Miguel Martí, periodista y escritor.
A dos años del triunfo argentino en el Mundial, quisiera compartir de nuevo el texto que escribí como homenaje a Messi y a sus compañeros de selección por la proeza realizada.
El fútbol es tango.
El elemento existencial más profundo y decisivo que diferencia a brasileños de argentinos, es que los primeros adoran “el jogo bonito” mientras que los segundos exigen “el juego con huevos”.
Los brasileños van a la cancha para ver a sus ídolos correr alegremente por el campo inventando jugadas inverosímiles que culminan, cuando anotan, celebrando felices y risueños mientras bailan.
Los argentinos van a la cancha para ver a sus ídolos romperse el pecho -y los huevos- en remontadas épicas. Cuando anota, el jugador argentino se desploma de rodillas con su rostro cubierto en lágrimas, esperando el abrazo poderoso de sus compañeros que también lloran a mares.
Para los brasileños el fútbol es samba. Para los argentinos el fútbol es tango.
Así las cosas, Argentina no podía -no debía- ganar fácilmente el pasado campeonato mundial. Habría sido una traición a su esencia.
Haberlo hecho como lo hizo Brasil en 1958, de la mano de un niño con el extraño apodo de Pelé; o haberlo conquistado como lo hicieron en 1962 con Garrincha, el corbetas más portentoso que jamás existió, que dejaba desparramados a sus adversarios antes de anotar; o como también lo hicieron en 1970 con un equipo que deslumbró al mundo y que se dio un paseo frente a unos aturdidos italianos; o como de nuevo lo lograron en 2002 con su tridente bailarín de las tres erres: Rivaldo, Ronaldo y Ronaldinho, habría sido inaceptable para los argentinos, porque los habría privado de la imprescindible dosis de drama que su esencia como pueblo exige a sus ídolos.
Los héroes del fútbol argentino son héroes trágicos, en el sentido más clásico y más griego de la expresión. Tienen que recorrer un largo y tortuoso camino para poner a prueba su valentía y arrojo; tienen que ser derrotados para templar su carácter; tienen que caer para luego levantarse más fuertes. Les está vedado triunfar a la primera y de manera contundente. No porque no puedan -calidad les sobra- sino porque saben, en su ser interior más íntimo y profundo, que Argentina demanda, exige, ruega que se le ofrezca una proeza épica, una batalla sangrienta para que sea más gloriosa la victoria.
Ningún tango nace de la felicidad, ni jamás su propósito es provocarla. Todo lo contrario. El tango existe para recordarnos que vivimos en un valle de lágrimas. Sin tragedia no hay tango. Su origen se remonta a los llamados “guapos”. El guapo era un tipo mafioso, pendenciero y pleitero, siempre vestido con un elegante traje de saco cruzado, zapatos de charol y sombrero de ala ancha que usaba ladeado para ocultar parcialmente una cabellera impecablemente peinada y engominada. Los complicados y enmarañados pasos del tango evocan los movimientos que hacían los guapos cuando, cuchillo en mano, se enfrentaban entre sí. Los argentinos no quieren ver a danzarines en la cancha, demandan “guapos” en el césped. ¿Y quién más guapo que Diego Armando Maradona? Por eso lo veneran. Literalmente.
Los argentinos tienen el peculiar rasgo de canonizar a sus ídolos. Eva Perón es “Santa Evita” y hasta el día de hoy llegan peregrinos a su tumba del cementerio de La Recoleta a dejarle flores. A Maradona no lo hicieron santo. Habría sido un insulto para el guapo más guapo de la historia; lo de santo le habría quedado muy corto. Al Diego lo hicieron Dios. Y ahí estaba, solitario, esperando que alguien viniera a sentarse a su izquierda.
Ese parecía que iría a ser un chico bajito, tímido, callado, educado y tranquilo quien, por más faltas que recibiera, por más planchetazos que le dieran, jamás se abalanzó sobre su agresor para cerrarlo a trompadas. Simplemente se levanta y sigue jugando. “¡Che, qué poco argentino, viste!” “Es que es europeo, no es de los nuestros”. Lionel Messi es argentino, pero no es un guapo. Es un pecho frío. Por ello, de nada servían sus tiros libres magistrales, sus asistencias inverosímiles, sus goles plenos de belleza. Quizá en algún momento Messi entendió que tenía que asumir su destino de héroe trágico y, como en las obras griegas, se entregó a cumplirlo. Ante el Hado funesto, ni Zeus puede.
E inició así su propia jornada iniciática como debe ser: cayendo, siendo derrotado y humillado hasta cuestionarse su valía. Tras otra derrota en final de Copa América dijo “basta”. El héroe vencido se retira a su desierto. Lame sus heridas. Asume sus dudas y temores y en un momento de iluminación mística, finalmente lo ve todo claro: tiene que asumir su esencia. Y como Aquiles, retorna a la batalla. Pero esta vez lo hace en un paulatino proceso de mutación para ser argentino, no europeo. Y poco a poco, ante nuestros ojos, vemos su transformación. Ahora reclama, ahora encara a su adversario cuando le hace una falta fuerte; lo vemos discutiendo con el árbitro. Los hinchas advierten el cambio y empiezan a aceptarlo. Lanza besos a las tribunas como nunca antes. Se ríe. Llora. Sí, llora a mares cuando finalmente levanta la Copa América. “Ya parece de los nuestros”. Y por ello se esparce por toda Argentina un sentimiento hasta entonces más deseado que real y nunca verdaderamente concretado: empiezan a querer a Messi. “Ahora sí chicos, vamos con todo con Messi, este será su mundial”. Y Messi les retribuye su apertura dando el paso final que le faltaba para convertirse en un verdadero guapo: insulta a su adversario. “¡Qué ves bobo, andá pa yá!” Para los estándares argentinos dista mucho de ser un insulto que de verdad se respete; hasta las nenitas y los nenitos lo hacen con más intensidad y de manera más soez. Pero bueno, no importa; lo que importa es su descomunal impacto simbólico: ¡Lionel Messi finalmente es de los nuestros, plena y totalmente! Por ello, tan solo minutos después, ya circulan en toda Argentina las remeras (camisetas) con las palabras sagradas, las que rompieron definitivamente la maldición e hicieron de Messi el guapo que todo un pueblo esperaba.
Y viene La Batalla Final. Hasta el minuto 80 Argentina, como Brasil en 1970, se da un paseo ante los aturdidos franceses. Pero a diferencia de los brasileños, ellos no podían ni debían ser campeones así: su destino y su esencia les impone rozar la tragedia, tienen que caer para luego levantarse como el Ave Fénix en un vuelo espectacular de sacrificio y de gloria. Si anotaban el tercero o el cuarto no habría sido para nada igual. Las masas en Argentina quizá hasta lo habrían resentido: quieren recibir a héroes ensangrentados; exigen una victoria épica para poder contarla eternamente a sus nietos y nietas en los asados de familia los domingos por la tarde. De otro modo ¿qué les dirían? “Y nada che que los goleamos y fuimos campeones. Es todo, qué mas te voy a decir”.
Scaloni intuyó que no debía obtener una victoria fácil y mandó sacar a Di María. Todo cambió. El juego se empató. ¡Ahora sí hay verdadero drama, che! Y fue así como esos hombres dejaron de ser simples jugadores de fútbol para convertirse en gladiadores, en guerreros, en héroes. Solo así podía Messi culminar en triunfo para poder ir -ahora sí- a sentarse a la izquierda de Maradona. Ahora es otro guapo de su estatura. Ahora sí..bailemos un tango.
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