Jacques Sagot, pianista y escritor.
Los burócratas son cuadriculados, inhumanos, implacables, gente incapaz de misericordia. Los escogen así para que cumplan con su deber: atormentar y privar de impulso, de élan ascensional a los ciudadanos que queremos crear, producir, avanzar. Son un Leviatán, un monstruo descomunal, policéfalo y tentacular. Cito con gran liberalidad a mi gran amigo y colega escritor Rogelio Ramírez, en un ensayo suyo de reciente publicación.
Karl Marx, Max Weber y Robert Merton, gigantesco triunvirato de la sociología, nos ofrecen sus puntos de vista sobre la burocracia, y explican por qué tendemos naturalmente a rebelarnos contra ella. En entornos burocráticos “la cabeza remite a los círculos inferiores, la preocupación de comprender los detalles, y los inferiores creen que la cabeza es capaz de comprender lo general. Así se engañan mutuamente” (Marx). La entropía del desorden, que anida como potencia inminente o manifiesta en los sistemas (instituciones públicas) que desatienden su naturaleza de servicio erigiéndose en áureos monumentos becerriles.
Una precisión es necesaria: Weber nos recuerda que la burocracia como sistema organizativo quizás remite a un orden instrumental y funcional inevitable, pero es exactamente la desviación o enajenación de ese objetivo funcional, lo que pervierte y envilece su carácter inofensivo, y lo mismo aplica al burócrata. En esta parte del mundo, donde no terminamos de decidir cuál es el camino hacia la prosperidad general, es propio del servicio público tender inercialmente hacia el exceso tecnócrata, la lentitud y la obstrucción o incluso hacia el boicot del desarrollo, el emprendimiento y la iniciativa del ciudadano.
Luego añade Marx: “la burocracia deviene en una forma autónoma y opresiva, que es sentida por la mayoría del pueblo como una entidad misteriosa y distante, como algo que, no obstante determinar sus vidas, está más allá de su control y comprensión, como una especie de divinidad frente a la cual uno se siente azorado y desvalido”. Cuánta visión se verifica en esta opinión de Marx: su descripción corresponde con lo que sucede hoy en día en las pirámides interminables del Estado, ese maremágnum con ansias de Olimpo, que olvidó deberse al ciudadano con su justo derecho a prosperar en paz.
Benito Pérez Galdós, literato y político español, con su preclara teorización social, decía que la burocracia “es una tapadera de fórmulas baldías, creada para encubrir el sistema práctico del favor personal, cuya clave está en el cohecho y en las recomendaciones”. Es la burocracia –afirmaba Galdós, sin ambages– “una masa resultante de la hibridación del pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la arquitectura de las instituciones”. Deducido de la abstracción del Estado, encontramos al burócrata, ese empleado o empleada que –parafraseando a Marx– “no se preocupa por el carácter opresivo y parasitario que puede desarrollar. Por el contrario, piensa que es indispensable al interés general”. Lamentable fantasía del empleado que olvida su papel facilitador en la comprensión del usuario sobre lo debido y lo procedente.
Abundan los ejemplos del funcionario público enfrentado con prepotencia al ciudadano, creyéndose poseedor de la verdad y ungido de toda potestad creadora universal. Merton dictamina que ese actuar es demostración de una “flexibilidad insuficiente en la aplicación de destrezas”. Merton profundiza un poco más, denominando como “psicosis profesional” a la parálisis ejecutiva en el común de los burócratas que convierten un valor instrumental en un valor final, es decir, aquellos que totemizan la burocracia, por inútil que resulte, proclamándola esencial y legitimándola en la dispersión de brevedades rígidas y paralizantes. Aquellos que ciegamente sacrifican el espíritu de la utilidad por la tramitología cadavérica.
Siguiendo a Merton, puede entenderse que los burócratas funcionan mediante dos tipos de relaciones: una formal, impersonal y sujeta a normas; y otra informal, contrapuesta y paralela, merced a la cual desarrollan la actividad tecnócrata según sus criterios personales, perjudicando a unos cuando lo desean, y beneficiando a otros cuando así les conviene. Rutina y ritualismo –dice Weber– como vicios opuestos a las virtudes de la eficacia y la innovación”.
Lúcidas palabras, las de Rogelio y los eminentes pensadores que cita. La burocracia es una estructura vertical de poder. Ese poder se manifiesta, en los más mediocres de sus funcionarios, en la facultad para decir “No”. Un “No” seco, intransigente, innegociable, apodíctico, cartesiano, taxativo incontournable. Al pronunciar ese simple monosílabo se agigantan ante sus propios ojos, y -creen ellos- ante los demás.
Dos irreductibles fonemas bastan para “hacerle el día” a estos cretinos sedientos de poder, que en el fondo odian su trabajo, pero derivan alguna satisfacción al frustrar y contrariar al usuario. A su modo, es una especie de pequeña venganza contra el mundo, contra los otros, que gozan de la libertad inherente al mero hecho de estar del lado de afuera de las ventanillas. Son ellos los que deben, como animales en un zoológico o peces en una pecera, permanecer en sus celdas, en sus células a menudo herméticas, impenetrables (los dependientes en las cajas de los bancos modernos). Ahí están enrejados tras sus vidrieras a prueba de balas, de golpes, de cualquier cosa que huela a humanidad. Contando billetes hasta erosionarse las yemas de los dedos y perder litros de saliva en el proceso.
Todo esto es inherentemente trágico: la criatura humana debería regocijarse ante el “Sí”, y usar cuanto menos sea posible el “No”. Es una palabra que cierra la boca, hace que los labios asuman la posición de un cañón, y se regala en la sonoridad “o”, que es de suyo oscura y opresiva (piénsese en el “Nevermore” de “The Raven”, de Edgar Allan Poe). Gabriel García Márquez destacaba un subtipo singular del burócrata (“El avión de la Bella Durmiente”): el “burócrata cartesiano”, proliferante en Francia, como es natural, pero ubicuo en el mundo entero. El burócrata ejerce un poder: como todo ser humano armado de este terrible instrumento de contusión, siente la necesidad de usarlo. Su gozo del poder –en su caso pírrico, risible, diminuto– genera un estado de embriaguez egótica, que no difiere más que en grado –no en esencia– del delirio de poder de los grandes dictadores y genocidas. Son parásitos: las amebas, triquinas y tenias del sistema digestivo de la sociedad.