“Poesía… eres tú” –sentencia Gustavo Adolfo Bécquer, en su rima XXI–. Es una bella definición, y ciertamente un requiebro que en boca de los Mañara, los marqueses de Bradomín y los Juan Tenorio del mundo entero ha de haber seducido a innúmeras mujeres. Pero Bécquer no sospechó que el día llegaría en que la “poesía” se haría, a su vez “poeta”, es decir, en generadora de palabra, de discurso, de belleza. No otra cosa representa la piroclástica irrupción de la mujer en la literatura, la danza, la música, el cine, la plástica, la filosofía y la ciencia del siglo XX.
“Detrás de todo gran hombre se esconde una gran mujer”, -dice ese refrán del saber popular, que es el menos sabio de todos-. La olímpica, titánica figura del personaje masculino; sus brazos dignos de Prometeo; arpa eólica en mano; la frente ceñida por el laurel del poeta; sostenido, o realzado, o llevado en alas por musas en ruta hacia el Parnaso. La mujer no existe en estos conjuntos escultóricos, excepto como modelo.
“Detrás de todo gran ser humano se esconde otro ser humano”: así deben plantearse las cosas: es una cuestión de justicia histórica. Cierto que detrás de Rodin estuvo Camille; de Baudelaire, Jeanne Duval; de Dalí, Gala; de Schumann, Clara Wieck; de Chopin, George Sand. Pero durante la segunda mitad del siglo XIX, el paradigma comienza a cambiar: la mujer va adquiriendo presencia en la música, en la literatura, en la plástica, con las tres grandes damas del impresionismo: Mary Cassat (1845-1926), Marie Baucquenard (1840-1916) y la divina Berthe Morisot (1841-1895). Pero ninguna ha producido revuelo comparable al suscitado por la escultora Camille Claudel (1864-1843).
El remordimiento colectivo
Su vida despierta en nosotros un profundo sentimiento de injusticia. De impotente rabia, incluso. Rabia por las iniquidades del pasado, que nada podemos hacer por enderezar. Películas (Isabelle Adjani, Gérard Depardieu: Nuytten, 1988), documentales, libros que van de biografías a análisis de sus obras, pinturas, catálogos, exposiciones itinerantes… es como si el mundo tratara de decirle: “aquí estás, pequeña, más vigente que nunca: ni las rejas, ni el silencio, ni la sombra, ni la absoluta soledad de tu celda lograron destruirte”. En palabras de Nietzsche: Camille Claudel “nació póstuma”. Es que al buen burgués le gusta más reconocer que conocer. ¿Para qué descubrir y admirar a un nuevo escultor, cuando ya se tiene a Rodin por cincelador “oficial” de lafin de siècle? Camille murió de rejas. De soledumbre. De olvido. De desdén. De silencio. Como el poeta napolitano Torcuato Tasso (1544-1595), encerrado en un manicomio y declarado “loco”, cuando era, antes bien, uno de los espíritus más lúcidos de su tiempo, Camille tuvo que pagar el onerosísimo precio de tres atributos que, juntos, suelen generar pánico y deslumbramiento a un tiempo, un mysterium tremendum et fascinans: aquello que fascina por cuanto es temible, y es temible por cuanto fascina. Esos tres atributos fueron: genio creativo, belleza física, inteligencia en cantaradas. Podía habérsele perdonado algún grado de talento de haber sido fea, o mucha belleza si hubiese sido tonta, ¿pero genial al tiempo que bella? ¡No, no, no: era menester ponerla tras barrotes y declararla “la loca del ático”, ese infaltable personaje de las novelas góticas victorianas: Madeline Usher. de Edgar Allan Poe; Bertha Mason, de Charlotte Bronté; Emliy Grierson, de William Faulkner; hay tantos ejemplos! Esa aberración social e histórica que Foucault denominó “la histerización de la mujer”, o bien “la patologización de la mujer”.
Prohibido embarrialarse
Oriunda de la región de Champaña, donde nació en 1864 (exacta contemporánea del movimiento impresionista en pintura y en música), Camille, como tantos niños, gozaba jugando en el barro. La fascinaban su textura, su maleabilidad, su aroma. Sus padres la reprendían por su ropa y su cuerpo embarrialados: pero ambos –en particular él–, creyeron siempre en su talento. Moldeaba los rostros de su empleada Helène y de su hermano menor Paul, el gran poeta y daramaturgo francés, representante del moderno catolicismo galo. No se le debe prohibir a ningún niño experimentar, siquiera una vez en su vida, el gozo supremo de chapalear en el barro, en el agua, o sonreír y saltar bajo la lluvia: sería un crimen de lesa humanidad.
Rodin
En 1882 entra en la Academia de Paul Dubois, que no tiene mucho que enseñarle. La Escuela Nacional de Bellas Artes de París estaba aún vedada para las mujeres. De las muchas creadoras talentosas de la época, la pintora Berthe Morisot fue la primera en ser admitida en la prestigiosa institución. Pero no solo la Escuela de Bellas Artes le fue prohibida: Camille tampoco podía entrar a ciertos cenáculos, como el legendario café Guerbois, frecuentado por los intelectuales y artistas de la época, liderados por el pintor pre-impresionista Edouard Manet: ¡y eso que Francia fue pionera del feminismo desde tiempos de Olympe des Gouges, George Sand, las “preciosas” y las salonnières!
Y luego una de esas fechas que marcan el calendario interno, íntimo –no el “oficial” y “objetivo”– de una persona: encuentro en 1883 con Auguste Rodin, veinticuatro años mayor que ella. Otro iconoclasta, Rodin también había sido rechazado en las más importantes academias de París. La empatía entre ambos fue inmediata. Ella llegó a él con ojos deslumbrados, pero la admiración no tardó en convertirse en otra cosa. Fue su modelo, su asistente, su discípula, su inspiración, su admiradora, su amante, su colaboradora y, sobre todo, su musa. Camille contribuye significativamente a crear la imponente Puerta del infierno, vorágine de cuerpos torturados, algunos de los cuales fueron tomados de otras esculturas de Rodin, y de la propia Camille.
Seguirían muchas obras maestras: La Danaide y Fugit amor, hitos en la producción de Rodin, todos brotados bajo el hechiz
o de Camille. El agrio, dificilísimo crítico Gustave Mirbeau, elogió el trabajo de Camille: “Esta muchacha (sic) esculpe en un estilo que conserva bien su individualidad, a pesar de la proximidad de un gigante como Rodin”. En este punto el “gigante” fue noble: “Yo a Camille le señalé el camino para encontrar el oro, pero todo el que ha extraído ha sido obra únicamente de ella”. Y luego: “Ya no acepto las críticas de nadie: solo el juicio de Camille cuenta para mí”. Rodin jamás ocultó su admiración por su compañera: lejos de ello, la estimuló a proseguir una carrera que hubiera sido meteórica, de no haberla tronchado el fantasma de la vesania.
A pesar de la pasión que los unía –o quizás precisamente por ella– la relación de ambos estuvo surcada por tormentas y dolorosas rupturas. Rodin tenía desde hacía muchos años una mujer, Rose Beuret, costurera, que le hacía las veces de compañera “oficial”, asistente, en algún momento modelo, y que Rodin no solo nunca abandonó, sino que desposó pocos días antes de la muerte de ambos. Rodin ignoró las constantes peticiones de separación de Camille. La relación comenzó a avinagrarse. De esta época data la que, para muchos, es quizás la más bella escultura de Camille: La edad madura. En ella vemos a un Rodin monumental, más una imagen de su alma que de su físico. Un Rodin a todas luces idealizado y magnificado por el delirio del amor. Su belleza es en buena medida proyección de la hermosura interna de Camille.
En esta obra, una mujer se arrastra implorante detrás de él, como tratando de retenerlo, mientras una especie de ángel – arpía (Rose Beuret) intenta raptarlo. El trío amoroso no podría ser más claro. Pero Rose no era realmente un ave de rapiña: fue una compañera leal, paciente y devota. Rodin vivió en el mejor de los mundos posibles: la compañera doméstica para las necesidades “peatonales” de su vida; y luego la musa, la amante, la llama divina de su inspiración, dueña de la dimensión poética y telúricamente erótica de su vida.
En 1905, Camille rompe con Rodin y entabla un romance con Debussy, quien secretamente le dedica –¡esta es información recientemente desempolvada!– una versión del Preludio a la siesta de un fauno, una de las obras seminales del siglo XX. Pero Debussy estaba casado con su primera esposa, Rosalie Texier, y la relación no tenía ninguna posibilidad de prosperar. Todo apunta a que Debussy dejó más honda huella en Camille que viceversa. Aunque, ¿quién puede afirmar esto con seguridad? “¡Es tan misterioso, el país de las lágrimas!” (Saint Exupéry).
Siempre llevaba las de perder, Camille. ¿Por falta de luces? No. Porque su hipersensibilidad, su vulnerabilidad emotiva, su fragilidad psíquica –condición de posibilidad de su arte– la hacían jugar siempre con piezas negras, en la inmemorial lid erótica. Es muy bella, la fragilidad –voces y clamores hondos y hermosos brotan de nosotros cuando estamos frágiles–, pero hay que tenerla bajo custodia y echar músculos en el alma cuando la situación lo amerita.
¿Locura?
En 1905, a pesar de verse consagrada por frecuentes apariciones en revistas de arte y gozar del reconocimiento de sus colegas, la salud psíquica de la escultora comienza a deteriorarse. Entra en prolongados períodos de postración, sucedidos por violentos raptos que la llevan a destruir su propia obra. Dios sabrá cuántas piezas maestras perdimos a raíz de este suicidio artístico. Toda la familia, con excepción de su padre, insiste en internar a Camille en un asilo. Paul Claudel llega a los puños con Rodin, culpándolo por el desquiciamiento de su hermana. El no intervencionismo de Rodin cuando internan a Camille en el asilo es, simplemente, una canallada. Por lo que a Claudel atañe, debo decir lo siguiente: siento por su obra literaria (poesía y teatro, sobre todo), una admiración ilimitada. Lo he leído con lupa en mano, y lo seguiré leyendo hasta el último de mis días. Pero en tanto que hermano, que ser humano, que hombre, desprecio su conducta desde los tuétanos, desde la médula misma de mi alma. A fin de poder disfrutar de su literatura, tengo que “cancelar” en mi mente todo lo que hizo con Camille. Es una faceta de su vida que debo invisibilizar.
La suerte de Camille estaba echada: el padre muere el 3 de diciembre de 1913: ocho días más tarde, por insistencia de la madre y la hermana (quienes nunca vieron con buenos ojos su estilo de vida), Camille es recluida en el asilo de Ville-Evrard. Paul estaba en Shanghái, China, cumpliendo con sus funciones diplomáticas consulares, y nada podía hacer por ella. Un mes más tarde, es trasladada a otra institución (“casas de convalecencia” las llamaban piadosamente en esa época): Montdesvergues. La familia y los médicos prohibieron taxativamente las visitas y las cartas (lo mismo hicieron con el desquiciado Schumann entre 1854 y 1856). En más de treinta años de internamiento, Camille fue visitada únicamente doce veces por su hermano Paul. Se trató, en esencia, de una reedición del tormento de Tasso, y de muchos otros grandes espíritus, que sus contemporáneos juzgaron “apropiado” declarar “locos”.
A pesar de su mejoría, de sus súplicas, y de la lucidez reencontrada, Camille permaneció recluida hasta el día de su muerte, el 19 de octubre de 1843. Fue enterrada en el pequeño cementerio del asilo de Montdesvergues, bajo una lápida innominada, que llevaba por indicación únicamente el número 1943-n392. Cuando en 1855, tras la muerte de Paul, la familia propuso el entierro de ambos cuerpos juntos, y fueron a buscar la tumba de Camille, el asilo respondió que el pequeño cementerio había sido destruido para ampliar las instalaciones de la institución, y que nadie sabía lo que se había hecho con las tumbas. Como Mozart, Camille ni siquiera gozó de una lápida o una piedra sepulcral que consignara su nombre, sus fechas de nacimiento y defunción, y su lugar de reposo. Eso que por principio no se le niega a nadie, le fue negado a estos dos inmensos genios.
El desagravio
La revaloración de Camille Claudel como artista data de la década de los cincuenta. Ya en 1951, el Museo Rodin organiza una exposición con cuarenta de sus obras e innúmeras reproducciones fotográficas. Proliferan los documentales producidos y transmitidos por la Radio-Televisión Francesa. Calles, placas, puentes, parques: todas esas distinciones que por definición nos son adjudicadas tarde. Como decía Yolanda Oreamuno: “Tal vez solo a la muerte se llega demasiado temprano” (“Vela urbana”).
Más importante que todo esto, una copiosa bibliografía en torno a Camille Claudel ha generado fascinación por su obra y su vida. Lo que en ella intriga a los espeleólogos de la mente humana, es la relación –¿podemos siquiera estar seguros de que la hay?– entre locura y genio. La pregunta de las preguntas puede formularse de esta manera: ¿Fue Camille una escultora pionera, creadora de una nueva provincia de la belleza, de una comarca inexplorada de la poesía hecha forma, gracias a su locura? O por el contrario: ¿fue su locura un factor trágicamente limitante de su arte, y hemos de asumir que de haber sido psíquicamente saludable habría producido obras de mucho mayor valor?
Esa pregunta, que me traspasa el corazón como una daga ardiente, me la he planteado mil veces a propósito de mi amado Robert Schumann, y luego de muchos otros: Nerval, Maupassant, Hölderlin, Nietzsche, Van Gogh, Donizetti, Smetana, Baudelaire, Novalis, y un buen cortejo de notables. A todo esto, urge también considerar el carácter social de la locura: ¿cuántas mujeres brillantes no fueron recluidas en asilos o declaradas locas “por decreto” debido al potencial subversivo y rupturista de su obra? A la larga la “locura” de muchas mujeres fue su peculiar estrategia psíquica para enfrentar un mundo regido por el implacable logos patris y la lexpatris. Me limito a dejar la pregunta abierta, como una llaga supurante que pide a gritos ser sanada.
¿Qué queda? El ejemplo, para ser recordado, de un criterio sexista y misógino que llama locura en la mujer lo mismo que en el hombre es muchas veces considerado genio. Cuarenta piezas maestras que nos dejan la nostalgia de todo lo que pudo haber sido y no fue (¡cuánto hubiera producido en treinta años: ah, el escozor del futuro potencial!) El poeta austríaco Rainer Maria Rilke (asistente de Rodin en 1905-1906) dijo: “Las manos esculpidas por Camille Claudel parecen animadas por vida autónoma, no necesitan el cuerpo del que fueron segregadas: son seres inteligentes e independientes”. Así lo sentí desde el primer momento en que las vi: por poco me inspiraban temor: era como si en cualquier momento fuesen a moverse, a hablar, a interpelarme.
Y entre todas estas maravillas, un grupo escultórico en particular, que menciono porque encarna la esencia de la música y el movimiento: El vals, de 1891. El inspector de bellas artes de París obligó a Camille a vestir a los bailantes, originalmente desnudos. La pieza no pierde con ello nada de su sensualidad. Sensualidad, sí: carne, piel, músculos, venas y alma, que fue lo que Camille supo darle a la piedra. Parafraseando el conmocionante soneto de Quevedo: “¡Piedra seré, mas piedra enamorada!”