Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Se acabó. De una vez por todas. ¿Qué? El maniqueo, simplista, encasillamiento del intelectual en una celda por un lado, y al deportista en su cancha o cuadrilátero, por el otro. Separados en compartimentos estancos. El “intelectual” a quien le es vedada cualquier cosa que no sea disertar sobre los temas más insondables que sea dable imaginar, y el deportista descerebrado, únicamente bueno para dar puñetazos o patear una bola.
El mundo ha creado un verdadero idilio con el escritor francés Albert Camus, una de las plumas señeras del siglo XX, Premio Nobel en 1957 (¡el autor más joven que jamás haya recibido el galardón: tan solo tenía 43 años de edad!) Pues bien, amigos, entérense de esto: Camus estaba destinado a una carrera de futbolista. Portero, para más señas. Magnífico atajador, líder natural, ordenaba a su defensa y sabía arengar a sus tropas. Guardavallas del Racing Club de Argel, que años después de su retiro llegó a ser campeón norafricano. ¡Cuán grato habría sido ver a este hombre excepcional alzar un trofeo de tal calibre y consagrarse luego Premio Nobel! ¿Se imaginan lo que esto hubiera significado? ¿Cuántos casos similares podemos mencionar?
“Al deporte debo lo poco que sé sobre moral y lealtad. El terreno de juego y el escenario teatral fueron mis verdaderas universidades. Si algo me ha enseñado el fútbol, es que la bola nunca llega por donde uno la espera” –fue una de sus más reveladoras reflexiones–.
Camus abandonó el fútbol prematuramente, debido a la tuberculosis. “He encontrado más integridad y nobleza en el deporte que en los medios intelectuales en que me he desenvuelto” –asevera, con amargura–. Es una apreciación que comprendo. Mil veces más limpio y franco el deporte que los cenáculos literarios donde la territorialidad, el instinto hegemónico y los egos hipertróficos se expresan de manera siniestra. Prefiero el cabezazo de Zidane a Materazzi que las cosas que se infligen, unas a otras, las argollas de escribidores de este corral glorificado que es Costa Rica. Es el peor de los gremios que sea dable imaginar: arribistas, oportunistas, aduladores, amigueros, endogámicos, incestuosos, mafiosos y todos delirantes tras el sueño de escribir “la gran novela costarricense del siglo XXI”. Muchas de estas argollas ilustran a la perfección lo que Enrique Jardiel Poncela llamaba “la sociedad anónima de los bombos mutuos”. Salvo por uno o dos grandes colegas, me siento feliz y orgulloso de no pertenecer a esta tribu.
¿Sabían ustedes que Nabokov, Sábato y Cortázar amaban el fútbol y el boxeo? ¿Que el excampeón mundial de ajedrez Vasily Smyslov era un gran tenor operático? ¿Que Cocteau adoraba los deportes ecuestres? ¿Que el gran pianista austriaco Paul Badura-Skoda derrotó a los campeones mundiales de ajedrez Capablanca, Petrosian, Spassky y Kárpov? ¿Y que el poeta Arthur Cravan –sobrino de Oscar Wilde– desafió al campeón de los pesos completos Jack Johnson en 1915, resistiéndole seis asaltos?
Los futbolistas tienen su tipo de “escritura”, su “caligrafía” deportiva. En cinco minutos distinguimos el estilo de Messi del de Pelé, Rivelino o Beckenbauer, como en un párrafo reconocemos a Proust, Cervantes o Borges.
Existe un video en el que vemos a Camus comentar un partido entre el Mónaco y el Racing de París: ¡su erudición futbolística era prodigiosa! Por él alzo hoy mi copa. El inmenso escritor que, lejos de ver en el deporte una actividad para la canalla, supo interpretarlo como una metáfora, una gran alegoría de la vida y la condición humana.
Murió en un parpadeo: el carro que conducía a alta velocidad tuvo un desperfecto técnico, y se estrelló contra un árbol a la vera del camino. Muerte instantánea. Esto aconteció el 4 de enero de 1960. Camus tenía tan solo 46 años de edad. En el asiento de atrás llevaba el manuscrito de su inédita novela El primer hombre que, después de un prolongadísimo destierro en el limbo de las obras perdidas, hoy podemos leer en magníficas ediciones españolas, inglesas o francesas. Su obra es extraordinaria: teatro (Calígula, El malentendido, El estado de sitio), novela (El extranjero, El exilio y el Reino, La caída, La peste, El primer hombre) y ensayo (El mito de Sísifo, El hombre rebelde) fueron los tres géneros que con mayor asiduidad cultivó.
En El mito de Sísifo levanta la inmensa interrogante: ¿vale la pena vivir la vida? Porque si tal no es el caso, lo único procedente y honesto que podemos hacer es suicidarnos. Y él mismo nos da la respuesta: sí, la vida siempre valdrá la pena de ser vivida, porque ella misma es un valor per se, porque está por encima de todos los valores, porque es bella y deleitosa aun cuando careciese de sentido. Convengo con él: yo nunca le he exigido o extorsionado a la vida eso que llamamos “sentido”. Me doy por satisfecho con atravesar dignamente los infiernos y paraísos que me impone, con vendimiar todo cuanto en ella puede ser disfrutado, y apurar hasta la hez el cáliz de amargor que el fatum acerca a nuestros labios.
Camus amaba la vida, era un sensualista irredento y un amante telúrico. Como su personaje Meursault, protagonista de El Extranjero, adoraba comer bien, hacer el amor pródigamente, rendir culto pagano al sol en las playas de Argelia y el mar Mediterráneo, reír con las películas de Fernandel, paladear la pasta italiana, y saborear un buen cigarro con un vino savamment choisi. Que lo diga si no la bellísima María Casarès, musa del existencialismo francés, actriz de primerísima línea, niña mimada de Jean Cocteau, y ciertamente una de esas mujeres que, como George Sand o Lou Andréas-Salomé, gravitaron siempre hacia los hombres de genio: además de Camus, María tuvo por compañeros al gran cantante André Schlesser, al egregio actor Jean Servais, y a esa leyenda del teatro y el cine franceses que fue Gérard Philipe. En otras palabras, no perdía su tiempo con cretinos o mediocres. Ella misma nos da una elocuente idea de la flamígera intensidad de su relación con Albert Camus en su autobiografía Résidente privilegiée. Y de manera simétrica, el escritor se expresa en los mismos términos de ella, a quien llama “la mujer de mi vida”.
Cuando le fue otorgado el Premio Nobel, su mezquino y envidioso “amigo” y “correligionario” Jean-Paul Sartre se limitó a decir, sarcásticamente: “Le han dado exactamente lo que se merece”. Por supuesto, para el autor de La Náusea el laurel en cuestión no era otra cosa que una podrida y decadente institución burguesa. Cuando en 1964 se lo concedieron a Sartre, este, como todos sabemos, lo declinó. Pero su gesto no es particularmente épico. Ya a la sazón Sartre era una leyenda viviente, el gurú de toda la filosofía que se gestaba en Francia y una figura reverenciada en el mundo entero. Habría que ver si lo hubiese rechazado a los 43 años, cuando todavía era un desconocido aguilucho de filósofo.
Camus nunca dejó de amar el fútbol. Después de su retiro de las canchas se prodigó como locutor y comentarista deportivo. Seguía los campeonatos y los partidos de la liga francesa con asiduidad. No solo no subvaloró y derogó el fútbol sino que, como ya señalé, lo consideró siempre una verdadera escuela de ética y solidaridad.
No se equivocaba: eso debe ser todo deporte. Si no propende a hacer de nosotros mejores seres humanos (dotados de mayor empatía, honor, dignidad, espíritu de lucha, capacidad de sobrevivencia, solidez moral, caballerosidad), entonces lo estamos practicando incorrectamente. El deporte es un extraordinario agente civilizador, un catalizador de la comunión entre los pueblos y las culturas, y como decía mi querido amigo Francisco Escobar, un producto providencial de la implosión de dos sensibilidades: la mentalidad guerrera, territorial, imperial y hegemonista de la antigua Roma, y el culto hedonista a la belleza, al equilibrio y la perfección, que fue lo propio de la civilización griega. El juego cerebral, muscular, fríamente estratégico y maquinal de la Selección Alemana, y el jogo bonito gozoso, improvisatorio y creativo de la Selección Brasileña, encarnan estos dos paradigmas.
¿Qué habría sido de Camus si no hubiese tenido que abortar su carrera de portero debido a la tuberculosis? ¿Hubiéramos perdido al inmenso pensador (no le gustaba que lo llamaran “filósofo”) y al escritor universal que fue? Estoy persuadido de que tal no hubiera sido el caso. La literatura no es una elección: es un estigma. El escritor no la escoge: ella escoge al escritor. Es a lo sumo posible que una parte de su producción se hubiese retrasado por algunos años, pero igual hubiera sido el hontanar de pensamiento y literatura de hondísimo calado que todos conocemos. Una vez más: el intelectual, el artista y el deportista comparten muchísimos más rasgos de los que la gente suele creer. Pero ese formidable tema será objeto de otro artículo.