Jacques Sagot, Revista Visión CR.
LA SOLEDAD NO EXISTE
Miles de horas de práctica. El músico y su instrumento. Los cubículos son lugares solitarios. Desde el momento en que coloca la partitura de la pieza en el atril hasta ese instante en que sale a escena a tocarla por primera vez, ¡qué jornada! Lea la música, digítela (los numeritos garrapateados encima de las notas indican los dedos que serán usados para cada pasaje), repita, memorice, repita, memorice, repita, memorice… y con el tiempo dejar que la música se le vaya entrando en la sangre, en los huesos, en el alma. El lento proceso de maduración de la obra musical, ese que debe ser natural, que no se puede acelerar, porque a diferencia del dominio técnico, requiere convivencia con la pieza, tiempo para conocerla y dejarse conocer por ella. Íntimamente. Sí, son solitarios los cubículos. En ellos se juega, se lucha, se goza, se deja la mitad de la vida. Algo sé de ellos. Dejé la mitad de mi vida en estas celdas, esculpiéndome a mí mismo como pianista, cronómetro en mano… El artista nunca está solo: su interioridad lo acompaña. Sus melodías, sus personajes, sus sueños, sus visiones están siempre con él.
“TODO LISTO, MAESTRO”
Tanto se prepara el músico para su anónimo auditorio, tanto lo visualiza y lo invoca antes del concierto, que al salir a escena bien podría decir de él aquello que Pascal decía de Dios: “antes de conocerte te amaba ya”. Esos mil oyentes sentados en sus butacas son los comensales de una cena preparada con infinito esmero. No todos saldrán satisfechos, pero el gesto de amorosa dación será el mismo.
Los brutales timbrazos de la cuenta regresiva: “faltan diez minutos”, “faltan cinco minutos”, “vamos a comenzar”… El jefe de escena abre la puerta del escenario, la vibración del público, rumor que se extingue, los últimos accesos de tos que se apagan y el pálpito de la audiencia, por un instante suspendido. Entre sístole y diástole. Hasta que el músico entra. Con el primer paso en escena arden las naves de Hernán Cortés. Ya no hay vuelta atrás. Quedan el intérprete, su instrumento, y ese otro instrumento que es el público: a él también hay que “interpretarlo”, que “sentirlo”. A veces se escapa como agua a través de un cesto de mimbre, a veces se le logra capturar, y mantenerlo ahí, transido en el gozo de la música.
DEMONIOS
¿Los nervios? Por supuesto que ahí estarán. Porque en lugar de pensar en el gozo se piensa en la responsabilidad. Y el peso de la responsabilidad paraliza. Mil fantasmas, cada uno más aterrador que el anterior lo atormentan: que le tocó un mal piano; que su violín o su flauta no andan bien; que el público es conocido por su nivel de exigencia (los temibles “connaisseurs”); que la inevitable comparación con las más recientes grabaciones de la obra (todas artificialmente perfeccionadas), que la ferocidad del critico es legendaria, que las intermitencias de la memoria, que la semana anterior se presentó el mejor músico del mundo en la misma sala, y ahora va a ser necesario erguirse ante su sombra abrumadora, que ese día se siente un poco -o un mucho- enfermo… Son siempre los mismos terrores. Todos conspirando contra el gozo, contra la música y el milagro de la comunión del intérprete y su público a través de la belleza. No deben ganar, no deben ganar, los demonios. Solo lo harán si el músico se los permite.
Todo cuanto en la vida hacemos pareciese proceder de un delicado equilibrio entre deseo y miedo. Hay que hacer prevalecer el primero. Si la voluntad de crear belleza, de regalarle al auditorio un momento de emoción profunda, si la ilusión de compartir con el público el fruto tan lentamente madurado se imponen, entonces la ejecución generará gozo para ambas partes. Si el miedo prevalece sobre el deseo, no habrá forma alguna de comunicación. La belleza y el miedo son vivencias incompatibles.
NOS PASA A TODOS
El gran violinista Jascha Heifetz solía, para conjurar su miedo escénico, detenerse ante el espejo de su camerino, mirarse de frente, y decirse a sí mismo: “¡Ahora sí: aquí viene el gran Jascha Heifetz!”. Otros no lograron nunca entrar a escena sin el deletéreo estímulo del alcohol: los violinistas Henrik Szering y Christian Ferras, entre varios nombres ilustres. Los hay que rezan, que improvisan in situ una sesión de yoga, que se dan cachetadas y se jalan el pelo para irritarse a sí mismos y salir a escena como toros de lidia (Vladimir Ashkenazy), que cancelan sistemáticamente (Marta Argerich), que a última hora tenían que ir a vomitar, tan visceral era su pánico (David Oistrakh)… Pero en escena se transfiguraban, y toda la basura psíquica quedaba detrás. Se entregaban a la música como quien se abandona a la caída libre… y ella los acogía gozosa.
Y LUEGO LOS “MATADORES”
Rubinstein, Bernstein, Rostropovitch, Entremont, Mehta, con los demonios bien encerrados entre celdas de máxima seguridad. Brío, panache, seres de extraordinaria salud psíquica… ¿cuál es el secreto? “El secreto es que no hay secreto -solía decir Gyorgy Sándor-: Cuando uno tiene que tocar cien conciertos al año se le pierde miedo a la escena. ¿Por qué habría yo de sentir miedo? ¿Acaso me da miedo cepillarme los dientes cada mañana? Ello es, a menos de que el músico sea un adicto a los nervios. Hay gente que necesita estar nerviosa -como si de un fármaco se tratase- para tocar bien. No los envidio”. Y por eso vivió el viejo noventa y tres años, gozando de estupenda salud y dando conciertos hasta el final.
Pero hay otro peligro contra el cual es menester resguardarse. Cualquier cosa que uno haga cien veces al año tenderá a banalizarse. Las ejecuciones pueden en este caso hacerse rutinarias y cansinas, perder su magia y ese grado de saludable dramatismo necesarios a la eficacia de todo arte escénico. Bien que mal hace falta un poquito de cuerda floja, de saltos mortales sin red de protección, de redobles de tambor… eso es parte del juego.
UNO CON LA MÚSICA
No solo se hace música con los dedos o las cuerdas vocales. Se hace música con la sangre, con los huesos, con cuerpo, espíritu e intelecto conjugados en el mismo acto creador. La música es una vivencia esencialmente erótica. Convoca todas nuestras potencias, las intelectivas como las físicas. El sonido del instrumento vuela a través de la sala, acaricia y penetra los cuerpos, ocupa las conciencias, embriaga y convoca imperiosamente al auditorio a su aquí y a su ahora. La música es instante puro. Es hacer el amor con mil espíritus a la vez, y ello a través del más intangible, el más desencarnado de los lenguajes. Para lograr este milagro -¿de qué otra forma llamarlo?- no basta con tocar la música. Hay que convertirse en ella.
El fantasma del auditorio caníbal, ¡qué tontería! ¡Nadie sale a las siete de la noche de su casa, hace fila y paga un boleto para asistir al linchamiento público de un pobre músico, y si hay quien lo haga, pues qué miserable vida, la suya! La gente quiere belleza. Una pequeña revelación, una sacudida eléctrica, el famoso “escalofrío” de que hablaban los dramaturgos griegos. No hace falta más. Para eso la soledad de las mil horas de práctica, para eso las escalas y los arpegios, para eso los profesores y los recitales “de preparación” ofrecidos ante los colegas (el más difícil pero también el más comprensivo público del mundo).
Nunca está menos solo el músico que cuando se encuentra en escena. ¿Las notas falsas? Son un acto de generosidad; significan: “también mi falibilidad les ofrezco, y tanto los quiero, que tocaré intrépidamente y me tomaré riesgos antes que aburrirlos con una interpretación cautelosa, donde cada nota parece venir con su propia póliza de seguridad”. La música: la más bella de las locuras.