber que formo parte del ejército de admiradores de don Oscar Arias, amigo de muchos años, a quien le he dedicado valiosos momentos de trabajo y esfuerzo con los que colaboré en sus momentos más brillantes, en los peldaños importantes hacia ese pedestal de honor que pocos alcanzan en la vida. Me uno con regocijo a tu sentir y aprovecho para enviarle a Oscar mi respeto y admiración de siempre.
Rodrigo Maffioli Navas
Me identifico con este comentario del doctor Jacques Sagot. Jamás por razones politico partidistas, voy a dejar de reconocer méritos a alguien.
Mi respeto para este honorable hombre.
Yo admiro y siempre admirare a don Oscar .
Digan lo q digan nunca voy a dejar de reconocer
Sus méritos q por sierto son muchos
Como bien lo menciona el doctor Jacques Sagod una leyenda , una persona digna de admiración y respeto , por todo lo hecho .
Espectacular nota de un grande de la pluma para uno. de los políticos más emblemáticos de la historia del país. Aplausos!!
El que tiene un Amigo del Alma, tiene un gran tesoro. Que el Señor les siga bendiciendo con esa gran amistad. Los admiro a los dos.