En alas de la canción: los lieder de Schubert y Schumann

En alas de la canción: los lieder de Schubert y Schumann

Jaques Sagot, Revista Visión CR.

El primer instrumento que el hombre utilizó fue la voz humana.  En sus llamados a las armas, para asustar al rival, imitando el canto de las aves y de otros animales, en los ritos de apareamiento y en los ritos agrícolas, la voz humana fue posiblemente el modo de expresión primigenio.  Pero en algún bendito momento de la historia de la humanidad, el hombre advierte que se podía alear la música con las palabras, creando una nueva forma de arte; música y texto eran capaces de aliarse, reforzándose una al otro.  Cualquier mensaje redobla su fuerza cuando es planteado musicalmente.  Había nacido la canción, y toda la historia de la música dependería de ella.

Schubert: el gozo de cantar

Pasemos a considerar la canción en el que fue su siglo de oro: el romanticismo.  Antes tenemos canciones de Haydn, Mozart y Beethoven (la famosa “Adelaíde”).  Pero eran composiciones consideradas al margen de la historia, pequeñas incursiones de los maestros en un género juzgado menor.

Y de pronto emerge un hombre para quien la canción tenía igual dignidad, si no más, que las obras sinfónicas.  Schubert es su nombre, y treinta y un años de vida no le impidieron componer más de 600 canciones, además 15 óperas (que nadie escucha), 9 sinfonías, 6 misas, sonatas, cuartetos, música para piano a cuatro manos (tocadas hoy a menudo en dos pianos).  La canción es el alma de la música de Schubert.  Aun cuando escuchamos sus sinfonías, nos queda el sabor de haber oído una serie de canciones bien hilvanadas, utilizadas para crear con ellas un fresco sinfónico.

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Franz Peter Schubert.

En Alemania la canción es llamada Lied, y su plural es lieder.  Pocos discutirían que Schubert sea el más representativo Liederista de la historia.  Ya entre sus primeros lieder se cuentan piezas maestras, como “El rey de los elfos” y “Margarita en la rueca”. ¡Compuestos a los quince años!  Es imposible pasar revista a la historia de la canción sin celebrar a su cultor por antonomasia.

 

No hay sentimiento que no sea evocado en estas 600 joyas musicales: el amor, el miedo, el abandono, la más plena manifestación de la alegría y de la nostalgia.  Y lo más conmovedor de todo es la pureza y el aire naif de todos ellos.  Algo candoroso, casto, y -casi diría uno- adolescente nos cautiva en ellos, y nos ofrece además la vívida imagen del compositor.  La canción schubertiana mantiene un vínculo robusto con el folclor.  Es una de las razones de su universalidad.

Habiéndole enviado algunas composiciones a Goethe, este replicó: “prohibido poner música a los pies de mis versos”.  Irónicamente, si alguien recuerda “El rey de los elfos” y “Margarita en la rueca” ambos sobre textos del “Sabio de Weimar”, es debido a la musicalización de Schubert.

Pero en sus ciclos de lieder postreros, “El canto del cisne” y “Viaje de invierno” el risueño Schubert nos lleva a parajes donde la muerte, la soledad, la melancolía, la postración son por poco tangibles en el aire.  Sabía que se moría, que la sífilis había inficionado su cuerpo y su mente, que la clepsidra estaba ya a punto de dejar caer su última gota, que temblaba estremecida en el vaso superior…  Schubert compuso su mejor música con la espada de Damocles ya pendiendo sobre su cabeza.

Schumann, el triunfo de la poesía

Con Schumann entramos a un mundo más oscuro, más complejo y psicológicamente menos diáfano (recordemos su intento de suicidio y su internamiento en una “casa de convalecencia” a los cuarenta y cuatro años).  Los ciclos de lieder compuestos sobre textos de un solo autor suelen ser llamados Liederkreiss. Schumann escribió por ejemplo “El amor del poeta”, sobre poemas de Heine, “Amor y vida de mujer” basados en textos de Adelbert de Chamisso, los Liederkreiss sobre poemas de Holderlin y de Eichendorf, y el ciclo de maravillosas canciones inspiradas por los textos de Justinus Kerner.  Schumann era muchísimo más selectivo con sus autores que Schubert.  Mientras este ponía en música cualquier versillo que sobre sus manos caía, Schumann exploraba lo más hondo de los compositores alemanes del romanticismo.

Los lieder de Schumann (como los de Schubert) tienen las siguientes estructuras: Considerando que A es una melodía y B otra melodía, eran frecuentes las siguientes configuraciones: ABA, ABABA, AAAA. En este último modelo, tratándose de una sola melodía, el compositor generalmente incluye, en cada aparición del tema único, pequeñas variantes.

Schumann llegó a ponerle música a Goethe, Shakespeare y Victor Hugo.  Para él era necesario que el autor del texto fuera un poeta de primera magnitud (recordemos que durante su juventud Schumann tuvo la certeza de que la historia lo recordaría como poeta, no como músico).  El abordaje de Schumann al Lied es mucho más complejo que el de Schubert.  La parte del piano no se limita a crear atmósferas o crear la ilusión de objetos concretos (el girar de la rueca en “Gretchen und Spinnrade”, de Schubert).  La parte de piano es tan inmensurablemente bella, que en ocasiones podría ser tocada y disfrutada sin la voz humana.  Es técnicamente mucho más demandante que Schubert.

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Robert Schumann.

Su apego al texto, ilustrando hasta sus menores detalles, va mucho más allá de lo que Schubert jamás propuso.  Schumann hacía, literalmente, lo que lo anglosajones llaman “word painting”, esto es, pintar con colores musicales cada palabra, cada inflexión, cada matiz del texto.  Es música de un romanticismo ardiente al tiempo que sombrío, mórbido, lunar.

 

Es tan delirantemente poética, la música de Schumann, que por momentos me asusta, hace que los estremecimientos sacudan mi cuerpo y mi alma.  Con el furor maniático que lo caracterizaba, Schumann compuso solo en el año 1840, 120 lieder (uno cada tres días).  Todos son bellos, todos son obras maestras, todos parecen haberle sido dictados al oído por musas que no siempre eran seres de luz: a veces se trataba de demonios y endriagos infernales.  Esos que, a la postre, se robaron su lucidez y lo recluyeron durante dos años y medio en el asilo de Endenich, cerca de Bonn (hoy en día una escuela de música para niños y un bellísimo museo dedicado al gran maestro).

¿Y EL PIANO?

En el caso de Schubert y de Schumann no se puede hablar de un cantante con acompañamiento de piano.  Antes bien, el piano tiene por función preparar y sostener la atmósfera que el texto sugiere: así, por ejemplo, en “El rey de los elfos”, el piano mantiene constantemente un ritmo de galope.  Y es que en el texto un hombre cabalga con su hijo enfermo en medio del fragor de la tormenta, buscando la más próxima posada.  En “Margarita en la rueca”, el piano crea, con los meandros de la línea melódica, el bisbiseo constante de la rueca.  El lied “La trucha” (mismo título y tema del célebre quinteto), imita los saltos de la trucha por medio de juguetones arpegios ascendentes.  Eso por lo que atañe a Schubert.  En el primer lied de “Los amores de poeta”, de Schumann, las líneas ascienden y caen después lentamente, como el anhelo insatisfecho del bardo, como una serie de ímpetus abortados por la melancolía.  La pieza no encuentra al final el reposo de la nota tónica, queda suspendido… como el deseo del poeta.   Encontramos aquí una verdadera hósmosis entre el piano y el cantante.  A Schumann debemos 240 Lieder.

Después de su internamiento y su locura, lo que más frecuentemente compuso fueron lieder, pero ni su amigo Brahms ni su esposa Clara juzgaron que la música fuera digna de ser oída, y que se le hacía daño al compositor publicando las canciones compuestas durante su internamiento.  Schumann pretendía que las melodías le eran dictadas directamente por los ángeles.  Esta exclusión del catálogo de Schumann constituye un error “de absolución papal”, por parte de Clara y el buen Johannes.  También excluyeron su Concierto para Violín y Orquesta.  Efectivamente, la obra es menos que perfecta (Schumann no tuvo tiempo de revisarla), pero ello no impide que muchísimas de sus páginas sean de una insondable belleza, de un lirismo sobrecogedor, y nadie tenía derecho de sepultarlas.

La parte de piano suele ser particularmente difícil en el caso de Schumann (recordemos que al principio de su carrera había soñado con ser un virtuoso del piano).  Su tratamiento del género incluía un preludio, un interludio entre cada estrofa, y un postludio a guisa de comentario final del piano.  Si no encontramos en él el carácter naïf de Schubert, sí tenemos raudales de poesía pianística, de sofisticación armónica, y el predominio claro de la melancolía como “paisaje del alma” (Unamuno).

Casi todos los compositores posteriores a Schubert y Schumann cultivaron, según el modelo de estos grandes maestros, series de Lieder.  Mendelssohn (su canción “En alas del viento”), Brahms (las severas “Canciones serias”, que nos hablan de la muerte), Hugo Wolf, quien prácticamente solo compuso lieder y, como Schumann, terminó sus días en el manicomio, y el caso de Mahler, donde no era el piano el “instrumento colaborador”, si no la orquesta sinfónica entera, aumentada a veces por instrumentos poco usuales.

LOS QUE HABRÍAN DE VENIR

Si los lieder de Schubert y Schumann constituyen la juventud y apogeo del género, debemos mencionar a Gabriel Fauré, Debussy, Ravel, Duparc y Poulenc como grandes cultores de la Chanson francesa (en Francia no se aceptó nunca el término lied).  Una vez más, el piano tiene en estos maestros un papel protagónico. En Le berceau (la cuna), Fauré escribe una parte de piano que imita el dulce arrullo de la mar- madre.  Debussy recrea algunos de los textos más “salaces” del autor de Las flores del Mal, y Ravel se pierde en el exotismo con sus “Chansons madegasques” (“Canciones de Madagascar”).  Y si vamos a otras latitudes, la huella de Schubert y Schumann se puede percibir en Tchaikovski, Mússorgski y Rachmaninoff (soberbias canciones que recomendamos enfáticamente a aquellos escuchas que solo están familiarizados con sus conciertos), o en los escandinavos Grieg y Sibelius.

En el fondo, el lied alemán o la Chanson francesa obedecen al mismo principio estético: unir la música y la poesía de manera indisoluble.  Crear con el texto por un lado, con la música por el otro, una nueva forma de belleza, sincrética, donde la música sigue a la letra hasta en las más pequeñas inflexiones del poema, y donde el poema realce la belleza de la música.  Ambicioso proyecto, llevado a espléndida fruición por los maestros mencionados.  Al día de hoy, al ser humano no se le ha ocurrido aún cosa más bella que tomar un bonito poema, y adaptarle una hermosa, elocuente melodía.  Cantar el “Ave María” de Schubert, por ejemplo, es orar dos veces: el texto y la música que lo reviste de espléndidas armonías.  Cantar “El amor de poeta” de Schumann es también amar dos veces: todo el erotismo latente en la poesía, y luego el que la música, fecundada por ella, nos entrega a manos llenas.  El Lied es siempre, por definición, un acto de amor.

 

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