Jacques Sagot, Revista Visión CR.
¡La Sinfonía de Leningrado, la más colosal concepción sinfónica de Shostakóvich! Estamos en presencia de la estética de lo monumental, de eso que Kant hubiera llamado “lo sublime majestuoso”. ¡Cielo santo, pero si hablamos de un terremoto musical de magnitud 9,5 en la escala de las conmociones estéticas! ¡Una avalancha de decibeles, sí, pero también un testimonio histórico, y una de las cimas señeras del más grande sinfonista del siglo XX!
Shostakóvich compuso quince sinfonías: es el autor más prolífico en este género después de Haydn, autor de ciento cuatro. La Sétima, en la diáfana tonalidad de Do mayor, opus. 60, no es quizás la mejor de ellas, pero nadie puede negar que es la más espectacular, la más grandilocuente, mayestática, épica y cinematográfica de sus concepciones. Es una sinfonía descriptiva o programática, esto es, una obra que “narra” una historia extra musical. De ahí su visualidad, la riqueza y colorido de las imágenes que suscita, y su “vocación” cinematográfica: es en buena medida una hija del realismo socialista soviético, algo que podría haber salido de la mente de un Serguei Eisenstein, y podría fungir como música de las películas Alexander Nevski, o El Acorazado Potemkin, más puntualmente, de la batalla entre cosacos y civiles en las gradas de Odessa, cuando la cuna con el bebé rueda escaleras abajo, entre la risotada de hiena de las ametralladoras y el rugido de las bombas.
Por encima de cualquier otra cosa, la Sinfonía de Leningrado es un pedazo sangrante de la historia de la Unión Soviética, una de las más dolorosas al tiempo que estoicas de sus páginas. Una historia de heroísmo que brota justamente en ese instante terrible en que el ser humano debe buscar, dentro de los ocultos filones auríferos de su ser, recursos morales de los que no se sabía en posesión. Un proceso de autoconocimiento provocado por la tragedia.
Estrenada el 5 de marzo de 1942 en Kuibishev (Samara) bajo la batuta de Samuel Samosoud, la obra generó el delirio y el éxtasis del público americano, cuando el 19 de julio de 1942 el gran Arturo Toscanini la presentó en Nueva York, difundiéndola a todo el país a través de la NBC (National Broadcasting Corporation). Shostakóvich se las arregló para enviarle a Toscanini la partitura en forma de microfilm, vía Teherán y El Cairo, y la revista Times la hizo figurar en su portada del mes (desde una ciudad que moría de frío y hambre, y en el nadir humano de la Segunda Guerra Mundial, no había otra forma de hacerle llegar al director la copia de marras).
La obra fue compuesta en pleno sitio de Leningrado, cuando los invasores nazis asediaban la ciudad, enfrentándose a los soldados soviéticos, fineses, y a un refuerzo de milicianos fascistas españoles, que el miserable de Francisco Franco, violando su fementida posición de “no intervencionismo”, envió al frente de batalla: ¡cada día que pasa execro más a este criminal de lesa humanidad, torturador y gazmoño Tartufo moderno! Finlandia se vengó, con esta torva alianza, de un viejo zipizape en el que la URSS le había arrebatado un territorio que en realidad pertenecía, por razones políticas, históricas y geográficas, a los soviéticos.
Leningrado contaba a la sazón con 3 millones de habitantes. Hitler, tan considerado y filantrópico como siempre, optó por cercarlos y dejarlos morir de hambre y frío. Fue un descenso al infierno que duró 900 días: de setiembre de 1941 a enero de 1944. La gente se alimentaba de perros, gatos, palomas, ratas, se dieron casos de antropofagia y de trasiego de cadáveres. Los sitiados caminaban penosamente en medio de las calles amortajadas por la nieve. Sus piernas se hundían en ella hasta las rodillas. El que, víctima de la extenuación, se dejaba caer, no tardaba en ser sepulto por la nieve y probablemente devorado por sus conciudadanos. Nadie se iba a detener a ayudarlo: hasta la última molécula de energía debía ser ahorrada, celosamente administrada. Los aviones de la Luftwaffe, alertados por espías nazis infiltrados en la ciudad, bombardearon e incendiaron el depósito de granos de la ciudad, dejando a la población en plena intemperie ante el hambre que les mordía las entrañas. Un clandestino túnel cavado en el helado lago Lágoda permitió que algunas provisiones aliviaran las insostenibles necesidades de la población. Era preciso quemar en enormes hogueras los muebles, las cortinas, la ropa, los libros, los pianos y violines, a fin de generar un poquito de calor y evitar la muerte por hipotermia. La temperatura se desplomó, de manera absolutamente anormal, a -40 grados, en dos inviernos que se cuentan entre los más severos de la historia del mundo. Como decía Baudelaire: “El Diablo hace muy bien todo cuanto hace”.
No había en la ciudad combustible, de modo que los transportes colapsaron y los sitiados tuvieron que caminar entre las umbrías callejas y las plazas de la ciudad, muriendo a menudo por el efecto de la gangrena, que se prendía de sus pies y manos. Los días duraban apenas cinco horas, con cielos despejados de un azul violáceo mortecino: no había ni siquiera nubes, que hubieran podido retener cerca de la tierra un poquito de calor. Las noches duraban diecinueve horas, con ráfagas árticas que dejaban a los habitantes transidos hasta la médula de los huesos. Eran noches de insomnio, de vigilia, de angustiosa expectación: la muerte podía llegar desde cualquier rincón, en cualquier minuto, con cualquiera de sus máscaras. Se consideró matar a los más viejos, a fin de usar su ropa y comer sus cuerpos. Sabemos que este horrendo procedimiento (parricidio y matricidio) fue consumado por lo menos en tres ocasiones concretas. Los asesinos no fueron enjuiciados: era una situación extrema, si jamás la hubo. Murieron más de 1 300 000 personas: la población de toda Estonia o Trinidad y Tobago.
Lo más conmovedor de todo es que, en medio de esta situación de pesadilla, la vida cultural de la ciudad no murió: era el soporte moral de la población. Pequeños conciertos de música de cámara, espectáculos de ballet y de teatro mantuvieron viva la llama espiritual de los sitiados. Tal es el inmensurable poder que el arte tiene sobre los seres humanos. Shostakóvich se comportó a la altura el gran patriota que era. Se desempeñó como asistente musical en un teatro que ofrecía conciertos a las tropas aliadas, como bombero, como conductor de ambulancias, como operador de radio, como cazador de ratas, como enfermero ad hoc… y como compositor. La Sinfonía fue gestada durante lo peor del sitio, como una enorme explosión de patriotismo, de voluntad de vivir, y de fe inclaudicable en el pueblo ruso. La historia la considera hoy en día como el símbolo mismo de la resistencia ante todos los totalitarismos y dictaduras del mundo.
En sus Memorias, Shostakóvich dice algo de crucial importancia: “La sinfonía está dedicada a Leningrado, pero no al Leningrado de la guerra, sino al de los años que la precedieron: las purgas stalinianas, el genocidio incuantificable de que mi país fue víctima”. Sin embargo, es evidente que la obra ilustra ambas tragedias: tanto la opresión de Stalin, como la guerra contra la Alemania nazi. Esto es tan evidente, que en el primer movimiento (Allegretto), Shostakóvich introduce uno de los pasajes más insólitos, más originales e ilustrativos (de nuevo, el espíritu del cine) de la historia de la música. Me refiero al extensísimo, dilatado y muy paulatino crescendo que representa el avance de la armada alemana. Es más espectacular y mejor graduado que el del Boléro de Ravel, con el cual a menudo lo comparan. Además, lo de Ravel es una apoteosis de la sensualidad, mientras que la música de Shostakóvich representa el avance inexorable de una máquina de la trituración, una especie de ejército de autómatas, de seres subhumanos que todo lo devastan a su paso.
Es a un tiempo grotesca, burlista, y aterradora. Comienza con el más inmaterial de los pianísimos, y ahí va creciendo, como una máquina de movimiento perpetuo. Los androides se hacen cada vez más grandes, sus pasos suenan más próximos, el redoble de tambor (instrumento bélico por excelencia) no cesa ni por un instante de batir en nuestros tímpanos, las disonancias se acumulan… es una marcha infernal, una fuerza demoníaca que vemos venir hacia nosotros, y contra la cual no tenemos parapeto. La música alcanza un máximo de decibeles… en medio de esta visión espectral, Shostakóvich inserta maliciosamente un tema de una opereta austríaca de Franz Lehár, para subrayar la faceta cómica y robótica de los invasores. Es el mismo tema que Bartók (otro exiliado y damnificado de la Segunda Guerra Mundial) introduce en el Intermezzo Interrotto de su Concierto para Orquesta, sazonándolo con irreverentes carcajadas de las maderas. Realmente, el episodio del avance de la invasión nazi resulta neurotizante, horrorizante, irritante, y por encima de todo monstruoso, monstruoso, monstruoso… es el ser humano desprovisto de humanidad, convertido en un mero engranaje de la destrucción. Ominosa y amenazadora, esta música es al mismo tiempo risible y grotesca. Al llegar a su clímax, el oyente está aplastado en su butaca, psíquicamente drenado, escurrido, exhausto.
La sinfonía fue interpretada al aire libre en Leningrado, el 9 de agosto de 1942, con altoparlantes que apuntaban hacia las filas enemigas, a fin de que estas constatasen el indoblegable espíritu de triunfo que animaba a los sitiados. Los nazis estaban desconcertados, no podían dar crédito a sus oídos… ¿cómo era posible que una comunidad tan bestialmente castigada pudiese todavía generar una música tan luminosa, tan imbuida de fervor patriótico, tan hímnica y victoriosa? Fue un certero golpe a la moral de los sitiadores.
“Per aspera ad astra”; “Por el camino del dolor hacia las estrellas –era una de las ideas axiales de Dante, en La Divina Comedia–. Es así como, en el último movimiento (Allegro non troppo) se hace la luz, la música modula al modo mayor, y la obra termina con la extática felicidad de la liberación, de la libertad reencontrada… ¡hay en ella tal sentimiento de expansión, de euforia: es un canto a la vida, al gozo de ser, de otear el horizonte y no ver la proterva traza del enemigo! Bombos, timbales, platillos, bronces… todos se vuelven locos de felicidad. No es una alegría individual, sino colectiva: Shostakóvich encarna la voz de todo un pueblo. Su obra tiene un valor documental y testimonial: es patrimonio universal de la humanidad. Y a pesar del indecible sufrimiento que nos inflige, terminamos por bendecir la vida, y decirnos: ¡gracias a Dios que existen los artistas, esas misteriosas criaturas detentoras del secreto alquímico consistente en la transformación del sufrimiento en plenitud y belleza!
No abundan las buenas versiones de la Sinfonía de Leningrado. Or, cela étant dit, puedo recomendar con gran entusiasmo por lo menos cinco: Arturo Toscanini con la Orquesta de la NBC, Leonard Bernstein con la Orquesta Sinfónica de Chicago, Yuri Temirkanov con la Orquesta de San Petersburgo, Neeme Järvi con la Orquesta Nacional de Escocia, Paavo Järvi con la Orquesta Sinfónica de París. Todas están disponibles en YouTube. La pieza abre las esclusas de la psique y genera inundaciones de adrenalina: no cometan el error de escucharla antes de irse a dormir, o de cualquier paréntesis que demande calma y sedación. Como decían nuestros antiguos campesinos: ¡quedan alvertíos!
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