Dos libros de Rodrigo Soto
Gilberto Lopes, periodista, RVCR.
La vida y la muerte. Contemplada desde esta esquina (la de la muerte) “la vida lucía investida de una belleza deslumbrante”. Los suyos no estaban lejos, y mientras se adormecía “supo que se las habían arreglado para alcanzar aquella lejana orilla del tiempo”.
No se si fue porque lo leí de último. Era natural que así fuera, porque es el último de los cinco capítulos con los que Rodrigo Soto navega el río que lo habita (Silvia Castro, en su presentación del libro, sugiere “que el pronombre reflexivo corresponde a la ciudad”: “El río que me habita”. Puede ser). Pero yo quisiera sugerir que ni el río Grande es un río, ni Ciudad Real un lugar. Son solo los escenarios de un libro de relatos en los que la vida transcurre como un río y la ciudad soy “yo” (el que relata). ¿Por qué no?
Como se trata de literatura, importa cómo se cuenta. Me parece que es en este último relato donde Rodrigo se juega más. En el manejo de los tiempos: el de la conquista y el de la construcción del ferrocarril. Pero también el de los personajes: los humanos y los otros, el duwak.
Nunca le dijeron que el mundo de los muertos sería así. Siempre supo que “erraría por el bosque un tiempo y luego se recogería en la tierra para no regresar jamás”. Pero perturbaron su reposo. Buscaban oro, mientras construían el ferrocarril. Removieron sus huesos, que se deshicieron como arena, dice el duwak.
Me parece un relato ambicioso. Va a los orígenes, pero no lo cuenta como historia, sino desde la sensibilidad de los humanos y del duwak. Del poblado indígena quedaba apenas el armazón humeante de algunos ranchos. Lejos ardía la pila de cadáveres.
Serrano había matado a su padre, “hosco como un animal”. Y a su madre, “seca como un cuero”. Naturalmente, en Ciudad Real. Cuando sale de prisión, busca trabajo en la construcción del túnel, en el cerro Burío. Cuando Aurora le dijo que sería papá, se alejó del campamento, caminando sin rumbo. Le dijo que no podría ser papá de ese niño. Después, días después, cuando otro hijo de Aurora (que no era suyo), le pregunta si cuando nazca su hermano, también le podrá decir papá, un remolino de imágenes lo enfrenta al acertijo de su existencia. –Puede, hijo, puede… –responde.
El acertijo de la existencia
¿Qué es lo que hace que vivir merezca la pena? Aunque la pregunta se plantea en apenas un relato (el segundo) tengo la sensación de que todo el libro se dedica a hurgar en la respuesta, en los personajes que, al fluir por el río, cruzan la ciudad.
Recuerdos, leyendas, viejas historias, encrucijadas, pequeños afluyentes que desembocan en el río Grande y que Rodrigo Soto nos va contando en esta hermosa edición de “El río que me habita”, publicado en España por la editorial Huso en 2017 (en el índice, en las páginas de las historias locales I y II, hay un error: les falta el 1 delante de 44 y del 59).
La vida misma no es algo que uno pide, nos advierte. Y se deja llevar por el caudal del río Grande y sus afluyentes. Lo hace con ayuda de la memoria, con la tergiversación de los hechos (es literatura, no historia), tratando de esconder así la vida. Lo leí un domingo, de una sentada. En la noche, después de semanas nubladas, había una luna clara.
El encanto de las tierras lejanas
Me fue distinto con “Prácticas de tiro” (con la envidiable portada de “Perro Azul”). Es libro más reciente. Publicado este año, recoge una treintena de relatos breves.
Pienso que no es difícil encontrar el hilo que lo une con “El río que me habita”. Se trata de una búsqueda de tierras lejanas, de lugares donde rehacer la vida, de hacerla valer la pena. La idea comenzó a tomar forma en “Confines”. La lógica más elemental sugería que más allá de los linderos de la ciudad debía existir algo, ese “otro lugar”.
Ya antes, en “Hambre”, se intuía el tema. Los hambrientos venían en pos de una gracia, pero cuando su número se multiplicó, el ánimo de la gente cambió.
Es como el duwark, que cuando vio su tierra invadida y su paz perturbada, se propuso perturbar al extranjero. Evocó a los espíritus que traían enfermedad y muerte. Pero prefería volver a su condición de duwark. Consideró con espanto el hecho de que habría que morir de nuevo.
Me recuerda el que se despertó en el “Purgatorio”. Cuando volvió en sí, no había nada. Sin embargo, poco a poco los contornos de su mundo comenzaron a emerger. Y, con ellos, los recuerdos amenazantes. “Entonces, el terror de convertirme en lo que fui bastó para expulsarme otra vez hacia la nada aquella donde me encontraba”. ¿Volver a ser un duwark?
Puede ser, aunque ese es personaje de la otra historia. Pero a veces parecen que son solo una. Aquí también crepitan los ranchos, cuando vienen los bárbaros. Anoche recibieron la noticias de que, al fin, se acercaban y salieron a emboscarlos en el vado del río grande. ¿El río Grande? ¿El de Ciudad Real? El rostro de los bárbaros asoman en el palenque y mientras se acercan, blandiendo sus espadas, resuenan voces extrañas “sobre el crepitar de los ranchos ardientes”.
Lo cierto es que leí primero “Prácticas de tiro”. Fue una lectura más espaciada que la de “El río que me habita”. Pero, terminada ambas, me resultó inevitable la sensación de navegar por un caudal que me parecía conocido.
Hay temas que se repiten, como las violaciones, aunque los escenarios son distintos. La de Cecilia, cuando manejaba en los caminos aislados hacia Puerto Humo. En “Mentiras” la historia es más elaborada. Se repite en “Resonancias magnéticas”.
La vida y la muerte, la búsqueda del sentido de la vida. Como cuando me enteré de la muerte de Martín. Murió joven, en un accidente de carro. Lo había perdido de vista. Éramos amigos de infancia. Aunque detesto los funerales, soy de los primeros en llegar a la funeraria. Me siento en una silla apartada, mientras espero que llegue algún conocido. De repente, los arreglos florales me devuelven una imagen: mi vida, tan pequeña, tan mezquina, tan mía…
Las guerras, los conflictos políticos, las batallas inútiles, como las libradas contra el tiempo; los amores perdidos (y recuperados). Aquí los cuenta Rodrigo con oficio, como navegando en el río Grande, de Puerto Humo a Puerto Escondido, todos simple puertos donde ancla en el viaje de la vida…