Jacques Sagot, Revista Visión CR.
¿Qué es una gran voz? En primerísimo lugar, una voz memorable, una voz que no se olvida, que se nos queda enredada en el oscuro laberinto del oído y la conciencia. No tiene que ser bella en el sentido clásico del término: después de someterse a una dieta brutal que cambió de manera dramática su cuerpo, y con un diafragma fláccido que ya no sostenía su columna de aire, María Callas empezó a producir un sonido metálico que quizás no era hermoso de manera convencional, pero tenía un color distintivo, peculiar, que solo a ella pertenecía. (El diafragma es el músculo que divide las cavidades torácica y abdominal. Se tensa cada vez que el cantante inhala, y tiene por función sostener el volumen de aire hasta que el intérprete le dé la orden de distenderse. Los años pueden hacer que el diafragma se torne fláccido, y no sea ya capaz de sustentar la columna de aire, con lo cual la voz degenera en un excesivo, lento y penosamente oscilatorio vibrato conocido como wabble).
Ella Fitzgerald fue una de las voces egregias de su siglo. De nuevo, su voz era singular, inconfundible: corría por la sala –como toda onda sonora, un fantasma en el límite del no ser– y nos penetraba, la respirábamos y bajaba hasta nuestros pulmones, nos atravesaba y contenía como una especie de líquido amniótico, se resobaba contra nuestros cuerpos –¡deliciosa promiscuidad!–, y por último, se quedaba a residir por siempre en nuestra memoria. Ella cantaba, y en la sala todo el mundo quedaba suspenso flotando en le amniótica beatitud de su voz. Era una voz líquida, envolvente.
Cantar para vivir
La “gran dama del jazz” y “primera dama del swing”, ganadora de trece premios Emmy, nació el 25 de abril de 1917 en Newport News, Virginia, hija de una lavandera y de un padre ausente desde el despuntar mismo de su vida. Comenzó a cantar en el Teatro Apollo de Harlem, New York, a los dieciséis años de edad, pero la muerte de su madre la obligó a posponer su carrera artística. Ella es, además, víctima de la segregación racial. La Fitzgerald pertenece tanto a la historia de la música, como a la de las conquistas civiles de la negritud estadounidense. Ella, Duke Ellington, Louis Armstrong, Art Tatum, Charlie Parker y Nat King Cole en la música, Sidney Poitier en el ámbito de la actuación, los boxeadores Jack Johnson, Joe Louis y Mumammad Alí, y el héroe olímpico Jesse Owens en el campo del atletismo, son los grandes heraldos de la negritud americana. Los ciudadanos afroamericanos encontrarían en la música, el deporte y el cine espacios privilegiados para integrarse a la sociedad, y más aún, ser percibidos como héroes culturales.
El gesto de Marilyn
Marilyn Monroe fue determinante en la carrera de Ella. La rubia de los ojos entornados llamó varias veces al patrón del prestigioso club Mogambo de Los Ángeles, para que le diesen una oportunidad a Ella. Como nada despreciable “bono”, la Monroe se comprometió a reservar una silla en primera línea cada vez que Ella se presentara… era una oferta imposible de declinar: la gente iba por ver a la diosa sexual, pero se quedaba oyendo a la cantante, que los hipnotizaba de manera más irremediable que la propia Marilyn. Era la hipnosis de su voz: una Melusina, una Circe, una Escila que hubiera sido capaz de trastornar a Odiseo y toda su tripulaciónn por muy amarrado que estuviese al mástil de su barco. Catapultada a la exosfera de la fama, Ella recorre Norteamérica y Europa con la orquesta de Duke Ellington. Canta con figuras de la prosapia de Oscar Peterson, Count Basie, Roy Eldridge, Joe Pass, Dizzy Gillespie, Nat King Cole, Frank Sinatra y Louis Armstrong. Con este último lanza el disco “Ella y Louis”, que tendrá resonancia universal. El éxito es tal que pronto grabó una segunda parte titulada “Ella y Louis de nuevo”. Aparece en varios films hollywoodenses, en cuenta una comedia de los –en aquel entonces– celebérrimos Abbot y Costello. Ciega y amputada de las dos piernas por causa de la diabetes, Ella muere de una crisis cardiaca el 15 de junio de 1996 en Beverly Hills, a los setenta y nueve años de edad. Cantó hasta el final de su vida.
Su arte
Ella se describía a sí misma como una “instrumentista de la voz”, no como una cantante. La distinción es importante: nuestra artista cinceló su voz con el esmero con que un lutier de Cremona hubiera torneado un violín Stradivarius, Amati o Guarneri. He aquí, de manera muy puntual, las particularidades del privilegiado “instrumento” de Ella.
1 Tenía un registro de más de tres octavas. Era una mezzo soprano absoluta (sfogata, la hubieran llamado, si hubiese cultivado el repertorio belcantista).
2 Tenía graves hondos y cavernosos, un registro medio notable por su calidez, y agudos luminosos, iridiscentes. Su voz era policromática: poseía la paleta tímbrica de una orquesta sinfónica. Nunca sonaba “forzada”, “apretada”: en su fenomenal tesitura los graves como los agudos eran siempre solventes, boyantes, naturales. En su registro agudo era una campana, en el medio el más noble de los violonchelos, y en el bajo el fragor de mil cañones.
3 Existía perfecta homogeneidad sonora entre sus registros. Esto significa que su timbre, su color, su emisión del sonido no variaba al pasar de los graves a los agudos. Era la misma voz, que viajaba de las profundidades oceánicas a la exosfera en un continuum tímbrico terso y uniforme. La línea no se quebraba al pasar de la campana al violonchelo y de este a los cañones.
4 Impostaba los agudos con absoluta honestidad: no llegaba a ellos “desde abajo”, sino que los atacaba directamente. Una vez instalada en el agudo, coloreaba el sonido con su inconfundible vibrato: era relativamente lento, regular, y en ciertas ocasiones podía casi alcanzar la oscilación de un semitono. Al comenzar el vibrato, su voz se “abría”, hacía eclosión como la más exuberante de las corolas.
5 Utilizaba prolijamente los portamenti (“resbalar” hacia arriba o hacia abajo, pasando por todos los microtonos de la escala: eso que logran los instrumentos de cuerda o de viento, pero no el piano, incaopaz de “deslizarse” entre los microtonos de dos teclas adyacentes). Estos portamenti no disimulaban deficiencias de afinación o inseguridades al atacar las notas: su función era estrictamente expresiva, plástica, emotiva.
6 Le gustaba emitir graves raucos, rasposos, como los de Louis Armstrong.
7 Era incomparable en el uso del “scat” (fonemas carentes de significación, cuyo valor es puramente musical: “bap” “bi” “du” “dam”), un recurso que le permitía improvisar “texto” y música durante larguísimos períodos.
8 Propendía a los tempos lentos, hacía música con delicioso abandono, gozando, en particular, de la voluptuosidad de la melancolía. La tristeza asumía en su canto un cariz sensual, carnal: Ella degustaba su nostalgia, ese sentimiento de home sickness frecuente en la música de la negritud del sur de los Estados Unidos. Era una catadora, una hedonista de la tristeza. Exactamente lo mismo puede ser dicho de Gerswhin y Chopin, entre otros grandes maestros.
9 A menudo cantaba a dúo con Armstrong (“Dream a Little dream of me” y “Cheek to cheek”), a la tercera o la sexta de distancia, enunciando la melodía principal, o bien adornándola con vagarosas filigranas melódicas. En esta segunda función, su voz era como una exótica veranera, una buganvilia abrazando y enredándose al enhiesto tronco de un árbol.
10 Cantaba a dúo con el saxofón, la trompeta con sordina o la armónica. En estos casos, los instrumentos no actuaban como “acompañantes”: su papel era estrictamente equipotencial al de la voz humana.
Alma hecha música
El arte de Ella nos permite sentir todo lo que de carne tiene el espíritu, y todo lo que de espíritu tiene la carne. Es sensual, voluptuosa, aun en la expresión de las “pasiones tristes” (Spinoza). Se diría que, a fin de conjurar la tristeza, hubiese aprendido el arte de saborearla, de poetizarla, de hacerle el amor. Y la tristeza está ahí… sucede, simplemente, que la artista sabe paladearla.
Aun una canción de cuna como “Summertime”, de Gerswhin, rezuma sensualidad en su interpretación. Y una pieza relativamente alegre como “One note samba”, adquiere algo de lánguido y dulcemente melancólico. Ella Fitzgerald disfrutaba de la música con exquisita glotonería. Era una catadora de las emociones humanas, y tenía el secreto de transformar el dolor en gozo. Su voz, caudalosa y balsámica, es uno de los más puros milagros de la cultura universal.
Ella Fitzgerald era una fuerza de la naturaleza, algo así como las cataratas del Zambeze, una colisión de alisios y septentriones en mitad del océano, o un flujo piroclástico vomitado por las fauces del más irascible de los volcanes. Nos interpela, nos llama por nuestro nombre, nos pide que la amemos infinita, incondicionalmente… y lo consigue. Conocía como poquísimos músicos el elusivo arte de la seducción. Y no se daba por satisfecha con cinco minutos de vocalisos: practicaba ocho horas diarias, sin por ello maltratar su voz. Hay ciertos niveles de perfección que solo se alcanzan cuando el artista le consagra a su instrumento la totalidad de su vida. Aun cuando no cantaba estaba siempre revisando mentalmente sus versiones, buscando soluciones técnicas e interpretativas a problemas específicos. Al decir de las escritora francesa Colette, “cantaba mejor que toda cosa que cante en la tierra”. Fue una bendición -en el sentido rigurosamente teológico del término- haberla tenido con nosotros durante tanto tiempo. Al enterarnos de su muerte en 1996, muchos nos dijimos: el alma de la música pasó sobre el mundo.