Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Es en su vertiente ofensiva donde el fútbol se apropia más que nunca del registro imaginario bélico. El “artillero”, el “cañonero”, el “torpedo”, el “matador”, “el punta de lanza”, el “ariete”, la “patada atómica”, el “tanque”, el “pistolero”, o bien, para referirse al remate, el “obús”, el “bólido”, el “misil”, la “estocada”, la “detonación”, la “bomba”, el “trallazo”, el “riflazo”, el “cañonazo”, el “leñazo”, el “bazucazo”, el “bombazo”, el “balazo”, y una plétora de palabras terminadas en “azo”, algunas derivadas de ese “sociolecto popular urbano” que, en Costa Rica, hoy denominamos “pachuco”, y ante cuyas resonancias sexistas, xenofóbicas, homofóbicas, misóginas, escatológicas y canallescas nos prosternamos en actitud de académica reverencia.
El término “ariete” nos remite a la Edad Media. “Ariete” era el tronco de árbol con que los asediadores intentaban, aunando fuerzas, desfondar las puertas de un castillo. Una vez más, el gol es penetración. Las expresiones “al equipo le faltó penetración”, “profundidad” o “incisividad” están cargadas de sexualidad latente.
Todo, hoy en día, parece ser cuestión de pene-tración. Pene-trar en el mercado internacional, pene-trar en la defensa rival, pene-trar en los sistemas de cómputo, pene-trar en las redes sociales, pene-trar en los códigos secretos, pene-trar en el corazón de la Amazonia, pene-trar en los arcanos de la física cuántica, pene-trar en la psique del paciente, pene-trar en el cuerpo del ser amado, pene-trar en el intestino a fin de practicar una colonoscopia, pene-trar en la filosofía oriental, pene-trar en la entraña de la tierra, pene-trar en una cuenta bancaria y perpetrar un desfalco, una observación pene-trante, una mirada pene-trante, un timbre de voz pene-trante, una inteligencia pene-trante… ¿Falogocentrismo? De la más pura cepa, y expresado en aquello que mejor lo delata: el lenguaje.
El delantero en punta, el que está allá, más o menos solo –es cosa que dependerá del planteamiento del técnico–, listo para “cerrar la pinza”, el “espécimen Gerd Müller” requiere tres condiciones esenciales. La ausencia de una sola de ellas hará de él un jugador menos que ideal para su muy específica función –anotar goles–.
Primera: capacidad de “lectura” del juego, anticipación, concurrir a la cita, estar donde debe estar en el momento en que debe estar. Esto requiere un tipo de inteligencia muy puntual, una facultad por poco diríamos premonitoria, lo que comúnmente se llama “olfato de gol”. Intuir, sospechar, pre-ver el gol.
Si no sabe ubicarse en el decurso de la jugada –y es ahí donde debe “leer” el “texto” del juego–, no hará absolutamente nada… ¡porque nunca estará donde debe estar! En este proceso de lectura el jugador moviliza una inteligencia esencialmente espacial: detecta relaciones espaciales y se ubica en la mejor posición concebible con respecto a ellas. Una inteligencia y también diría yo, una sensibilidad espacial. Esta parte de su trabajo es de orden intelectivo.
Segunda: técnica de recepción. El balón puede llegar a él de diversas maneras: cómodo, forzado, adelantado, retrasado, aéreo, rasante, picando, servido en bandeja, obstruido por un cerco de defensas… Si no sabe recibir el balón –amortiguarlo con el pecho, controlarlo, serenarlo, dormirlo– de nada le servirá su instinto de la ubicación: el esférico se le escurrirá e irá a parar a la línea de fondo, o será recuperado por los defensas. Es llamativo ver a qué punto este aspecto básico de la técnica suele no ser cultivado: el resultado es que sin recepción no hay definición posible. ¿El maestro por excelencia en este segundo tiempo del gesto ofensivo? Pelé. La mayoría de sus goles no fueron producto de una capacidad sobrenatural de definición, sino de una depuradísima técnica de recepción. Le podían enviar ladrillos o sandías (expresión de José DirceuGuimaraes), que él, amorosamente, los transformaba en balones. El estudio cuidadoso de sus goles prueba lo que aquí señalo. Me limitaré a mencionar un ejemplo que pasa por lugar común: el segundo gol de Brasil en el partido contra Checoslovaquia (4-1) en México 1970. Pase de 30 metros del zurdo Gerson –un verdadero poema–, amortiguación con el pecho de Pelé –¡y ello rodeado de defensas! –, la bola queda dócil, en el suelo, y fusilamiento del portero Ivo Viktor.
Ahora bien, urge comprender esto: en el acto de la recepción, es casi inevitable que el jugador baje el ritmo de la jugada. Mientras amortigua, controla, serena la pelota y prepara el disparo –a menos de que le pegue “de seguido”– el juego perderá velocidad. En esa pérdida de velocidad, inherente a la recepción pulcra, bien ejecutada, los defensas pueden bloquear el disparo (es, por poco, lo que sucede en el gol de Pelé mencionado). Es absolutamente encomiable el caso de la recepción en la cual el delantero no ralenta la jugada, sino que, en el acto mismo de acoger el balón, se lo adelanta y acomoda para el trallazo. Tostao, por ejemplo, jugaba con frecuencia de pivote a la entrada del área, recibiendo balones de espaldas a marco. ¿Qué hacía? En al acto mismo de la recepción giraba sobre su propio eje, cambiaba de perfil, se adelantaba el balón, y dejaba rezagado a su defensa. Este tipo de recepción es admirable, y no suele ser conjurada si no es a punta de faltas. La recepción no ralentiza la jugada: ¡antes bien, la acelera! En el gol de Müller contra Holanda, durante la final del Mundial 1974, el “torpedo” llega bien a la cita, producto del desborde de Bonhof por la derecha, recibe deficientemente (el balón se le queda rezagado), pero se reposiciona y dispara con precisión. A punta de incisividad y convicción remedió una recepción menos que inmaculada. Atípicamente, los tres defensas holandeses que lo vigilaban no lo enciman, no lo asfixian en el decurso de la jugada. Reitero: el delantero podrá hacer elisión de la fase de recepción cuando opta por pegarle “de primera”, “de seguido”, tal el caso, por definición, de los goles de cabeza.
Tercera: definición. Cuestión de brújula, convicción, puntería, precisión, y sí, para volver a la palabra inevitable: técnica. ¿Resolver de puntazo (Romario)? ¿Con un globito (Messi)? ¿Con la cara interna del pie (Zico)? ¿Con la cara externa (Batistuta)? ¿De taco (Sócrates)? ¿Con la parte posterior del cráneo (Seeler)? ¿Con las nalgas (Müller y Klinsmann)? ¿Soplando la bola, propinándole tremenda coz? No hay reglas universales: cada situación demandará, naturalmente, una definición diferente.
Si el delantero tiene un magnífico sentido de la ubicación e impecable técnica de recepción, pero no sabe definir (o controlar sus nervios en el instante crucial: más pesa aquí el temple del jugador, su integridad psicológica, su autocontrol que su destreza: ¡también esto es parte de la técnica!) de nada le servirán sus primeras dos competencias. Será, eternamente, el jugador que “pifia”, que “bota goles hechos”, el “defensa disfrazado que milita para el otro equipo”, el que “echa abajo la construcción colectiva de todos los demás”, el que “desperdicia ocasión tras ocasión”, el Sísifo futbolístico: sus compañeros le alzan una y otra vez la pelota ladera arriba, y él vuelve a tirarla cuesta abajo…
Pocos jugadores están tan expuestos al abucheo, los improperios y las críticas como este tipo de infelices criaturas. Serán culpabilizados por todo cuanto el cuadro no logre cristalizar, arrastrarán el escarnio hasta el fin de sus días. Conozco incontables casos de hombres estigmatizados –no siempre de manera justa, conviene decir, toda vez que el fútbol es un deporte colectivo, y nada puede serle enteramente imputado a una sola de sus piezas– por su tendencia a fallar goles “hechos”. La verdad es que la noción del “gol hecho” es falsa: solo cuando se ha consumado la jugada en una anotación en toda regla puede hablarse de un “gol hecho”. Como diríanlosanglosajones, it´s notover until it´s over.
A todo esto, conviene recordar que la primera de las facultades del delantero es jugar sin balón, saber desmarcarse y crear espacios para la recepción de balones. Si una y otra vez se descubre asfixiado por los defensas rivales cuando recibe el balón, ello podría ser indicio de que no se está desmarcando eficazmente. El aficionado –quien sigue por principio la pelota y al jugador que la tiene en su poder– suele no observar el sigiloso, discreto pero crucial rol de los movimientos de desmarcación.
He conocido delanteros que eran verdaderos maestros en el arte de desmarcarse… pero luego no sabían recibir ni definir. El resultado es que siempre llegaban puntuales a la cita con el balón, y luego dejaban a la afición sumida en la desesperación del “gol interruptus”. La desmarcación es, en lo esencial, un ejercicio intelectivo: apela a la inteligencia espacial del jugador, y mucho tiene en común con el tipo de sensibilidad espacial de los ajedrecistas, los coreógrafos, bailarines, y navegantes de antaño (quienes se orientaban siguiendo la posición de los astros). La recepción y la definición son habilidades más físicas, más atléticas. El delantero “completo” es una figura tan quimérica como el portero “infalible” o el arbitraje “perfecto”. Por otra parte, no debemos confundir el arte de la desmarcación con ese zigzagueo perpetuo, esa agitación de panal alborotado en que caen ciertos delanteros cuando juegan sin bola. Con tales aspavientos no hacen otra cosa que alertar constantemente a los defensas rivales. La verdadera desmarcación se ejecutará presta y silenciosamente, en el momento justo, y tomará por sorpresa a los marcadores. Romario y Ronaldo no “agitaban el panal”: merodeaban por el terreno, en apariencia indolentes, casi nonchalants, y en el momento preciso cambiaban su ritmo para ejecutar un sprint que dejaba a traspié a los defensas rivales.
A propósito de la característica “puntual” del delantero a la Gerd Müller, juzgo oportuno evocar un concepto del filósofo francés Vladimir Jankélévitch, extraído de su maravilloso libro Lo irreversible y lanostalgia, excepcional reflexión en torno al tiempo. Jankélévitch hablaba de tres posibles posturas frente a la “futurición”, a lo que está por suceder. La primera es la del oportunista. Este “se ubica en la posición más adecuada para aprovechar la oportunidad”. Luego viene el “ocasionalista”. Este espécimen no se contenta con posicionarse en el mejor lugar y esperar a su presa. Antes bien, “acecha y está presto a saltar”.
Tiene con respecto al hecho inminente, una actitud más proactiva que el oportunista, y también se “adhiere” al futuro más estrechamente. Por fin, el “instantaneísta” actuará como un relámpago, haciendo que su percepción de la oportunidad y la ejecución del salto sean prácticamente simultáneas, o a lo sumo, diferidas por nanosegundos. Para el “instantaneísta”, el presente del acecho y el futuro de la oportunidad casi coinciden, casi son sincrónicos. Pues bien, a la luz de la reflexión de Jankélévitch, diré que en mi vida he visto delanteros “oportunistas”, “ocasionalistas” e “instantaneístas”. Dentro de esta tercera, óptima categoría, solo incluiría a Gerd Müller y a Pelé (cuando jugaba al acecho y como punta de lanza, que no era frecuentemente). La diferencia entre uno y otro estriba en el hecho de que el “instantaneísmo” de Müller era la única de sus facultades, mientras que para Pelé, el “instantaneísmo” era tan solo una en un repertorio inagotable de virtudes y facultades. Rara vez se habla de esto. Me sorprende, porque es un factor determinante en el deporte. Saber estar en el lugar justo en el momento justo. Fundir el tiempo subjetivo con el tiempo objetivo del cronómetro. Inteligencia temporal, sí, pero sobre todo sensibilidad temporal, que el tiempo no solo es objeto de intelección, sino sobre todo de sensación. “Vivenciar” el tiempo. Leer en el tiempo el decurso de la jugada, y anticiparse a los hechos, concurrir a la cita. Todo gran futbolista es un poeta del tiempo. Sucede, simplemente, que no se sabe tal.