Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Pocas personas lo creerían, pero durante los años 1950-1952, el mejor fútbol del mundo no se jugaba en Uruguay, Argentina, Inglaterra, Italia, Brasil o Alemania… ¡sino en Colombia!
El Millonarios de Bogotá, el “ballet azul” de Alfredo Di Stéfano y Adolfo Pedernera –jugador al tiempo que técnico–, con su acompasado y virtuosístico estilo rioplatense, deslumbró al mundo. En 1953 jugó contra el Real Madrid para celebrar el cincuentenario del club español, y le impartió una lección de fútbol a domicilio que ha adquirido desde entonces el status de leyenda urbana.
Desgraciadamente para Colombia, el Real Madrid hizo justo lo que desde entonces se ha especializado en hacer: comprar –¡no formar!– jugadores. Adquirieron a Di Stéfano, y el Rey Midas del fútbol transformó el cuadro merengue en oro puro de 24 quilates.
El eje del balompié mundial pasó de América a Europa merced a esta sola operación. A partir de 1955, y durante todo un lustro, Di Stéfano le dio al Real Madrid cinco copas de campeones de Europa consecutivas.
Cela étantdit, vuelvo a mi punto inicial: el Millonarios de Bogotá tiene un lugar de privilegio en el “museo imaginario” (Malraux) del fútbol. En su nómina, amén de Di Stéfano, figuraban el mítico volante de contención Néstor Raúl Rossi, y gigantes como Pedernera, Zuluaga, Cozzi, Contreras, Pini, Báez y Villaverde. En 1953 ganaron apoteósicamente el que en aquel entonces era llamado “Mundialito de clubes”, jugado en el Estadio Olímpico de Caracas cada año, entre 1952 y 1957, y que fue el antecesor directo de la Copa Intercontinental de Clubes (Copa Toyota) que se jugó desde 1960 hasta 2004 (a partir de 1980 en Japón), y del actual Campeonato Mundial de Clubes, que se celebra desde el año 2000.
No dejaré de observar que el mote de “ballet azul” nos remite de manera elocuentísima al imaginario estético del fútbol. ¿Un equipo – ballet? Solo puede decirse de un cuadro que “coreografiaba” sus jugadas, que practicaba el fútbol con apego a ciertos ritmos y tempos, de manera grácil y cadenciosa, ofreciendo un espectáculo por lo menos tan estético como eficaz en términos de resultados.
Y claro, como en todo ballet, habría una prima ballerina y luego un cuerpo dancístico capaz de servirla con todo esmero. El ballet es un arte donde el conjunto prevalece sobre el individuo: es una troupe, un corps de dance, en el que se distinguen movimientos muy bien determinados: frappé, emboîté, pas de chat, fouetté, pirouette, glissade, écarté, giros diversos, cadenzas de virtuosismo… Créanme que es con toda seriedad que tomo la denominación del Millonarios de Bogotá como “el ballet azul”. Sin duda eran una apoteosis del fútbol – arte.
Otros equipos han cultivado el fútbol dancístico, y por poco podría decirse que, como la capoeira, el arte tenía tanta importancia como la mera mecánica abocada a la efectividad y el resultado. Varios se me vienen a la mente, pero por supuesto –es un consenso mundial, no mi subjetivo sentir– el Brasil campeón en México 1970 era como ver El lago de los Cisnes de Chaicóvski interpretado por Nijinsky, Karsavina, Nureyev, Barishnikov y Margot Fonteyn. Se trataba de un fútbol creativo, improvisatorio, audaz, lírico, romántico y espadachinesco. Ahí donde un equipo puede aspirar a tener un solo genio –o a lo sumo dos–, Brasil se permitió el “lujo vital” (Ortega y Gasset) de alinear a siete: Pelé, Rivellino, Tostao, Jairzinho, Gerson, Carlos Alberto y Clodoaldo.
Era un despliegue exuberante, casi ostentoso de talento, de inspiración, de fantasía. Siento una nostalgia profunda de esta concepción hedonista y gozosa del fútbol. Como exclamara el poeta François Villon: ¿adónde se han ido las nieves de antaño?
Colombia volvió a tener una era dorada, y ello fue durante la última década del siglo pasado. Su selección nacional, liderada por Francisco Maturana, nos ofreció el mejor fútbol que podía verse en el mundo, con figuras como Valderrama, Rincón, Asprilla, Escobar, Álvarez y Redín. Sin embargo, ese cuadro de ensueño fracasó miserablemente en los tres mundiales a los que concurrió: Italia 1990, Estados Unidos 1994, y Francia 1998. La verdad sea dicha, nada ha logrado aún igualar al equipo Millonarios de Bogotá que a principios de los años cincuenta deslumbró a la comunidad futbolística, y probó, una vez más, que los aficionados esperan belleza, profusión, generosidad e intrepidez de sus equipos, y que entre eso y el neg-fútbol, des-fútbol, a-fútbol, contra-fútbol de ciertos tecniquillos cicateros y pusilánimes, existe la diferencia que hay entre una catedral gótica y una pulpería de arrabal. ¡Larga vida al fútbol – arte, y muerte y olvido para los harpagones, volpones y scrooges del deporte!
No entiendo de fútbol, se gue genera muchísimo dinero, pero poco más puedo decir. Lo siento