Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Son espacios llenos de mitología, cuajados de leyendas que establecen un vínculo real, tangible con el pasado. Los cafés parisinos no solo tienen su historia: fueron fragua de la historia misma. Internémonos por las callejas de París o recorramos sus vastos bulevares, para ver qué encontramos.
UN CAFÉ BIEN VALE UNA REVOLUCIÓN
En 1686, apenas veinte años después de la introducción del café en Francia, un italiano de Palermo llamado Francesco Procopio da Gotelli funda la primera brasserie de París: el “Procopio”. Por aquella época el café era un insólito elixir, placer exclusivo de la aristocracia. No sería sino cien años más tarde que la clase media y el proletariado tendrían acceso a la bebida en cuestión.
En 1788 París es un Krakatoa político a punto de reventar. En el café “Procopio” incuba la revolución. Sus habitués: Voltaire, d´Alembert, Diderot, Rousseau, Danton, Robespierre, Benjamin Franklin, Guillotin (el siniestro inventor de la guillotina que entre 1789 y 1794 haría rodar miles de cabezas), y Marat, editor del periódico El amigo del pueblo, apuñalado en su tina de baño en plena era del terror (los periódicos de circulación masiva fueron creados por Luis XIV, el “Rey Sol”, quien a la sazón ignoraba el tremendo catalizador democrático y revolucionario en que pronto se convertirían). Voltaire era tan asiduo frecuentador del “Procopio” que hasta instaló su despacho entre las escaleras y la entrada a los comedores: su espacio permanece intacto hasta la fecha. La dirección: Sexto distrito, 12 de la Rue de l´AncienneComédie (la legendaria Comedia Francesa había sido creada precisamente un año antes de la fundación del café, y quedaba a unas pocas casas de distancia, lo cual convertía el lugar, además, en cónclave de los mejores actores de Francia).
Entre tazas de café se fragua la Revolución. Inscritas en las paredes del café (hasta hace poco atendido todavía por mozos con guantes blancos, bandejas de plata y pelucas empolvadas) se conservan las frases célebres de Rousseau y Voltaire -quienes no se querían para nada, pero terminaron ambos fungiendo como poderosos detonadores revolucionarios-. Denis Diderot esboza en el “Procopio” ni más ni menos que la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, el primer intento de sistematización del saber universal de la modernidad.
Se leen edictos, promulgas, libelos, se entonan cantos revolucionarios, los improvisados oradores compiten entre sí en elocuencia y capacidad pulmonar, arengas, debates, vociferación del pueblo que ve ya rodar las cabezas de los opresores. Cultura oral al tiempo que literaria. Franklin edita la Constitución de los Estados Unidos en su mesa habitual: primera a la izquierda, segundo piso. Nace el verbo “politiquear” (politiquer), tan caro a los costarricenses. El pobre de Luis XVI intuye que algo anda mal, y manda espías contrarrevolucionarios a ver qué pasa en aquellos cenáculos. La canalla insulta a María Antonieta, llamándola “La Reina Autri-chienne”, esto es, la “Reina austro-perra” (autrichiennees el gentilicio francés femenino para designar a los súbditos de Austria).
El “Procopio” es el modelo mismo de lo que el filósofo Jürgen Habermas llamaría “la vibrante esfera pública del proletariado”. Y advino la Revolución, y el pueblo quedó a fin de cuentas burlado, y Napoleón tomó el poder en 1799 para acallar la subterránea voz de los cafés (en 1780, en el área del Palais Royal, se contaban ya veinticinco cafés “revolucionarios”, entre ellos el “Foy”, el “Mil Colonnes”, “l´Italien”, “La Régence”… todos convertidos luego en aburguesados espacios de inocua tertulia).
LA PRESENCIA-AUSENCIA DE HENRY MILLER
En la noche de año nuevo de 1931 Henry Miller llega al Café “La Coupole”, 102 Boulevard Montparnasse. El escritor trae consigo sus propias tormentas: apenas ha bajado del taxi un carro embiste el vehículo y por el aire vuelan los vidrios que, un segundo antes, lo hubieran a buen seguro matado. Tal fue la entrada triunfal de Miller en el que en lo sucesivo sería su café “de adopción”.
Es el año de Trópico de Cáncer, y el escritor literalmente mendiga su diario almuerzo, ensayando entre los presentes los gestos más patéticos de que era capaz a fin de obtener algún mendrugo. Un buen día se le ocurre una idea brillante: escribir a doce amigos pidiéndoles una invitación diaria a cenar, según un sistema “de rotación”, de manera que siempre tuviera al menos una comida caliente al día. El método funciona… por algún tiempo. Su situación se estabiliza cuando llega Lawrence Durrel y conoce a la fascinante Anaïs Nin. “Los tres mosqueteros” -como solían llamarse- se reúnen todas las tardes en la terraza de “la Coupole” a jugar ajedrez… y luego otras cosas. Anaïs Nin es la escritora de literatura erótica más incendiaria que jamás viviera. Deja a sus colegas varones y mujeres relegados al lugar de pacatos frailecillos de provincia. Sus padres fueron el compositor y pianista cubano de ascendencia española Joaquín Nin, y la cantante cubana de orígenes francés y danés Rosa Culmell, casados en 1902. Las 35 000 páginas de su Diario revientan de erotismo a un tiempo barbárico y refinadísimo. Fred Ward y María de Medeiros encarnaron la tectónica relación de Henry Miller y Anaïs Nin en la película Henry and June (Philip Kaufman, 1990).
Fundado en 1927, el café ostenta su espléndida arquitectura “art déco”, con treinta y tres columnas internas adornadas por pinturas de discípulos de Matisse y Léger. Chagall, Picasso y Dalí se cuentan entre las notabilidades que con frecuencia lo visitarían. La magia está todavía ahí, presente, casi palpable. El fantasma del pasado, más real a veces que el presente.
TRES ENAMORADOS PISTOLETAZOS
“La Closerie des Lilas” adyace a los jardines de Luxemburgo. Terraza al aire libre, un soto siempre verde aislándolo de la calle, y mesitas carmesí (para recordar el cálido ambiente casero) con superficies de mármol. En sus manteles, las firmas de sus más notorios clientes: Picasso, Apollinaire, Cocteau, Dalí, Camus, Buñuel, Colette, Jean Marais, Jeanne Moreau, Hemingway, Cortázar…
Una noche cualquiera de 1904 llega el -por decir lo menos- caótico y turbulento Alfred Jarry, joven poeta y dramaturgo, alumno ni más ni menos que de Henri Bergson. Famoso desde los quince años por su obra de teatro Ubú Rey (sensacional parodia de Macbeth y precursora del teatro “del absurdo”). Una bella, enigmática desconocida llama su atención. Se muere de ganas de abordarla. No sabe cómo. Duda, toma impulso, se detiene, agoniza… Por fin opta por el método de flirteo menos ortodoxo jamás imaginado. Avanza hacia ella, se saca de la bolsa un revólver, le dispara tres veces al espejo de la sala principal, y como si nada hubiera pasado le dice a la doncella: “Ahora sí, mademoiselle, el hielo ha sido roto. Comencemos a hablar”. Ignoro cuál fue la reacción de la dama, si salió corriendo o se quedó a conversar con él, pero desde el fondo de su instinto de mujer debe haber sentido que a un pretendiente capaz de semejantes arrestos había que tomarlo en serio.
Menos grávido de historia que el “Procopio”, menos nostálgico que “La Coupole”, “La Closerie des Lilas” tiene también su magia. Sus manteles de papel exhiben las firmas de todos los grandes artistas que pasaron por él… y son legión. Una vez más, la presencia en la ausencia, la ausencia en la presencia…
MAC DONALDS, O LA DECADENCIA DE OCCIDENTE
Sí, amigos. Ahora -y desde hace mucho tiempo- París se ha llenado de estos engendros gastronómicas llamadas Mac Donalds. Violentamente amarillas, sillas y mesas hechas para “despachar” al cliente tan pronto este ha consumido su masiva ingesta de colesterol, iluminadas como un quirófano, diseñadas para que el consumidor tenga que comer bajo la aterradora mirada del payaso “Ronald”…mejor no seguir.
Por lo que a los venerables cafés de leyenda atañe, son ahora multinacionales con filiales en Tokio, Beirut, Shanghai, México, con sus propias boutiques, sus sitios web, sus souvenirs, armadas del enorme aparato mercadotécnico que todo lo plebeyiza, que todo lo corrompe y encanalla. Hemos de abonar a los parisinos el haber tenido siquiera el buen juicio de conservar sus cafés mitológicos intactos. Eso, amigos, se llama conciencia histórica, y es precisamente lo que no tenemos en Costa Rica (¡no fuimos ni siquiera capaces de evitar la muerte de nuestro vernáculo, adorable Chelles!).
BAJO LA SOMBRA DE APOLLINAIRE
Estamos en Saint-Germain-des-près (“San Germán de los prados”). Calles pequeñas y sinuosas, y luego, por supuesto, el espléndido bulevar epónimo. En el número 172 se encuentra el Café de Flore, y la historia se hace chiquitita para caber dentro de su ámbito refinado y acogedor. Fue fundado en 1887, esto es, durante la Tercera República, era de gran pomposidad arquitectónica que el lugar, sin embargo, no refleja. Frente al Café vemos la escultura de una divinidad, posiblemente la diosa romana Flora. A fines del siglo XIX, Charles Mauras, quien vivía en el segundo piso, escribió su novela Bajo el signo de Flora.
En 1913, en una belle époque ya amenazada por el inminente armagedón, el poeta Guillaume Apollinaire (Caligramas, Versosa Lou –escrito entre las trincheras-), transforma el primer piso en las oficinas de un periódico: Las veladas de París, que empezó a funcionar en 1917, tan pronto los hombres comenzaron a entender el gran absurdo de los obuses y las metralletas. Apollinaire nació en el Café de Flore y murió no lejos de allí.
Durante la posguerra, París se convierte en la capital cultural e intelectual del mundo. El dadaísmo es concebido en el Café de Flore, producto de Aragon, Tzara, y por supuesto, el “Papa” del movimiento surrealista, el dictatorial André Breton.
A partir de 1952 Saint-Germain-des-près se convierte en el barrio “existencialista” de la ciudad (la existencia precede a la esencia: el hombre se construye a sí mismo a cada paso, dentro de un proyecto de absoluta -y también angustiosa- libertad).
El Café de Flore es el reducto del “estado mayor” del existencialismo: Sartre y Simone de Beauvoir, Camus y su séquito. De Beauvoir dijo alguna vez: “Durante cuatro años mis caminatas al Café de Flore fueron mis rutas hacia la libertad”. La arrobadora actriz Marie Casarès, amante de Camus durante dieciséis años, tenía su mesa reservada en el Café de Flore: la llamaban “la musa del existencialismo”. En esta década el lugar se convierte en el centro de operaciones ad hoc del Partido Comunista Francés. Hoy en día las cosas han cambiado, y entre su clientela podemos cualquier día toparnos a Francis Ford Coppola, Robert de Niro, Al Pacino y Jack Nicholson, todos habitués del lugar. Su preferencia está bien justificada: no hay peligro por los paparazzi, que son tenidos a raya por un destacamento de fornidos mozos.
UN CAFÉ ÉPICO
Les DeuxMagots queda a un par de cuadras del Café de Flore. Su nombre se debe a las dos estatuillas orientales que adornan su fachada. Este acogedor lugar no fue siempre lo que parece. Entre 1943 y 1944 fungió como refugio de los soldados de la Resistencia Francesa, quienes desde el sótano luchaban contra la ocupación nazi.
El café fue también tomado por asalto por los héroes del movimiento surrealista (TristanTzara redactó en él uno de sus tratados Dadá, que consiste en lo siguiente: “Dadá-dadá-dadá-dadá-dadá”… y así durante un montón de páginas en las que no se nos explica, siquiera una vez, lo que quiere decir la bisilábica palabreja). Una vez Tzara, agobiado por filósofos y artistas, consintió en revelar el sentido del vocablo: “El dadaísmo es… la rana que echó pelos”. Y con eso hemos de darnos por satisfechos.
Un cliente conspicuo del Café Les DeuxMagots era Ernest Hemingway, reconocido en el establecimiento por su ogresco apetito. Camus y Picasso, que con frecuencia le hacían compañía, eran mucho más frugales.
La afluencia de intelectuales hizo que en 1933 Les deuxmagots fundara su propio premio literario. Desde entonces ha sido concedido anualmente, y entre los galardonados se cuentan varios escritores que luego devendrían premios Nobel. Pero resulta que los del Café de Flore se pusieron envidiosos, y crearon a su vez un concurso literario. Así los intelectuales (los “intellos”, como los llaman en París), tienen hoy en día dos cafés consagradores de su talento. Eso sí: el que ya ha ganado un premio en un lugar no tiene derecho de participar en el otro.
En Les DeuxMagots se filmaron dos películas célebres: en 1959 “Bajo el signo del león”, de Jean Eustache; y en 1973 “La madre y la puta” (sic), de Eric Rohmer. Los músicos y escritores anglosajones, bajo al ala protectora de Gertrude Stein y su compañera Alice B. Toklas, frecuentaron este café: George Gershwin, Cole Porter, Leonard Bernstein, Aaron Copland, Scott Fitzgerald, James Joyce, William Faulkner, Ezra Pound y muchos más.
EL GRAN RITUAL DE LA CERVEZA
Seguimos en el venerable barrio de Saint-Germain-des-près, una de las zonas más antiguas de la capital (la Abadía se cuenta entre las primeras iglesias fundadas en París: en ella se preserva -¡horror de horrores!- el cráneo de Descartes, ustedes saben, el que dijo: “Pienso, luego existo”). La brasserie Lipp se encuentra exactamente enfrente del Café Flore.
Ostenta orgullosamente su nombre de brasserie (una mezcla de cervecería y de restaurante, aunque no existe una palabra en español que pueda darnos el matiz exacto de su significado) por sus legendarias cervezas belgas y alemanas, y además porque sus dueños no querían competir frontalmente con el Café de Flore. No lo lograron. Cuando los pensadores y hombres políticos “de derecha” comenzaron a frecuentar la brasserie, Sartre, de Beauvoir y Camus se pasaron espeluznados al frente, y la efervescencia intelectual de la ciudad cambió de sucursal.
Más que los cafés antes mencionados, Ernest Hemingway tenía por este lugar un particular cariño. No reproduzco las descripciones que hace de los platos que más le gustaban, porque caeríamos en algo muy próximo a la obscenidad gastronómica.
La arquitectura y la decoración son, por decir lo menos, eclécticas: art déco, gótico, pinturas a lo Veronese, candelabros belle époque, espléndidos espejos que -no sé por qué- tienen la propiedad de devolvernos una imagen de nosotros mismos bastante más halagadora que los espejos comunes.
La brasserieLipp fue fundada en 1880 por Leonardo Lipp, excombatiente de la Guerra Franco-Prusiana. De ahí la especialidad de la casa en comida alsaciana. Ortega y Gasset decía que en Europa había dos tipos de cultura: la del vino (Francia, España, Italia), y la de la cerveza (Alemania y los países nórdicos). Si tal es el caso, no hay duda de que nuestra brasserie pertenece a la segunda.
Yves Montand y Simone Signoret eran una pareja con la que fácilmente podía uno toparse un sábado por la noche. Mozos (que más se expresan como intelectuales) ataviados de punta en blanco sirven grandes jarras de cerveza a una clientela leal como pocas. Era el lugar predilecto de François Mitterand, quien, como observando el respeto debido a un lugar sagrado, se oponía siempre a llevar escolta. Juliette Greco iba a cantar a la brasserie. Era conocida como “la musa del Lipp”.
Dos consejos. Primero: no pasen por la vergüenza que padecí yo, y desconecten sus celulares al entrar al restaurante. Su agrio, exasperante chillido es considerado incompatible -¡y con cuánta razón!- con la atmósfera del lugar. Segundo: observen rigurosamente la advertencia en la puerta de entrada: “Si quiere fumar, que sean cigarros y o pipas”. Ni siquiera “por favor”: es una disposición terminante.
Así que el Café Flore se convirtió en el cuartel de los ex – socialistas y conservadores, mientras que la izquierda progresista cruzó la calle y se fue para la brasserie. A como eran las cosas en el París de aquella época, probablemente los especímenes de ambas ideologías se sacaban la lengua de una acera a la otra. Por cierto, considero mi deber advertirles que la brasserie Lipp es un lugar de predilección de Sarkozy, pero este sí viene -ténganlo por seguro- con escolta. Y no resistiré la tentación de mencionar que en 1998 me topé en esta brasserie con la bellísima actriz Emmanuelle Béart (protagonista de Manon des sources). Era de noche, y estaba conversando animadamente con una amiga. Yo la reconocí de inmediato, y ella notó mi reacción de sonriente asombro. Pero no le crucé una palabra ni la importuné con fotos o autógrafos. Esa furtiva mirada será todo cuanto en el mundo habremos compartido.
LOS OJOS DE PICASSO
El frecuentador más inveterado de estos tres cafés era Pablo Picasso. Era ahí donde, desde sus ojos saltones y como permanentemente perplejos, atisbaba el mundo para después convertirlo en cubos y fantásticas formas (Dalí llegaba solo esporádicamente). Janet Banner lo describía así: “Picasso arribaba todas las noches alrededor de las ocho. Invariablemente se sentaba en la segunda mesa de la izquierda, nevara, tronara o lloviera. Pedía siempre agua mineral y se la iba bebiendo en sorbitos. Este ritual podía tomarle hasta dos horas. A su lado todos nos sentíamos observados, más aún, traspasados por su mirada. A las diez se levantaba y se iba para la casa”.¡Ah, vieja águila atisbando a su presa: Picasso, los ojos del siglo XX!
Hoy en día ya no tenemos a Picasso,Apollinaire, Tzara, Stein, Sartre, o de Beauvoir. En su lugar una nueva fauna humana se ha posesionado de los cafés: los “bo-bos” (“bourgeois” y “bohémiens”).
Mala, inauténtica versión de los pensadores y artistas de antaño. Ahí se les ve llegar, con sus bufandas blancas de algodón, sus blazers sobre camisetas ajadas, sus jeans, sus sandalias. Pero con suerte podemos toparnos con alguna estrella de Hollywood. Robert de Niro, en particular, es un cliente frecuente. Lo mismo: no autógrafos, no fotografías, no impertinencias. Antes de que lo olvide: tampoco se vale jugar a los “carros chocones” bajo los puentes de París, después de opípara comilona en el Ritz, con un chofer drogado… y esperar ser santificado y glorificado por ello.
Mitología, sí, pero de la buena: nombres ilustres, grandes causas, pensamiento político, militancias, corrientes estéticas, vanguardias, filosofías germinadas y difundidas entre tazas de café… eso es París. La única ciudad del mundo donde la melancolía y la soledad son un arte.