Rivellino: anatomía de un gol

Rivellino: anatomía de un gol

Jacques Sagot, Revista Visión CR.

Comencemos por el principio, despacito y con buena letra.  Es imperativo, para la comprensión de este comentario, ver el video que Fernando Fernández ha tenido la gentileza de incluir al final del texto.  Sin él, mi texto es letra muerta, toda vez que en él analizo las imágenes que nos propone el video.

Me refiero aquí a una efeméride futbolística.   A un momento de iluminación, de epifanía, de inspiración suprema del Zurdo Maestro, Roberto Rivellino, el jugador de mi vida, y un hombre extraordinario cuya amistad me honra.  Esto tenía que decirlo: ¿name dropping?  Todo lo que ustedes quieran, pero no atravesé la selva amazónica, no me desplacé hasta Vinhedo, Sao Paulo, ni me apresto a repetir la aventura, si no es justamente para poder henchir el pecho y darme el gustazo de decir que Rivellino, genio del fútbol y figura mítica, es mi amigo queridísimo.

Muy bien.  Hasta ahí los prolegómenos.  Pasemos ahora a lo esencial.  La fecha es el domingo 1 de junio de 1975.  El lugar, el estadio Maracaná, ahíto del fervor y el amor de 200 000 aficionados (era, a la sazón, el anfiteatro más grande del planeta).  Las fuerzas de contingencia son el Fluminense y el Vasco da Gama, dos de los equipos hegemónicos de Brasil, más específicamente del Estado de Río de Janeiro, esto es, la región denominada “carioca” en la geografía política de este inmenso, insondable, misterioso país.  Estamos en el minuto 21 de la segunda parte.  El marcador se mantiene 0 – 0.  Rivellino aparece sobre el flanco derecho, cosa atípica (¡pero no infrecuente!) para un zurdo.  Está jugando, así pues, “a perfil cambiado”.  Recibe el balón, avanza de manera casi nonchalante, y encara al fornido defensa Alcir quien, naturalmente, le sale al paso.  Lo que viene después es magia, poesía, arte en su más quintaesencial manifestación.  En aquella época, un jugador podía “abrir un paréntesis” temporal, ralentizar o incluso congelar (es el caso de este gol) el ritmo del juego: hoy en día el fútbol se practica a un tempo tan frenético, maquinal y siderúrgico, que los jugadores no tienen tiempo de “pensar” y construir una acción individual o colectiva: es un fútbol automático, ciego, descerebrado.  Así que Rivellino enfrenta a Alcir y le imprime al partido una dramática pausa, un largo compás de espera.  Alcir está nervioso: tiene delante suyo a uno de los héroes legendarios de la Selección de Brasil campeona del mundo en México 1970, a un driblador que llevaba mercurio más que sangre en las venas.  Todo podía esperarse de él: la esencia de su juego era la creatividad, la inspiración y la improvisación (cualidades más afines al mundo de las artes que al del deporte).  Rivellino genera una expectación que deja al público suspenso, el aliento contenido, el corazón aguardando la señal para su próxima y diferida diástole o sístole.  El Zurdo Maestro amaga un movimiento, pero permanece en su lugar.  La tensión se corta en el aire.  Por fin, Rivellino le regala al mundo esa finta que se convirtió en su firma futbolística: el “elástico”, también conocido como “la viborita” o “el zigzag”.  No la creó él, sino su compañero del Corinthians Sérgio Echigo, conocido como “el Japonés”.  Pero fue Rivellino quien la perfeccionó, extrajo de ella los mejores dividendos, y además la universalizó: jugadores como Ronaldo “el Fenómeno”, Ronaldinho, Cristiano Ronaldo y Messi la han adoptado en su repertorio de florituras futbolísticas.

O gol de Rivellino, do Fluminense, contra o Vasco, pelo Carioca de 1975

Lo que Rivellino hace se divide en dos tiempos: un gesto eferente, centrífugo, excéntrico, un movimiento de alejamiento en el cual, con la cara externa del tobillo izquierdo, distancia el balón de su cuerpo (simulando un desborde por el flanco derecho del marcador), luego, en la segunda mitad de la jugada, la zurda efectúa una traslación retráctil de la pelota: es la fase aferente, centrípeta y concéntrica de la jugada.  Todo esto sucede, literalmente, en nanosegundos.  Es un relámpago, una especie de eléctrico, fulgurante trazo sobre el terreno de juego.  Su pierna zurda (canhota) dibuja y coreografía en la gramilla este desconcertante arabesco.  En el movimiento retráctil de la pierna izquierda, Rivellino le inflige al defensa un “túnel” o “caño” (le pasa el balón entre las piernas).  Es el tipo de jugada que desmoraliza y derrota psicológicamente a cualquier marcador.  Muy bien: atrás ha quedado, burlado, inmóvil y perplejo, el pobre Alcir.  ¿Qué inventa entonces Rivellino?  Se interna en el área rival, zigzagueando entre dos defensas, los supera en velocidad, y queda solo frente al portero Andrade.  Este es el último bastión del equipo rival.  El arquero hace lo mejor que puede (que, ¡ay!, no es suficiente ante un fenómeno de la naturaleza como el que tiene enfrente).  Rivellino avanza por el costado derecho.  Esto sugeriría que va a batir al portero hacia su brazo derecho, esto es, el palo más alejado de su cuerpo.  Es lo que cualquiera hubiera predicho.  Pero claro, no debemos olvidar que, aún cuando concentradísimo en proteger el segundo palo, Andrade debe evitar que lo vulneren en el primer palo, esto es, en la distancia que separa su cuerpo del paral de mano izquierda.  Es un resquicio pequeño: en principio un portero protege, en primerísimo lugar, el palo al cual ha decidido acercarse.  Pero Rivellino burla todas las expectativas, y fusila a Andrade justamente en ese intersticio, en ese estrecho espacio que se estruja entre él y el paral de mano izquierda.  Rivellino define de zurda, y lo hace por esa hendidura, por esa ranura que separa al arquero de su paral de elección.  Toda esta jugada está ejecutada con pulcritud, perfección, precisión satelital, elegancia, belleza y un absoluto y casi insolente sentimiento de holgura, de facilidad, de effortlessness (y tal es, exactamente, la definición del virtuosismo técnico: hacer que algo superlativamente difícil se vea fácil).  Rivellino ha dicho que ese fue un “elástico” imperfectamente ejecutado…  ¡Cielo santo: si ese fue imperfecto, imaginemos cómo sería perfecto!

CBN - A rádio que toca notícia - Rivellino diz que 'errou' o elástico que deu em Alcir no gol antológico no Maracanã no Carioca de 1975

En suma, Rivellino dibuja un sinusoide esbelto y grácil al entrar driblando rivales al área enemiga.  Ahora bien: hay un punto que es perentorio analizar.  Siendo un jugador relativamente bajo (1,69 metros), se beneficia de este hecho, que es una mera cuestión de Física 101: el centro de gravedad de su cuerpo está cerca del suelo (es también el caso de Romario (“o baixinho”), Messi, Maradona, Zico e incluso, en alguna medida, Pelé.  La proximidad del centro de gravedad corporal del suelo le da a Rivellino un mayor poder de tracción, de arranque, de aceleración en espacio reducido.  Por ponerlo en términos sencillos, Rivellino puede alcanzar su cruise speed (velocidad máxima) en tres metros, allí donde, para ese mismo efecto, un jugador alto y zanquilargo necesitaría quince metros.  Es la gran ventaja de las piernas cortas, de la baja estatura.  Rivellino puede maniobrar con la agilidad de un helicóptero, ahí donde jugadores como Sócrates, Cerezo, Ibrahimovic, Koller o Crouch (todos por encima de 1,90 metros de estatura) necesitan una pista de varios kilómetros a fin de alzar vuelo.

El Fluminense de los años 1975, 1976 y 1977 llegó a ser conocido como “La máquina tricolor”.  Es la mejor versión histórica de este canónico cuadro, y también uno de los más rutilantes equipos que el fútbol ha producido, a todo lo ancho y lo largo de ese mundo “ancho y ajeno” (Ciro Alegría).  En sus filas alineaban Carlos Alberto Torres (lateral derecho y capitán de la Selección Brasileña campeona en 1970), el portero Félix y el lateral izquierdo Marco Antonio (también campeones con este mega-equipo), Edinho, Paulo César Caju, Pintinho, Marinho (votado el mejor jugador brasileño del campeonato mundial Alemania 1974), Zé María, Toninho, el veloz puntero derecho Gil, Dirceu Lopes, el goleador argentino Doval, y otros notables.

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El director técnico era Carlos Alberto Parreira, quien llevó a la Auriverde a su cuarto título mundial, en el campeonato Estados Unidos 1994.  Pero el “director de orquesta”, el líder, el crack absoluto de este szyszygy (alienación infrecuentísima de planetas o estrellas) era, sin la menor duda, Rivellino.  En realidad, el partido que comenté podría denominarse “Vasco da Gama contra Rivellino”, y este ganó la contienda por 1 – 0 con el golazo que he analizado.  Fue lo que en Brasil se denomina “un gol de placa” (un gol que merece una placa conmemorativa).  Un gol de antología, sí.  Después de ejecutarlo, Rivelino se acerca a la platea del Maracaná a recibir su ovación.   No está eufórico.  Su actitud es, simple y sencillamente, la de un gladiador que cumplió con su deber.  Esto me recuerda algo muy hermoso que me dijo durante nuestro encuentro en junio del año pasado: “Servir un gol en bandeja para un colega siempre me dio más satisfacción que anotarlo yo mismo.  Hoy los llaman, con pedantería, “asistencias”: en mi época se los denominaba, simplemente, “centros” o “pases a gol”.

¿Cómo concibió y ejecutó Rivellino su gol?  Es un misterio.  Ni él mismo lo sabe, y está bien que así sea.  Tostao dijo, después de su vertiginosa, caracoleante maniobra por la punta izquierda que precedió al gol de Jairzinho en la victoria de Brasil sobre Inglaterra 1 – 0, en el Campeonato mundial 1970: “Las grandes jugadas no se entrenan, no se ensayan: surgen sobre la marcha, de manera espontánea”.  Toda una profesión de fe en la naturaleza esencialmente artística y estética del fútbol.  Son gestos que se efectúan desde un estado de supraconciencia, de hiperlucidez genial.  El mismo jugador que la ejecutó sería probablemente incapaz de reproducirla un minuto más tarde.

Muy bien.  He establecido los méritos de este gol, como proeza atlética y deportiva tanto como obra de arte.  Pero el gol tiene también una lectura y una dimensión éticas: es un acto de generosidad, de dación, de entrega apasionada a las musas del fútbol, de prodigalidad y amor por la afición.  Ningún espíritu avaro y amarretes sería capaz de realizarlo.  Rivellino derrocha su talento para generar el éxtasis colectivo de su público.  Es un regalo que viene desde el fondo del corazón, un gesto que jamás podría ejecutar un futbolista pusilánime, profiláctico y excesivamente cauteloso.  Implicó la toma de riesgos: después de todo, pudo haber perdido el balón y propiciar así un letal contragolpe del Vasco da Gama.  Pudo también haber sido despojado de la pelota y desarmado ridículamente.  Pero sucede que los dioses del fútbol –como los de la vida– siempre están del lado de los audaces, los propositivos, los épicos, los espadachines y los grandes románticos.  Obrigado, Riva, una y mil veces obrigado.  ¿Ves ahora por qué la gente te quiere tanto, por qué te tiene un afecto tan hondo y lleno de gratitud, tan cálido y fervoroso?

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