Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Hace 6 500 años los griegos de Tracia descubrieron que la fermentación del vino producía una bebida que sumía a quienes la consumían en un estado alterado de la conciencia, en la euforia, el delirio, y finalmente el más bestial sueño. Por supuesto, no tardaron en proclamar su origen divino, y asignarle un dios: Dionisio, que pasó a ser Baco bajo la égida del Imperio Romano. El vino es heredad de los países de la cuenca mediterránea. Parte de lo que Ortega y Gasset llamaba “el pathos meridional”, que oponía al “pathos nórdico”.
Según el filósofo, en Europa podían distinguirse las culturas de la cerveza (los pueblos septentrionales), y las culturas del vino (los más hedonistas y refinados pueblos mediterráneos). El vino es ya objeto de encendidas apologías en los escritos de Homero, y es posible que, con la excepción de los pitagóricos, todos los escritores y pensadores griegos se hayan rendido ante su etílico sortilegio. Platón lo consideraba no solo saludable, sino nutritivo, siempre que se bebiera con moderación. Su posología sugería la ingesta de tres copas diarias: una para la salud, otra para el amor y la tercera para el sueño. Es una dosificación a la que también adscribía Eurípides. Platón y Jenofonte escribieron sendos diálogos titulados Symposion, palabra traducida como “Banquete”, pero que, stricto sensu, significaba “beber juntos”. Los prefijos “sin” o “sim” suelen designar “juntos”, “de consuno”. Los encontramos en “sinfonía”, “sincronía”, “sinagoga”, “síntesis”, “sinergia”, “sintonía”, y como ya sugerí, “simposio”.
Los Symposia generaron toda una cultura bohemia y locuaz, una práctica social restringida a las élites. El escanciador –un esclavo– se encargaba de mezclar el vino de conformidad con las instrucciones del “director del simposio” –el “symposiarca”–, que frecuentemente era el anfitrión o algún invitado de prosapia. Según Hesíodo, el escanciador mezclaba dos partes de vino por cinco de agua, dependiendo del estado de embriaguez de los concurrentes. A menudo el primer borracho era precisamente el symposiarca. Pese a las cosmetizadas descripciones de Platón y Jenofonte, muchos eran los simposios que degeneraban en puñetazos, mesas voladoras, intoxicados durmiendo sobre charcos de vómito, o en el menos grave de los casos, haciendo “el trencito” (kómmos) por las calles de Atenas. ¡Vaya caravana! ¡Qué no daría por ver, hoy en día, a Platón, Sócrates, Aristóteles, Protágoras, Jenofonte, Alcibíades y Fedro escenificando tan inusitado espectáculo!
Lo que me perturba es el hecho de que estos trances, estas bacanales, estos estados de demencia temporal fuesen decretados “divinos”. Cuando leemos la “oración del jumas” costarricense advertimos que en uno como en otro caso, todo lo que liberaba al hombre de la cárcel racional, lo que lo enajenaba (separándolo y alejándolo de sí mismo), lo que lo arrebataba a la stasis y lo precipitaba en el éxtasis (sobre todo si era colectivo), era de inmediato sacralizado. Esto no deja de ser preocupante. Tal diríase que la identidad es una especie de presidio, y que saludable será declarada cualquier actividad o droga que nos ayude a escapar de ella. Romper los muros de la “mismidad”, vivir la ilusión de ser otro, de ser más, de volar sobre las “humanas, demasiado humanas” (Nietzsche) aflicciones.
Es imposible no pensar en Baudelaire, y su célebre poema en prosa “Embriagaos”, de El Spleen de París. Helo aquí, en mi propia traducción.
“Hay que estar siempre ebrio. Todo radica en eso: es la única cuestión importante. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo que quiebra vuestras espaldas y os inclina hacia la tierra, es preciso embriagarse sin tregua”.
“¿Pero de qué embriagarnos? De vino, de poesía o de virtud, a vuestra guisa. Pero embriagaos”.
“Y si, algunas veces sobre las gradas de un palacio, sobre la verde hierba de una fosa, en la triste soledad de vuestra habitación, os despertáis, la embriaguez ya disminuida o apagada, pedidle al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que corre, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, todos os responderán: “¡Es hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, a vuestra guisa”.
El hombre, eterno y frustrado escapista de esa celda de máxima seguridad llamada “Tiempo”. El vino – sedante, el vino – ansiolítico, el vino – somnífero, el vino – antidepresivo, el vino – inspiración, el vino –delirio, el vino – fuga pasiva, el vino – ensoñación, el vino – libertad, el vino – poesía, el vino – belleza, el vino – virtud, el vino – poder, el vino –sabiduría, el vino – Dios… Es demasiado esperar de un simple mosto elaborado con uvas, por excelso que sean su sabor, color, textura, aroma y cuerpo.
Diverjo de la tríada propuesta por Baudelaire: ni el poeta ni el hombre virtuoso han menester del vino. La embriaguez de la belleza nos exonera de la embriaguez de la sangre. La embriaguez de la virtud nos exime de la embriaguez del cuerpo. Los artistas viven ebrios, pero la suya es una embriaguez lúcida, más aún, clarividente. Recordemos el célebre verso de Victor Hugo: “El pensamiento es un vino del que los soñadores viven ebrios”. Siempre me ha resultado incomprensible por qué este tipo de seres gravitan con tanta frecuencia hacia el alcohol, las drogas y toda clase de alucinógenos: ¡el diario comercio con la belleza es el más potente licor jamás descubierto o inventado! Como decía Salvador Dalí: “yo no necesito drogas: ¡yo soy drogas!”
Y sin embargo, ahí van en lenta, triste, inmemorial procession, los egregios borrachines que nos ha regalado el mundo de las artes: Michelangelo Buonarroti, Benvenuto Cellini, Edgar Allan Poe, Thomas De Quincey, Robert Louis Stevenson, Samuel Taylor Coleridge, John Keats, Alfred de Musset, Charles Baudelaire, Hector Berlioz, Elizabeth Barrett Browning, Charles Dickens, Rubén Darío, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Modest Músorgski, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Jack London, Vincent Van Gogh, Paul Gauguin, Isadora Duncan, Eugene O´Neill, Dylan Thomas, Andy Warhol, Jackson Pollock, Mark Rothko, Henryk Szeryng, Jean Cocteau, Truman Capote, Tennessee Williams, Edith Piaf, Franҫoise Sagan, Antonin Artaud, Pablo Picasso, W.C. Fields, Robert Shaw, John Barrymore, James Joyce, Raymond Chandler, Charles Bukowski, Dorothy Parker, William Faulkner, Henri de Toulouse-Lautrec, Jack Kerouac, Vivien Leigh, Anthony Hopkins, Richard Burton, Michael Caine, Oliver Reed, Lucia Berlin, Raymond Carver, Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor, Judy Garland, Ed Harris, Philip Seymour Hoffman, River Phoenix, Robert Downey Jr., Richard Harris, Peter O´Toole, Malcolm Lowry, Alfred Cortot, Christian Ferras…
Son legiones, batallones, marejadas, multitudes en todas las manifestaciones artísticas imaginables. Ni la poesía ni la virtud pudieron salvarlos del más fácil, expeditivo y quizás caleidoscópico viaje al mundo de los sueños que el vino solía procurarles. La experiencia profunda de la belleza, como ya lo he sugerido, genera de suyo una suerte de embriaguez (el llamado “síndrome de Stendhal”). No veo –dejando de lado la necesidad de anestesiar dramas psíquicos intolerables– por qué habrían tantos artistas acudido a “el caño inmundo de algún negro bebedizo” (Mallarmé: “Homenaje a Edgar Poe”). Es cosa que por mucho sobrevuela mis entendederas. Todos los nombres que he citado forman parte de mi universo íntimo de la belleza. Deploro el dolor sin duda inimaginable que los llevó a convertirse en residentes de los “paraísos artificiales” (Baudelaire) del alcohol y mil drogas, cada una más insidiosa que la otra. No los juzgo, no los censuro, no los condeno (¿quién soy yo, para emitir semejantes sentencias, anyways?) Lloro por ellos. Lloro con ellos. Lloro desde ellos. Lo mío es un pianto, un lamento, un chȏro, no una incriminación.