William Hayden, economista y escritor.
Hola amigos. Aquí de nuevo continuando con esta saga de artículos que inicié el 15 de setiembre del 2016. Este año va a ser entretenido con estos comentarios porque entramos al año electoral que termina el domingo 1° de febrero del 2026 con la elección del presidente, vicepresidentes de la República y de los 57 diputados para el periodo presidencial del 2026 al 2030, al que acudirán a votar el 55% de los electores del padrón electoral, porque a cómo van las cosas con el gobierno actual de muchos ofrecimientos y nada de resultados, el abstencionismo podría llegar al 45%.
Los 40 o 50 partidos políticos que participarán en dichas elecciones escogerán a sus candidatos presidenciables por cualquier procedimiento: convenciones abiertas o cerradas, a dedo, por imposición. Financiarán sus campañas con dineros de contribuyentes al partido, de contribuyentes que por debajo de la mesa financian al candidato con dinero contante y sonante (para que no queden evidencias), financiados con la emisión de bonos para apagar a futuro con la deuda pública, y/o con dinero propio o de la familia y de parientes.
Estos candidatos utilizarán exhaustivamente la estrategia de comunicación, por cualquier vía, para presentarse como la solución a todos los males del país, quienes mejor representan su descontento y lucharán por llevar sus demandas a mejor puerto, acudiendo al populismo de izquierda o de derecha como el medio de encantar a la masa de votantes que creen en los cantos de sirena.
La megalomanía o aires de grandeza será el común denominador de esos candidatos, todos serán como la pomada canaria que con una untadita se curan todos los males, o como dicen por ahí se creen la mamá de Tarzán.
Tendremos demócratas, socialistas, liberales, neo liberales, cristianos, evangélicos, comunistas moderados, trotskistas trastornados, populistas, negros, mujeres, representantes del agro, de los trabajadores, de los pobres y de cualquier etiqueta que se encaramen. Chistosos como los folclóricos del “menos malo” o “yo me como la bronca”.
Los candidatos serán un conjunto variopinto que comprarán a las agencias publicitarias sus lemas y propuestas de campaña con eslogan y jingles que los venden como un producto masivo al consumidor, un refresco tipo coca cola, gastarán los dineros del pueblo en costosísimas campañas políticas que se van en culto a la imagen y con ese maquillaje aparecer lo que no son y ocultar lo que son.
Se rodearán de asesores nacionales e internacionales que les dirán cómo y cuándo vestir, actuar, sonreír, les prepararán sus discursos y fichas técnicas sobre qué decir, de acuerdo a la ocasión y el público que los escucha; por eso, cuando se oyen sus peroratas nos queda la impresión de que no hablan con el corazón, que sus palabras salen de un guión o son ensayadas y en la realidad nos quedamos con ganas de conocer la verdadera personalidad del candidato, sus ideas y su pensamiento.
Definirla es como tratar de encontrar el color de un camaleón; cambia todo el tiempo. La menor palabra para definirla es «adaptable». Operan por radar, percibiendo él y sus asesores lo que la audiencia quiere y necesita para amoldarse a ello.