Jacques Sagot, Revista Visión CR.
¡Ah, el “caso Schostakovitch”! ¡Es tanto lo que se podría decir de él! Un sentimiento raigal marca la casi totalidad de la obra de este inmenso maestro ruso, autor de quince sinfonías (el único de los grandes compositores que ha traspasado el mítico límite de las nueve de Beethoven), otros tantos cuartetos para cuerda, seis conciertos (dos para piano, dos para violín, dos para violonchelo), preludios y fugas para piano “a la Bach”, óperas notables y abundante música de ballet y de cine. Es el sentimiento de la angustia, de la paranoia, de la persecución.
En efecto, su vida y su carrera discurrieron, de principio a fin, bajo la égida feroz del estalinismo y el totalitarismo estético del “realismo socialista soviético”: una de las más represivas y asfixiantes formas de control y censura política sobre la producción artística que el mundo ha conocido. Alternativamente ungido “héroe nacional” o “partidario del decadentismo occidental burgués”, del “intelectualismo anti-proletario”, productor de “pornofonía” (sic), –en suma, lo que Ibsen hubiera llamado “el enemigo del pueblo”– por el politburó y los “comisarios” (sic) musicales de Stalin (Zdanov y Krenikov), Schostakovitch tuvo que cultivar un doble discurso musical: complacer al régimen con una serie de obras de carácter fácil, asequible, tonal, conservador, optimista, popular por una parte; y por la otra, de manera casi clandestina, a la espera del tirón de orejas, un estilo –el que verdaderamente lo representa– mucho más complejo, innovador, disonante, formalmente denso, intelectualmente demandante.
Así, el mundo ha quedado para siempre con dos Schostakovitchs: el populista, el compositor “oficial” de la Revolución, el sonriente, el que intenta convencernos a toda costa de que vivimos “en el mejor de los mundos posibles” (Leibniz), y por otra parte el hombre profundamente angustiado, retraído, enfermizo, produciendo bajo la espada de Damocles del déspota y genocida más aberrante y despreciable –amén de musicalmente estúpido– que la historia registra, quien lo llamaba personalmente por teléfono para reconvenirlo y amenazarlo, y escribía él mismo en Pravda, bajo seudónimo, las críticas musicales posteriores a cada uno de sus estrenos, censurando todo cuanto, en su ignorancia supina de teomaníaco, juzgaba inadecuado en su música.
El verdadero Schostakovitch es una figura profundamente trágica, un creador abisal cuya música rezuma a menudo abatimiento indecible y pesimismo, y que aun cuando ríe lo hace bajo la forma paródica del sarcasmo, de la ironía, de lo grotesco.
El año 1934 fue crítico para Schostakovitch. El estreno de su ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk y, en menor medida, del ballet El límpido arroyo, lo malquistó con el régimen staliniano. Las críticas en Pravda fueron devastadoras: “una cacofonía llena de ruidos que no tienen sentido alguno” fue, de las valoraciones que se hicieron de la pieza, la menos ofensiva. El niño mimado del politburó, el adalid del “Realismo socialista soviético”, ya varias veces condecorado por el gobierno, cayó en desgracia de manera dramática. Los asesores musicales de Stalin, Lev Knipper, Boris Asafiev e Ivan Dzerzhinsky, en reunión convocada de emergencia, le “sugirieron” al compositor “enderezar su estilo musical radicalmente”.
Era una época de terror indecible. Solo en el año 1936, medio millón de personas fueron fusiladas, y siete millones enviadas al Gulag. Se calcula –y esta es una estimación conservadora– que unos quince millones de almas fueron deportadas a estos infiernos. La cifra total de muertos que el stalinismo provocó alcanza aproximadamente los veinte millones. El dictador solía decir: “un fusilamiento es un asesinato: un millón de fusilamientos es una mera estadística”. Una frase para la antología universal del cinismo. No está de más recordar que Stalin es el segundo más sanguinario genocida de todos los tiempos, superado únicamente por Mao-Tse-Tung, responsable de cuarenta millones de muertos, mientras que Hitler ocupa un modesto tercer lugar, con “apenas” ocho millones de cadáveres en su opus personal.
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Varios amigos y parientes de Schostakovitch desaparecieron durante estos años: nunca se supo si fueron fusilados, o murieron en el Gulag. El compositor llegó a temer –y con toda razón– por su vida. Buscó el apoyo del mariscal Mikhail Tukhachensky, del Ejército Rojo, su protector desde 1925, pero el inopinado fusilamiento del militar en cuestión lo dejó en estado de intemperie política. Suspendió entonces el estreno de su Cuarta Sinfonía, temiendo que corriera suerte semejante a la de Lady Macbeth del distrito de Mtsensk.
Los postulados básicos del Realismo Socialista Soviético eran muy simples: la música tenía que ser monumental, clásica, tonal y armónicamente conservadora, exenta de disonancias, arraigada en el folclor ruso, asequible al pueblo, evitar toda forma de intelectualismo, alejarse de cuanto oliera a Occidente (Schoenberg y sus discípulos, Stravinsky, Bartók y las vanguardias en general eran consideradas “decadentistas” y “portadoras de un mensaje ideológico nefasto para las masas”), exaltar los valores de la Revolución Bolchevique, plasmar una visión de mundo optimista, cultivar finales triunfalistas y grandilocuentes, elevar la moral del pueblo, ser melodiosa, popular, a menudo marcial, en suma: proclamar al mundo entero la venturanza del modelo social soviético. Tenía que estar imbuida de lo que Paul Bekker llamaba Gesellschaftbildar de Kraft, esto es, literalmente: “Poder modelador sobre la comunidad”. Euforizar a las multitudes, arrebatarlas en una sola, masiva emoción colectiva. Propaganda de la peor especie.
Cosas más aberrantes se han visto, empero. Por lo menos el Realismo Socialista Soviético era coherente con una ideología política. Ahora hay vedetillas musicales de la peor estofa que logran el mismo efecto sobre las enajenadas multitudes, pero lo hacen únicamente por llenar de dinero sus bolsillos y, por supuesto, los de sus empresarios.
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Lo que un desesperado, acorralado Schostakovitch intenta hacer en su Quinta Sinfonía es congraciarse con el régimen soviético, sin por ello traicionarse a sí mismo. Conjugar ambos mandatos: el de su integridad de músico, de creador que necesita espacio para expresarse libremente, y el que le era dictado por el politburó. Tremenda meta, tremendo desafío: no irritar a las autoridades soviéticas, sin tampoco plegarse amedrentado a sus dictámenes, y desoír las voces internas. Entre abril y julio del año fatídico de 1937 termina la obra en cuestión. La estrena el gran Yevgeny Mravinsky con la Orquesta Filarmónica de Leningrado en esta ciudad, el 21 de noviembre, es decir, apenas cuatro meses después de su espectacularmente rápida producción. El éxito fue clamoroso. Según refiere Mstislav Rostropovitch, presente la noche del estreno, el público ovacionó a Schostakovitch durante cuarenta minutos (esto es, cinco menos de lo que dura la pieza). La gente lloró durante el movimiento lento. Mravinsky alzó en sus manos y blandió sobre su cabeza la partitura, reclamando para ella los aplausos. Rara vez en la historia de la música se ha registrado un episodio tan conmovedor. Las cuatro mil personas congregadas en la sala reconocieron en el infinito dolor del Largo, el sufrimiento de un pueblo masacrado, la voz de una colectividad, un testimonio que valía por mil manifiestos. Surin y Yarustovsky, los espías que Stalin había enviado para que le rindieran reporte minucioso del concierto, adujeron que el público había sido escogido por el propio Schostakovitch, y que el compositor había llenado la sala con sus “hinchas”. Pero la Quinta Sinfonía había triunfado, y ya nada en lo sucesivo detendría su meteórico ascenso en el firmamento de la música universal.
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El primer movimiento, Moderato, da inicio con un severo, imponente canon de las cuerdas (una línea melódica que es expuesta por una sección de instrumentos, y retomada, antes de terminar, por una nueva sección, de manera que las diferentes voces se van superponiendo las unas a las otras: la canción tradicional francesa “Frère Jacques” es un ejemplo típico). El canon en cuestión no resulta ser otra cosa –descubrimos pronto– que el acompañamiento, previamente enunciado, de una lenta, doliente melodía de los violines. La sección central (el desarrollo) es una marcha torva, amenazadora, inexorable. Una marcha paródica, grotesca, además, que en ella nada hay del espíritu exaltador de esta forma musical. Da inicio con los bajos del piano, y evoluciona hacia las fanfarrias de las trompetas y un clímax fragoroso, comparable únicamente al momento culminante de la marcha de los invasores alemanes en la Sinfonía de Leningrado, del propio Schostakovitch. La coda es magia pura: las cuerdas tocan pianissimo en modo menor, mientras la celesta desgrana sus escalas cromáticas ascendentes: el efecto de fricción armónica es fascinante, haunting, fantasmal.
El segundo movimiento, Allegretto, es un Scherzo en ritmo de vals, lleno de humor sardónico, de gesticulaciones, imbuido del espíritu de las más oscuras páginas de Mahler: una obra maestra del humor negro. La sección central nos recuerda a Prokofiev, ese otro gran maestro del sarcasmo (al punto que una de sus colecciones de piezas pianísticas lleva precisamente por título Sarcasmos, Op. 17).
El Largo es una página lacerante. Algo hay en ella del carácter del famoso Adagio para cuerdas de Samuel Barber, pero el sentimiento expresado es mucho más hondo: viene de estratos más profundos del alma. Si las trompetas tuvieron rol prominente en el primer movimiento, y los cornos rieron soezmente en el segundo, esta sección, enteramente desprovista de metales, es un portento de escritura para las cuerdas, llamadas a un máximo de intensidad, a declamar, a desangrarse en escena. Los violines están divididos en tres partes, las violas y violonchelos en dos, solo los bajos tocan al unísono. El clímax del movimiento, con sus prolongados trémolos (onomatopeya sonora del temblor, del timor et tremor, de la manifestación más primaria del pavor), sus notas agudas y reiteradas en los violines, plasma una intensidad de dolor que tiene pocos parangones en la historia de la música. El arpa, tocando al unísono con la celesta, colorea de misterio el final del movimiento, que se extingue dentro de un clima de ansiosa expectación. Recuerdo haber escuchado al maestro Irwin Hoffman dirigir este movimiento en el curso de un concierto con la Orquesta Sinfónica de Cali, en enero de 2013: nunca como en esa ocasión tuve la revelación de la hondura de su alma, de su inmenso genio musical.
El final, Allegro ma non troppo, con su estructura que va de la exaltación de una marcha inicial, a un intermedio de recogimiento y que, sobre el rumor de los redoblantes y los timbales, nos conduce a la apoteosis final, es un enigma. Uno de los grandes enigmas de la historia de la música. Paul Cooper, eminente compositor estadounidense de quien tuve el privilegio de ser alumno, me dijo alguna vez: “adoro la Quinta Sinfonía de Schostakovitch, pero el final simplemente no lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo”. En efecto, Schostakovitch cultiva aquí la estética de la ambigüedad, un concepto clave en su obra. Dejar al oyente con la duda: ¿qué es lo que nos habrá querido decir el compositor? Es parte de su magia, y una forma –la única de que disponía– de insurgencia contra el régimen soviético. Veamos: ese final triunfalista, grandioso, machacón, que reitera –vocifera, se siente uno tentado a decir– el acorde de Re mayor, con las cuerdas taladrando en el oído de la audiencia la nota La, luego la percusión desatada (en este caso, redoblante, timbales, bombo, platillos, triángulo, gong, xilófono, glockenspiel, celesta y piano), ¿ha de ser tomado en serio, representa en efecto el triunfo del “héroe” (sea este el pueblo ruso o el individuo, a la manera de un Bildungsroman: algo así como el Wilhelm Meister, de Goethe), o es, antes bien, una enorme parodia del triunfalismo staliniano? Acaso no es más que una manera de decirle al dictador: ¿con que quería usted un final triunfal? ¡Pues aquí lo tiene! ¡Una sobredosis de él!
La respuesta nos la da el propio compositor en el conmovedor libro Testimonio, publicado en 1979 por Solomon Volkov (lectura obligada para todo aquel que ame su música). En él dice: “Este final representa una alegría forzada: es como si alguien nos estuviera golpeando con un palo, y ordenándonos: “esté alegre, su deber es estar alegre, ¿me oye?, su deber es estar alegre, su deber es estar alegre, usted está obligado, por comando superior, a estar alegre: siga marchando, siga sonriendo: usted tiene que estar alegre”. La apoteosis sería, así pues, irónica. Algunos directores han mordido el anzuelo y se la han tomado en serio. Entre ellos el gran Leonard Bernstein, en su legendaria grabación en vivo de octubre de 1959, con la Filarmónica de Nueva York, realizada durante su primera gira a Rusia. Bernstein acelera el ritmo hacia la apoteosis final, dándole un énfasis que resulta excesivo, toda vez que la música es ya, de suyo, sobremodulada y pomposa. ¡No, señor! Esta es una tomadura de pelo de Schostakovitch, precisamente su manera de burlarse –y salir impune– del régimen soviético, su pequeña vendetta, su perestroika personal.
Las grabaciones de Rostropovitch con la National Symphony Orchestra de Washington, y las versiones de los maestros que conocieron la obra después de la publicación de Testimonio des-enfatizan el carácter triunfalista del final, lo “desinflan”, le restituyen su fisga paródica, su intención satírica y eminentemente irónica. En fin, es un punto abierto a discusión. También hay que comprender la posición del director de orquesta: ¿cómo no emocionarse con un final así, por redundante y estrepitoso que sea? Los decibeles tienen un efecto que es irresistible en los músicos como en las audiencias. Tal vez la música no es un buen vehículo para la ironía, tal vez, tal vez…
Como hubiera dicho Schubert, “La música es un arte demasiado serio”, y hacia el final de su vida: “Creo que toda la música del mundo es triste”. He de confesar que cada vez tiendo a estar más de acuerdo con él, y comprendo, desde el subsuelo mismo de mi alma, el significado profundo de su observación.