El peor jugador de la historia del fútbol

El peor jugador de la historia del fútbol

Jacques Sagot, Revista Visión CR.

No tienen nada que adivinar, conjeturar o especular, queridos amigos y amigas.  Se los diré sin preámbulos: Serginho, conocido como “Chulapa”.  Eliminando algunas letras, el apodo se puede contraer a “Chapa”, denominación que le sienta a las mil maravillas.

Serginho era un armatoste, una refrigeradora, un pesadísimo armario, un monolito (¡no, no, que estos tienen gran dignidad mítica y arqueológica!), un manatí, un dugongo en esteroides, una morsa monstruosa, teratológica, un brontosaurio, un mastodonte sacado del pleistoceno tardío.

Un bicho, una bestia, un molote de carne desacomodada, un emplasto de músculos carentes de tono y agilidad.  Era tan torpe como un tráiler, no hubiera sido capaz de driblar a mi abuelita en andadera, lento (de acción y de pensamiento), plúmbeo, amazacotado, torpe, una mole carente de flexibilidad, de juego de piernas, de salto, de capacidad para pasar el balón, de visión de juego… ¡de todo!

Gol de Serginho Chulapa 70' | Brasil vs Nueva Zelanda | Copa Mundial de la FIFA España 1982™ | Stream with FIFA+
Era tan torpe como un tráiler.

Jugó 20 partidos con la Verdeamarela, durante los años 1981 y 1982, anotando uno que otro golcillo “hecho”, más por su volumen y ocupación del espacio que por su destreza.  En suma, no era más tonto porque no era más grande.  Sus paquidérmicas dimensiones le conferían cierta presencia en el área, pero tan pronto los defensas advertían su nula capacidad de anticipación, colocación, recepción y -sobre todo-, definición, ni siquiera se molestaban en marcarlo.  Era un jugador que “se marcaba” a sí mismo.

¡Cielo santo, cuánto lo odié durante el Campeonato Mundial España 1982!  Toda pelota que llegaba a sus pies era balón perdido.  La Canarinha de esa justa devino legendaria por la belleza de su fútbol, por su creatividad, su generosidad con el aficionado, por la cantidad de genio per capita que ostentaba.  Sócrates, Zico, Falcao, Cerezo, Junior, Eder y Leandro constituían, sin duda, una nómina que hubiera derrotado a cualquier combinado que se hubiese constituido, convocando a los mejores jugadores de los demás equipos participantes.

Fue lo que los anglosajones llaman un “syzygy”, esto es, una alineación portentosa, infrecuentísima, de planetas y estrellas.  Ese equipo es, junto con la Holanda de 1974 y la Hungría de 1954, el más grande cuadro que jamás ganara un mundial.  E inserto en ese corps de danse, en ese cirque du soleil, estaba la danta, el hipopótamo, el Gargantúa de Serginho.

Brasil en el Mundial de España de 1982, el campeón sin corona
Selección de Brasil que jugó el mundial de España en 1982, un campeón sin corona.

Sus inspirados compañeros le regalaban bolas que eran poemas… y él las convertía en ladrillos.  Recibía flores y devolvía toscos pedregones.  Era imposible dialogar futbolísticamente con él.  Una disonancia como una segunda menor: chillona, insoportable, ríspida al punto de horadar cualquier tímpano.

Serginho era el verso fallido en el por demás suntuoso soneto petrarquista que nos propuso el técnico Telé Santana.  Persistió en creer en él con lealtad perruna.  Cierto, el titular Careca se había lesionado, pero por ahí tenía a Roberto “Dinamita” y a Reynaldo, que eran maravillosos centrodelanteros.  Serginho voló, reventó, desperdició docenas de goles que cualquiera en su lugar habría concretado.  Una tras otra, con exasperante tenacidad, se empeñaba en malograr las portentosas jugadas que los mediocampistas y los laterales hilvanaban para él.  Y nunca pedía disculpas: seguía trotando y riendo por el camino, cual Urgán “el Peludo”, el ogro de la saga de Tristán e Isolda.

En el decisivo partido contra Italia, con el marcador 1-1, los Azzurri pierden un balón en la salida, y Zico y el Abominable Hombre de las Nieves se encuentran de pronto solo frente al portero Zoff…  ¡Zico hubiera anotado el gol con los ojos cerrados!  Pero adivinen qué…  Pie Grande le roba la pelota, abuchonándose como siempre lo hacía, y desperdicia la ocasión con un risible, canijo disparo que sale brincando a varios metros de distancia de la portería rival.  Zico se molestó.  Pantagruel hizo lo de siempre: reír como un idiota, y aplaudirse a sí mismo.  Ahí Brasil perdió el partido. (ver vídeo desde el  segundo 56 y hasta el minuto 07 segundos).

Es preciso ver en acción a ese equipo para comprender lo que aquí señalo: el balón evolucionaba, tratado con primor y esmero, de pie en pie, como si estuviese hecho de terciopelo… ¡hasta que llegaba a las patas de Serginho: era el final del poema, y el inicio de la comedia, de la tragedia, del carnaval de Bakhtine, de la apoteosis de lo grotesco!  Serginho jugaba en otra tonalidad, en otra tesitura, por poco diría que practicaba esencialmente otro deporte: ¡era tan obvio, tan ostensible!  Imagínense ustedes si el equipo era bueno, que logró que esta bestia apocalíptica anotara dos goles (contra Nueva Zelanda, servicio de Zico; contra Argentina, servicio de Falcao).  Recuerdo el cuidado, el esmero, la pulcritud con que este último le pone el centro desde la derecha, directo a su testa de australopiteco, como diciendo: “¡Cuidado vas a fallar esta, idiota!”

Existen en Massachusetts dos sucursales del MOBA (siglas que designan “Museum Of Bad Art”), donde se preservan obras de arte “demasiado malas como para ser ignoradas”.  Sí, el equivalente de los premios Raspberry que confiere la Academia a los peores actores del año.  Si existiese en el mundo (y creo que debería existir) un “Museo del Mal Fútbol”, Serginho figuraría prominentemente en su salón de la fama, y en monumental estatua broncínea ubicada en la entrada misma del edificio.

Storie di Calcio
Serginho no jugaba; atropellaba a sus marcadores.

Serginho no jugaba: atropellaba a sus marcadores con su peso inercial de locomotora y los dejaba contusos, yacentes en el suelo.  Era craso, espeso, granítico, tieso, bestial, una estampida de borregos sueltos en media cancha.  Y mal bicho, además, que en una ocasión pateó en el suelo al gran portero Emerson Leao, por el mero hecho de que le había atajado su irrisorio disparo al marco.

¡Ah, qué daría por tener el verbo de Quevedo o de Góngora, cuando se insultaban uno al otro con las más fulgentes metáforas, y vejámenes lingüísticos que no podían saborearse sin consultar varias veces el diccionario!  ¡Hasta el fin de mi vida seguiré sin entender qué le vio Telé Santana (votado por la prensa como el mejor técnico brasileño del siglo XX) a este mamulón, este Godzila, este buey colosal, este oso Kodiak, esta ballena bípeda, este hipertrofiado orangután, este Chernóbil del fútbol!

Era un jugador “sisífico”.  ¿A qué aludo con este término?  A que, a semejanza de lo que le sucede al pobre Sísifo, sus compañeros tenían que empujarle una y otra vez, subiendo la colina, la piedra que él, riendo y trotando, volvía a dejar caer ladera abajo.  El Sísifo del fútbol.  Ese era Serginho.  ¡En medio de diez aristócratas del fútbol, este primate eructaba cuando le correspondía declamar el verso postrero, el refrán, el ritornello, la letanía que haría las veces de finis coronat opus!

Me hizo sufrir mucho.  Ese atroz tormento que es el gol interruptus.  Lo execro, lo detesto, y espero que la historia del fútbol le conceda un sitial de preeminencia en la galería de los esperpentos, los endriagos, los súcubos, los más viles y depravados monstruencos que este bello deporte ha engendrado. Dura lex, sed lex.

 

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