Jacques Sagot, Revista Visión CR.
La debacle de Brasil contra Alemania por 7-1 en el campeonato mundial 2914 merece una reflexión. Es evidente que la distancia de 6 goles no refleja la diferencia futbolística real entre ambas potencias. Pese a su endeble fútbol, la Auriverde no merecía semejante bofetada, tal nivel de irrespeto. No estaban para campeones -es cosa que todos supimos desde el primer partido contra Croacia-, pero tampoco para semejante escarnio. ¿Un accidente futbolístico? Sin duda. Por lo demás, la historia entre ambas selecciones es amplísimamente favorable a Brasil (23 partidos, con 13 victorias, 5 derrotas y 5 empates). La Verdeamarela ha doblegado a Alemania por marcadores apabullantes (3-0 en 1963, 4-1 en el Mundialito celebrado en Montevideo en 1981, 4-0 en la Copa Confederaciones 1999, donde una Canarinha de suplentes apabulló a la Alemania de Matthäus).
La verdad es que Brasil se desmoronó en 6 minutos. Después del segundo gol en contra, la Auriverde entra en un estado alterado de la conciencia, un túnel, un agujero negro, el vértigo de la caída libre, la ofuscación y el pánico absolutos. El equipo cayó en barrena. Un lacrimoso Julio César se declaró “incapaz de explicar lo inexplicable”. Sorprendente lo fue para el mundo entero -en primer lugar para los propios alemanes-, pero el fenómeno es, por el contrario, eminentemente explicable. Nadie era capaz de controlar el balón, de serenarlo, de lateralizar el juego, de imponer una pausa, y Alemania, como el boxeador que tira a la lona a su rival, sacó petróleo del momento psicológico de absoluta parálisis y anonadamiento que vivía el rival. Eso pasa cuando un equipo no tiene jugadores de experiencia en el terreno: es el producto inexorable de la falta de madurez. Alemania liquidó el juego en siete minutos: todo lo demás es anecdótico.
Es aquí donde cabe preguntarse si hombres de experiencia como Kaká, Robinho o Ronaldinho no hubieran podido darle al equipo ese momento de respiro, la oportunidad de reagruparse y recomponerse psicológicamente que le hubiera permitido, quizás, resistir el huracán. Pero un equipo de jovenzuelos entra fácilmente en barrena. Es como el pianista que falla una nota demasiado ostensible al principio de un recital. Si se trata de un músico experimentado, disimulará el hecho, seguirá adelante, y con viento a favor, saldrá perfectamente airoso del predicamento (lo he constatado muchas veces). Si es un joven inexperimentado, la nota errada podría acarrear otra, y otra, y otra: el efecto avalancha: una bolita de nieve termina generando una catástrofe incoercible.
La derrota de Brasil por 7-1 fue más psicológica que técnica. Quienes vivimos esos siete minutos guardamos de ellos una imagen borrosa y difuminada: el vértigo de las pesadillas, de las alucinaciones, del onirismo en lo que este tiene de más aterrador e insólito. Así lo vivieron también los futbolistas. Para evitar tales derrumbes anímicos están los psicólogos: ¿qué hicieron, los señores o señoras de marras, en esta ocasión? El equipo dio muestras de endeblez psicológica desde el primer partido, y al llegar a la tanda de penales contra Chile, en octavos de final, se quebraron en mil pedazos: no querían cobrar las faltas, Thiago Silva y Julio César lloraban, todo se convirtió en un manicomio. No eran once futbolistas, sino once “mujeres al borde de un ataque de nervios” (Almodóvar).
Brasil no nos dio a sus seguidores otra cosa que agónicos trances de angustia y desasosiego. No es correcto decir que el equipo bajó los brazos y se entregó. Fue arrollado por un tsunami, que es muy diferente. Un verdadero Blitzkrieg, un bombardeo relámpago en el que una sagaz Alemania aprovechó el aturdimiento del rival para tumbarlo en cuestión de 6 minutos. No tuvieron siquiera tiempo de estabilizar el ritmo de respiración. No supieron digerir ese trauma momentáneo que constituye sufrir un gol en contra, y que puede desatar una hecatombe exotérmica, una reacción en cadena, como la que genera la fisión del núcleo del átomo de Uranio 234. El equipo entró en estado de shock, de catalepsia colectiva. De nuevo: una debilidad más psicológica que puramente futbolística. Como dicen los angloparlantes: “they didn´t know what hit them”. Aún no lo saben, por cierto. Sospecho que no lo sabrán durante mucho tiempo.
Ningún equipo puede recostarse exclusivamente en la gestión de un solo jugador -en este caso, Neymar-. Su ausencia o bajo rendimiento dejaría al cuadro en estado de intemperie absoluta. Pelé pudo permitirse una lesión en el segundo partido del mundial 1962: en el equipo quedaban un endemoniado Garrincha, y luego Vavá, Zagallo, Didí, Zito, Djalma Santos y Nilton Santos. Como si esto fuese poco, de la banca emergió, para sustituirlo, un desconocido llamado Amarildo que le anotó dos goles a España, y marcó un tanto de antología en la final contra Checoslovaquia: ¡les aseguro que con esa alineación es posible jugar, y ganar un campeonato holgadamente!
En 2014, la situación era muy diferente. Fue insensato recargarle toda la responsabilidad de un equipo a un muchacho de 22 años -por talentoso que este sea-, y proponer un sistema de juego limitado a los pelotazos -generalmente bien dirigidos- de David Luiz. Brasil nunca tuvo un “plan B”. A decir verdad, no estoy seguro de que tuviera siquiera un “plan A”. Felipao será eternamente recordado como el hombre “de la infamia”, el innombrable, el del oprobioso 7-1 contra Alemania. ¿Injusto? Sin duda. La verdad es que también le dio a Brasil el mundial 2002 de manera impecable (7 triunfos, 18 goles a favor, 4 en contra, nada de tandas de penales ni tiempos de alargue). Pero así es la vida, y de manera particular, el fútbol. Como dijo Shakespeare: “Los errores de un hombre serán grabados en el bronce, sus virtudes escritas en el agua”. Después de la paliza 7-1, Pelé corrió a vaticinar que Brasil ganaría el mundial en Rusia en 2018. Antes de apuntar a tan ambiciosos proyectos, yo me preocuparía por una meta más inmediata y perentoria: tal como vi jugar a Brasil, y con el nivel exhibido por sus rivales sudamericanos (en particular Chile y Colombia), veo difícil que Brasil siquiera clasifique al próximo campeonato. Bien podría ser la primera justa mundialista a la que la Verdeamarela no comparezca. El propio Rivellino, en manifestaciones dadas en mayo de 2016, dijo que él no quería que Brasil clasificase al Campeonato Rusia 2018: según el mítico jugador, esta hecatombe sería la única manera de persuadir a los directivos de que el fútbol brasileño necesita una reestructuración desde las bases. Acaso tenga razón. Hoy sabemos que sí clasificó, y se paseó sin pena ni gloria por las canchas de la madre Rusia, con un Neymar bajo de forma, desencanchado, recuperándose aún de una fractura del quinto metacarpiano.

Para volver a 2014, el 7-1 pasa a la historia como la paliza mundialista más abultada jamás infligida a un excampeón mundial. Alemania cayó torpedeada 8-3 contra Hungría en 1954, escampó un 6-3 contra Francia en 1958, y fue demolida 3-0 por Croacia en 1998. Argentina (con un plantel constelado de cometas) sucumbió ante Checoslovaquia -que distaba de ser un gran equipo- por 6-1 en 1958, por 4-0 ante Holanda en 1974, y por idéntico marcador ante Alemania en 2010. España fue apabullada 6-1 por Brasil en 1950 y por Holanda en 2014, con marcador de 5-1. Dinamarca arrolló a Uruguay (con Francescoli y Alzamendi en sus filas) por 6-1 en 1986. Inglaterra cayó ante Alemania 4-1 en 2014. Francia, por su parte, sucumbió ante Brasil por 5-2 en 1958. Pero la paliza del 7-1 rompe todos los récords con seis goles de diferencia, y abre una herida que no sanará nunca.
Los responsables de esta catástrofe deben tener plena conciencia de lo que le infligieron a su país. Aun cuando ganase los próximos tres mundiales de manera inmaculada, Brasil no paliará esta humillación, ahora devenida leyenda urbana, llaga eternamente supurante en la conciencia de un país donde el fútbol es una religión. Brasil no logró convencer ni siquiera en su triunfo 4-1 contra Camerún: el gol de cabeza de Fred (su única anotación en el mundial) fue marcado en clarísima posición prohibida, y el gol de Camerún desnudó una absoluta ausencia de defensas centrales, debilidad que Müller y Kross aprovecharían a sus anchas días más tarde.
El Brasil de Romario y Bebeto, campeón mundial en Estados Unidos 1994, fue severamente criticado por su “no brasileñidad”. El técnico Parreira respondió de manera enfática: “Jugamos como Brasil cuando teníamos posesión de la pelota, y como Europa sin ella”. En efecto, nobleza obliga a reconocerle a este insípido equipo su extraordinaria capacidad para la recuperación del balón (obra de una muralla llamada Mauro Silva, y del gladiador Dunga), pero para ello tuvo que sacrificar el fútbol fluido y creativo que ha caracterizado el mediocampo de Brasil. Atípicamente, la Verdeamarela solo concedió tres goles en siete partidos: uno contra Suecia, y dos contra Holanda, durante esos diez minutos en que el equipo de Bergkamp remontó el 2-0 para igualar el marcador. Fue el único momento de la justa en que vi a Brasil perder el control del juego, recostarse a las cuerdas, y apretar los dientes mientras llegaba el fulminante tiro libre de Branco que decantó a su favor el encuentro por marcador de 3-2. Sí, defendía y recuperaba bien, el Brasil de 1994. ¿El de 2014? Nada, absolutamente nada.
El “Mineirazo” estableció toda suerte de deshonrosas marcas en la historia de los mundiales: se convirtió en la peor paliza sufrida por Brasil en un Mundial (hasta entonces el más abultado resultado adverso había sido la final de 1998, cuando Francia le ganó por 3 a 0). Con su gol, Miroslav Klose llegó a 16 tantos en mundiales y se convirtió en el máximo goleador de la historia del certamen, dejando atrás a Ronaldo. Además, con cuatro semifinales consecutivas (2002, 2006, 2010 y 2014), batió el récord de Uwe Seeler (1958, 1966, 1970) e igualó el récord de Cafú de partidos ganados en un Mundial: 16 encuentros. Se marcaron 4 goles en un tiempo total de 7 minutos (del 22 al 29): los 4 tantos más rápidos en la historia de la Copa del Mundo. Toni Kroos marcó el doblete más rápido de la historia de los mundiales, con dos goles en 69 segundos. Es la primera vez que Brasil recibe siete goles en un partido oficial. Sin embargo, en un choque amistoso en 1934 contra Yugoslavia perdió por 8-4. Fue la semifinal con más goles de la historia. Se convirtió en el acontecimiento deportivo individual más tuiteado hasta la fecha, con un total de 35,6 millones de tuits enviados a través de la red social Twitter, superando la marca alcanzada por el Super Bowl XLVIII, acreedora de 24,9 millones de menciones. También se constituyó en la primera derrota doméstica de Brasil en competencias oficiales, desde que cayera contra Perú (¡en el mismo estadio!) por 3-1, con ocasión de la Copa América 1975. Por supuesto, la debacle generó actos de vandalismo en varias ciudades de Brasil… Pudo haber sido peor, mucho peor, a fe mía. Scolari se limitó a decir que el partido “había sido una vergüenza, el peor día de mi vida”… Y ni por un momento pongo en duda la sinceridad de su declaración. La presidenta Dilma Rousseff manifestó por Twitter su tristeza por el resultado, y luego citó una canción de Paulo Vanzolini: “Brasil, levanta, sacúdete el polvo y sal adelante”. Lo creeré cuando lo vea. El Waterloo futbolístico de la Canarinha.
¿Podrá Brasil recuperarse de este escarnio? No a menos de que aprenda lo que Cocteau llamaba “la ciencia de la fenixología”: saber renacer de sus propias cenizas. Aun en sus más desteñidas ediciones (Inglaterra 1966, Alemania 1974, Argentina 1978, Italia 1990, Sudáfrica 2010), Brasil tuvo jugadores que, potencialmente, podían haber alzado el cetro mundial. Jamás padeció de déficit de talento. En todos esos cuadros hubo virtuosos y destacadísimas figuras que, con una configuración de circunstancias diferente, podrían haber salido campeonas. El torneo 2014 representa la primera instancia histórica en la que Brasil careció absolutamente de materia prima para conquistar el campeonato. No había constelación alguna de los astros que les hubiera permitido ganar. Simplemente, no tenían equipo. De nuevo, solo Neymar y quizás David Luiz tenían vocación de campeones. El hecho debe considerarse un punto de inflexión gravísimo en la historia del fútbol brasileño. Por primera vez, la Seleçao pierde no por culpa del mal planteamiento de un técnico, una confianza excesiva en su capacidad de ataque, un error de tipo psicológico, un infortunado contragolpe, o una mala decisión arbitral. Pierde porque no tenía jugadores: es así de simple. ¿El ultradefensivo y lento Brasil de 1974 y 1978? ¡Ahí estaban Rivellino, Jairzinho, Dirceu, Cerezo, Marinho, Zico, Luis Pereira, Nelinho, Reinaldo, Gil: cualquiera de ellos tenía la jerarquía para ser campeón mundial! ¿El de 1990? Ahí tenían ya a Romario, Bebeto, Dunga y Branco. ¿El de 2010? Estaban Kaká, Robinho, Maicon. Pero en 2014 el material humano -en un país con 200 millones de habitantes y donde el fútbol es una fe popular- era inexistente. No hubo cantera o filón del cual extraer siquiera a tres jugadores con la jerarquía necesaria para aspirar al título. Insólito, cosa jamás vista en Brasil.