Jacques Sagot, Revista Visión CR.
¿Ha sentido usted alguna vez que vive en una sociedad opresiva, haciendo un trabajo ajeno, para una corporación ajena, en un mundo ajeno? ¿Se ha usted sentido completamente extraño a las reglas del juego? ¿Ha tenido la experiencia de ser remitido de ventanilla en ventanilla, de oficina en oficina, sin encontrar nunca la instancia de autoridad que usted busca? ¿Ha sentido esta claustrofobia espiritual, esta sensación terrible de absurdo? Entonces Kafka es para usted.
¿QUIÉN SOY?
Ojos de lémur acorralado, tez morena, rostro angular, pelo negro erizado, hermoso perfil semita. Franz Kafka nació en Praga el 3 de julio de 1883, en la comunidad judía de Kierling. Su vida entera cabe en la palabra “alienación” (desposesión de sí mismo, crisis de identidad, devenir ajeno a su propia esencia).
Primero, como checo que fue educado y que escribía en alemán. Segundo, como miembro de una sociedad judía que renunciaba a sus valores ancestrales para dejarse asimilar, cada vez más, por la cultura alemana. Tercero, por haber sido forzado, de niño -nació a cinco metros de la Iglesia de San Nicolás, uno de los más bellos templos de Praga- a asistir a ceremonias de la Iglesia Ortodoxa Rusa, del culto husita y, ocasionalmente, a la sinagoga: una heterogeneidad de credos que lo privó para siempre de definición religiosa. Cuarto, como hijo de un padre -un dictadorzuelo doméstico- que lo sojuzgó, y le impidió encontrarse a sí mismo. Quinto, como persona lingüísticamente segregada. Sexto, como enajenado laboral: Kafka, el gran poeta de la angustia, tuvo que ganarse la vida trabajando como administrador en un tribunal civil, y como empleado de una agencia italiana especializada en accidentes laborales. En la clandestinidad iba madurando el gran artista.
INTIMIDAD CON LA MUERTE
Antes de cumplir siete años, Kafka ve morir a dos de sus hermanos, a un tío paterno, a tres primos. La palabra “abandono” adquiere carácter de leitmotiv en su literatura. A los treinta y cuatro años le es diagnosticada la tuberculosis: a la sazón, sentencia de muerte. En 1942 sus dos hermanas son detenidas en el geto de Lódz, trasladadas a Theresienstadt, y finalmente asesinadas en Auschwitz, el 7 de octubre: ese día, mil trescientas dieciocho personas son ahogadas en las cámaras de gas.
CONVIÉRTETE EN LO QUE ERES
Dos años de estudios de química, dos de cultura alemana, uno de historia del arte, uno de administración pública, uno de finanzas, cuatro de derecho… eso lo dice todo. Kafka se gradúa por fin en esta última disciplina. Trabaja de día, y escribe toda la noche: es insomne y no sabe administrar sus energías. Durante las horas laborales sentado detrás de un escritorio, durante las horas de sueño, un inmenso escritor que contempla, “siente”, diagnostica el extraño mundo en que está inmerso, y traza el retrato de esa ciega criatura en que se ha transformado el ser humano.
Primeras publicaciones: Descripción de una lucha (1904), La condena (1912), Contemplación (1913), La metamorfosis (1915), Un médico rural (1919): pequeñas novelas o colecciones de cuentos, a veces brevísimos, (como él los llamaba: “parábolas”). Se asoma a su propio mundo con el lente del químico que por poco llega a ser. Para definir su persona toma nota, con absoluta exactitud, de las siguientes nociones: “desamparo”, “abandono”, “soledad”, “agobiante análisis de mí mismo”, “asalto a las últimas fronteras terrenales”, “derrumbamiento”, “persecución” y, por fin: “demonios”. ¿Los suyos, los del enorme absurdo de la aventura humana? Quizás ambas cosas.
LA MUJER, LAS MUJERES…
A pesar de su lobreguez, Kafka era un seductor consumado, un hombre perfectamente consciente de su encanto. Sus amigos lo recuerdan por su sentido del humor: solía reunirse con ellos para leerles sus últimos escritos, y perdía el resuello riendo de sí mismo.
Una madre bondadosa y refinadísima lo marcó con un verdadero culto por la mujer. Felice Baur, Milena Jesenská, Dora Diamant… con todas ellas consideró casarse. Pero había -hubo siempre- un problema: la sombra de de un “híper-padre”, un déspota acostumbrado a reinar por el terror. Kafka nos ha dejado testimonio de su relación con él en su conmovedora Carta al padre, publicada póstumamente. Es el padre senil que condena a su hijo a “morir ahogado”, en el cuento “La condena”. Inescapable, invencible. Kafka no logra siquiera asesinarlo simbólicamente en sus novelas, donde la autoridad termina siempre por aplastar al individuo.
SILENCIO DERROTADO
Pocos meses antes de su muerte, Kafka pide a su amigo y albacea, Max Brod, que destruya toda su obra inédita (El proceso, El castillo, La madriguera, entre otras). Brod -él mismo notable escritor- dio su palabra de hacerlo. Palabra no cumplida, loado sea su nombre. Incompleta, tal cual estaba, su obra vio la luz a partir de 1925. La última publicación data de 1967: las Cartas a Felice. En 1939, La Gestapo se apoderó de veinte cuadernos y quince cartas inéditas. Se ignora lo que sucedió con ellas, pero los detectives literarios parecen tener buenas pistas para encontrarlas.
Así que El proceso y El Castillo quedaron inconclusos… en teoría. Leyéndolos nos preguntamos siempre: ¿podían estas novelas “terminar”, en el sentido tradicional y formal de la palabra? ¿Había alguna manera de resolver su interrogación existencial? ¿Y qué tal si no había respuestas? José K. nunca logra averiguar por qué y por quiénes es acusado; el protagonista del Castillo no consigue franquear la fortaleza. La historia misma del ser humano: “¿sabe uno nunca quién es y hacia dónde se dirige?” –pregunta Diderot, en su novela Jacques el fatalista. La música nos ofrece el ejemplo de la Sinfonía Inconclusa, de Schubert. El Proceso es en realidad una novela conclusa-inconclusa. Incompleta, porque la vida del ser humano lo es.
EL CINE SE ENAMORÓ DE ÉL
Una narrativa tan llena de imágenes, tan visual, ¿cómo no iba a fecundar la creatividad de los cineastas? El primero de ellos, Orson Wells, con El proceso, de 1963. Techos claustrofóbicamente bajos, enormes salas de juicios, la mirada entre atónita y angustiada de Anthony Perkins, que zigzaguea a través de hileras de escritorios desocupados. Siguió La metamorfosis (1977), de Caroline Leaf. Otra Metamorfosis (1993), esta vez de Carlos Atanes. Una surrealista Metamorfosis (1996), de Josefina Molina. La obsesión persiste con la Metamorfosis (2004), de Far Estévez. Y un nuevo intento de recrear el asfixiante sentimiento de culpa en El proceso (1993), de David Jones. Por ahí tenemos también El castillo (1968), de Rudolph Noelte; y América (1904), de Vladimir Michalek.
PELLIZQUÉMONOS AL DESPERTAR
“Una mañana cualquiera, al salir de un sueño agitado, Gregorio Samsa se descubrió transformado en una enorme cucaracha”. Tal es la primera frase de La metamorfosis. ¿Quién es Gregorio Samsa? ¿Y si fuéramos todos nosotros? Encerrado en su cuarto, aislado, alienado, negado por su propia familia -excepto por su hermanita Gretel-, arrastrándose por el techo y las paredes de su habitáculo -con una manzana podrida incrustada en la espalda-, Samsa habla por los hombres todos del siglo XX.
Este monstruo que se ha tornado irreconocible aún para sí mismo, esta criatura solitaria desde la raíz del ser, es muchas cosas: un arquetipo de “la enajenación laboral” para los marxistas, un arquetipo del “conflicto del hijo con el padre” para los freudianos, un arquetipo de “la soledad radical” para los existencialistas, un arquetipo del “revolucionario” para Deleuze y Guattari, un arquetipo del “buscador de Dios” para Thomas Mann, un arquetipo del “artista alienado en un mundo de inspectores y burócratas…” para los poetas. Demasiados arquetipos. Como diría Borges: “la razón, o la tenemos todos, o no la tiene nadie”.
¡Un hombre-cucaracha: a quién podría habérsele ocurrido cosa semejante! Pero recordemos que Kafka tiene también un relato titulado “Un pintor de la realidad”. A lo mejor no ha hecho más que retratarnos.