Estación Grands Boulevards

Estación Grands Boulevards

Jacques Sagot, pianista y escritor.

La ladronzuela pasó a mi lado como una exhalación del infierno.  Abriéndose paso entre la muchedumbre.  Zigzagueando.  La masa se abría, como el Mar Rojo a la señal de Moisés.  Nos escindió, rauda daga certera.  Los policías tras ella.  Una señora la señalaba.  Le había robado su cartera.  En la estación Grands Boulevards tales contratiempos son frecuentes.  Las pantallas y letreros lo dicen en todos los malditos idiomas y alfabetos jamás ideados desde la Edad del Bronce Media.  Voleurs à la tire, piquepoches, pickpockets, carteristas, borsaioli, taschendiebe…  Jeroglíficos, ideogramas, pictogramas…  La señalización no podría ser más explícita.

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Tuve apenas tiempo de ver a la pilluela. Corría, se escurría entre la gente como agua en un cesto de mimbre, daba saltos “de delfín enjabonado” (Lorca).   Era bella.  Un felino.  Dribló a los gendarmes con un par de amagues que se hubiera deseado Garrincha en el más inspirado de sus días.  Por un momento pensé en la gitana Esmeralda, de Notre Dame de Victor Hugo.  Montaraz criatura, especie de potro cerrero.  La víctima del hurto, entretanto, no cesaba de chillar.  La miré: gesticulante, iracunda, las venas del cuello devenidas altorrelieve digno de ornar uno de los pilares del Arco de Triunfo.  Me resultó repugnante.  A buen seguro, no habría perdido más que su miserable billetera, un par de tarjetas, alguna pieza de barata bisutería, sus afeites y cosméticos, un pinche pañuelo.  ¿Para qué pretender detener el movimiento de rotación y traslación del planeta por semejantes adminículos?  Recordé la cara de Ms. Robinson (Anne Bancroft), cuando endemoniada, rabiosa, los ojos exorbitados, le grita (la puerta de vidrio de la iglesia nos preserva de sus ladridos) a Benjamin (Dustin Hoffman), que huye con su hija, en la película El graduado.

No pude evitarlo.  Tomé partido.  De manera pasiva, sin mover un dedo por auxiliarla.  Pero tomé partido por la muchacha.  Por favor: ahórrenme el tedio de sus sermones cívicos.  Ya sé que no es lo que un ciudadano honorable debería hacer.  Creo legítimo inferir de ello que no soy un ciudadano honorable, y es cosa que me importa poco.

Línea 9 del Metro de París - Wikipedia, la enciclopedia libre

Abordé el tren.  Las puertas se cerraron.  La vieja bruja seguía bufando y desatando tormentas en la estación con el movimiento de turbina de sus brazos.  Alguien podría aducir que, quizás, la pobre señora perdía en aquel momento los ahorros de toda su vida.  ¡No me hagan reír!  Tenía todas las trazas de una vieja roñosa.  Nariz de gárgola, labios contraídos, prácticamente inexistentes, ojos donde el odio montaba su infernal aquelarre, grotesca su apariencia, de pies a cabeza.  Sí, sin duda, una vieja avara, amarretes, histérica y ridículamente melodramática.

La ladrona siguió burlando a los policías.  En nuestros vagones, todos asistíamos a su número de prestidigitación y funambulismo.  Gambetas, túneles, quiebres, regates, fintas, el “elástico” de Rivelino…  ¡Malditos hijos de puta, ensañados contra criatura tan espléndidamente bella!  Pelo negro, hirsuto, cara de adorable bribonzuela, gacela, bailarina, flexible como un junco, y como él también, húmeda y altiva.  Ya no era Esmeralda, ahora se había transformado en Paulette Goddard, la muchacha huérfana que roba para comer, y se convierte en compañera de andanzas de Charlot, en Los tiempos modernos.  Divinamente desgreñada, la cara tiznada, su enagua hecha jirones.

La han rodeado.  Al borde del foso.  El tren ya se ha puesto en marcha.  Gana velocidad.  Mira en derredor.  Su mirada encendida, fogosa, una fiera presta a cualquier cosa para escapar al cepo.  No había otra salida posible.  Arrancando un grito de terror de los pasajeros, saltó y se prendió del último vagón.  De manera que nadie alcanzó a entender, logró subir por la pared metálica, asiéndose de cualquier saliente que la superficie ofreciese.  Vi sus piernas y brazos desnudos, elásticos al tiempo que recios, crisparse, y no tardó en desaparecer sobre el techo del vehículo.  “¡Morirá electrocutada!”  -gritó alguien.  Muchos trataron de alertar al conductor para que detuviese el tren.  Pero el convoy se internó en el túnel, raudo e inexorable.  Todos contuvimos el aliento, el corazón suspendido entre sístole y diástole.  Oímos el ruido de pasos sobre el techo de los vagones, rápida sucesión de pisadas que emigraba de vagón en vagón.  “Morirá al chocar con las paredes del túnel” -pronosticó alguien más.  Luego el sonido de uñas que se prendían desesperadamente de las láminas.  Por fin, el silencio.

Atlas: Altostratus y Altocumulus
Las aves acarician las nubes en una estampa otoñal en el cielo de París

El tren llegó a Bonne nouvelle.  Otro destacamento de policías la esperaba.  Los vi tan pronto mi carro se acercó al andén.  Pululaban, agitados, dándose órdenes unos a otros, chocando entre sí como abejorros atolondrados.  Una inepcia que a cualquiera hubiera recordado la gaucherie de Peter Sellers encarnando al inspector Clouzot.  Idéntica comicidad, sin el encanto del héroe más condecorado de la Sûreté Française.  Los gendarmes parisinos tienen, a ojos del mundo, algo de risible.  No son, ciertamente, Scotland Yard.  Todos bajamos del vehículo ansiosos por la suerte de la ladrona.  Robar una cartera no era un delito que mereciese muerte tan atroz.

El tren permaneció inmóvil en la estación.  Los que íbamos a bordo salimos preparados para lo peor.  La gente que estaba por tomar el convoy había sido detenida por un cordón de seguridad.  Desconcierto, expectación, silencio…  Los policías examinaban las paredes del tren.  Ya comenzaban algunos a subir al techo, cuando sucedió algo en lo que nadie pareció haber reparado.  Del túnel emergió un ave insólita.  Una especie que no logré identificar.  Blanca, ágil, grácil, inconcebiblemente rápida en su desplazamiento.  Sobrevoló a los policías, la cinta de seguridad, las hordas de pasajeros, giró un par de veces sobre el alto plafón de la estación, buscó con instinto certerísimo la luz de la entrada, y se perdió, embriagada de firmamento, en el cielo plomizo de París.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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