Jacques Sagot, Revista Visión CR
Chateaubriand, para muchos el más grande prosista de la lengua francesa, vivió sus sueños… ¿o será más bien que soñó su vida? En él la historia se mezcla con la fabulación al punto de tornarse indiscernibles. Su cuerpo reposa en un lugar que el escritor hubiera sin duda aprobado: una islita en la bahía de Saint-Malo, que durante la marea baja se conecta con la tierra. Al borde de un acantilado. Sobre una placa en su tumba se lee: “Aquí ha querido reposar un gran escritor francés escuchando solo el mar y el viento: paseante, haz silencio, respeta su voluntad postrera”. Vida peligrosa, la suya. Vida en tempo prestissimo. Llena de contradicciones, es decir, auténtica. Como decía Unamuno:“¿Dicen que me contradigo? ¡Pues qué bien, porque eso prueba que soy humano!”
El atizador de tormentas
Francois-René, Vizconde de Chateaubriand, escritor, viajero, diplomático, hombre político, marino, no nació: para usar sus propias palabras: “mi madre me infligió la vida”. Año de 1768, apenas mayor que Beethoven y Hegel, cuando ya la Revolución Francesa fermentaba. Muere en medio de otra revolución, la de 1848. De él podría predicarse lo que Liszt decía de sí mismo: “mi profesión consiste en desatar tempestades”. A horcajadas entre dos mundos, entre dos sensibilidades, entre dos regímenes políticos… aristócrata por nacimiento y linaje familiar (sus ancestros habían dos veces mezclado su sangre con los soberanos de Inglaterra), revolucionario napoleónico por convicción… y sobre todo, romántico, romántico, romántico, de esos de viejo cuño: los que ignoraban el cinismo y eran capaces de grandes devociones, de grandes amores, de inmolarse por grandes causas.
Fiel –para él era una cuestión de honor– a la monarquía, al ancien régime, pero por otra parte revolucionario republicano por convicción profunda, su vida quedará para siempre marcada por estos dos mundos: las ilusiones contra los recuerdos. Niño solitario y piadoso. Educado en una escuela de jesuitas (¡la policía secreta de la Iglesia Católica!). Al mismo tiempo tímido y voluntarioso. Amor profundísimo por su hermana Lucile, amor que algunos biógrafos han sospechado incestuoso. Cual Jano bifronte, su espíritu mira en dos direcciones: una monarquía que idealizará cada vez más, y el llamado imperioso del nuevo siglo. Como todo bretón, comenzó por cultivar el paganismo, para luego devenir el autor de El Genio del cristianismo, uno de los libros que mejor establecen la importancia universal de la fe católica. Eso no impidió que, asumiendo una pose ferozmente anticlerical, dijera: “La iglesia es una institución rodeada de asfixiantes tinieblas”.
La amada siempre será una
“Me gustaba trazar el retrato de una mujer que sintetizara todo de cuanto hermoso había en mis múltiples mujeres”. El arquetipo ideal. Borges decía que la amada “era siempre una” (tesis a la que suscribo enfáticamente).Lo que no dijo es cómo esta amada podía compendiar todo cuánto de bello había encontrado Chateaubriand en sus cientos de mujeres. El “absoluto femenino” que, según Goethe, “nos aproxima a lo alto”… si esto no es romanticismo, ¿qué podría serlo? La exquisita Madame Juliette de Récamier encarnó este ideal con perfecta conciencia de su vocación de musa. “Quiero que mis alegrías vengan a morir a tus pies como esas olas cuyo rumor te ponía a dormir” –le escribe, en una de las miles de cartas que intercambiaron–.
Pero aún la más bella de las musas era incapaz de llenar su vacío existencial. Quizás la soledad fue su única verdadera amante. A pesar de sus cargos políticos, siempre fue un hombre solo. Y sin embargo, su corazón se mantuvo joven hasta el final de su vida, a pesar de los múltiples naufragios a los que hubo de “sobre morir”. En su castillo de Combourg, acompañado por sus hermanas, va fraguando su estilo y anticipándose al romanticismo que haría su eclosión a principios de siglo. Después de la Revolución Francesa y en medio de la época del terror y las decapitaciones, Chateaubriand se refugia en Inglaterra primero (ahí publica su Ensayo sobre las revoluciones), y parte luego al Nuevo Mundo, un viaje que era a la sazón una inimaginable aventura. El mar, siempre el mar: su verdadera patria.
El arte indígena
En julio de 1791 desembarca en América, pretendiendo ser “El Cristóbal Colón delas regiones polares del continente”. Siempre fue excesivo: en su vida privada como en su obra. Prefirió la locura a la mediocridad, y escribió con el apasionamiento que caracterizará su vida y su obra. Estadías en Filadelfia, Boston, New York, descendió el río Mississipi hasta su desembocadura y se extasió con las cataratas del Niágara, donde un súbito vértigo suicida estuvo a punto de lanzarlo al abismo.
Se entrevistó con George Washington, en quien encontró afinidades profundas con Napoleón Bonaparte. Indignado por el tratamiento que se les daba a las culturas indígenas, escribió Atala, obra anti-colonialista y eminentemente peligrosa para los intereses hegemónicos europeos. Un gesto de esta naturaleza podría parecer, en nuestros días, trillado. Hay que ver los riesgos políticos que se tomó, a fines del siglo XVIII, para formular esta crítica. Convivió con los indígenas. Estudió sus conocimientos en las áreas de la botánica y la astronomía. Aprendió sus dialectos, incorporó a la lengua francesa varios de sus vocablos, en un gesto de mestizaje lingüístico avant la lettre.
Ambas lenguas se verían enriquecidas con sus insólitos neologismos. Como Goethe, era un hombre a quien todo interesaba, capaz de zambullirse en cualquier área del saber apasionadamente. Regreso precipitado a París, que gime y se retuerce bajo la Revolución de 1789 y la subsecuente “era del terror”: una guillotina instalada en plena Plaza de la Concordia (¡macabra ironía!) que devoraba cabezas a razón de una docena por día. En lo sucesivo no hará otra cosa que converger y divergir alternativamente de Napoleón, visto ora como el heraldo de un mundo nuevo y lleno de promesas, ora como el hombre que destruyó el universo de su infancia y juventud, y que en el peor momento de sus relaciones llegará incluso a exiliarlo.
El pasado es un extraño país
El imperio de Napoleón se desploma. Chateaubriand sirve a la vieja dinastía de los Borbón y se prodiga en todas direcciones: diplomático, ministro, hombre político, escritor… Su sueño es unir a la vieja y la nueva Francia bajo la égida de la libertad. Todo cuanto hasta entonces había producido (Los Natchez, Atalia, El genio del cristianismo, Los mártires) palidece con esa suma de su experiencia vital que son las Memorias de ultratumba, obra de dos mil páginas, equivalente a las Confesiones de San Agustín, a las de Rousseau, a las Memorias de Berlioz. “Epopeya de nuestro tiempo” –las subtitula–. Y de esta obra monumental dice: “Escribo principalmente para rendirme cuentas ante mí mismo. Quiero, antes de morir, explicar mi inexplicable corazón”. La obra fue publicada póstumamente. Desencantado de todo régimen, Chateaubriand se declara políticamente nihilista, y torna sus ojos hacia el cristianismo, única forma de fundar un modelo convivencial viable para los hombres.
Todavía hay necios que se preguntan si Chateaubriand no inventó una buena parte de lo que escribe en sus Memorias. ¿Qué importancia podría esto tener? ¿No hay sueños que valen por las más descabelladas de las realidades? Mil veces prefiero los sueños de un gran hombre que la realidad de un mediocre. En las Memorias la historia y la epopeya se dan la mano. Nada en ellas es mentira: a lo sumo fabulación, que no es lo mismo. La vida del autor se entremezcla con pequeños ensayos sobre historia, política, filosofía… A no dudarlo, uno de los mejores libros jamás escritos. Corran a leerlo, y me dicen después qué les pareció.
Yves Debroise
Fue el mejor profesor que me deparó el Liceo Franco-Costarricense, donde dejé once años de mi infancia y juventud. Yves nos enseñaba literatura francesa. Era un bretón de postín, de crestería, un hijo de la Bretaña mítica: la del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda, la de Tristán e Isolda, la de las grandes sagas celtas. En junio de 1998 fui a visitarlo, en su bella casa de Saint-Malo. Era miembro de la Sociedad Chateaubriand, y colaboró con incontables simposios, conferencias y ediciones de sus obras. Por supuesto, guiado por él fui a visitar la tumba del gran escritor. ¿El mejor prosista de la lengua francesa? Sí, junto a Flaubert y Proust. Tal es mi sentir.
Pasamos toda una tarde en el islote, esperando a que la marea bajase para poder volver a tierra continental. Era una caminata ardua, que suponía subir y bajar una arriscada colina. Chateaubriand reposa en su tumba, que se ha mineralizado, y ya parece una excrecencia pétrea y coralina de la roca y la montaña. Cuando las temperamentales mareas del Mar del Norte desenfundan sus látigos, el agua y la espuma salpican el sepulcro y la cruz bajo la cual reposa el escritor, y nos llenan el rostro de lágrimas gruesas y salobres. ¿Será quizás que nuestros lacrimales contienen al océano entero? Puedo jurar que por momentos no sabía si era el mar o yo, quien lloraba. No nos veíamos desde 1980, pero esa tarde nos pusimos al día sobre todo lo que había sido relevante en nuestras vidas. Es posible que, bajo la influencia de Chateaubriand, ambos hayamos fabulado un poquitín nuestras biografías. Ese año Yves me honró, nombrándome padrino de su hija menor, Isé. Mi amado profesor descansa bajo su túmulo de mármol desde hace cuatro años, en un pequeño cementerio rural de la Bretaña profunda.
Él me enseñó cómo había que leer a los grandes maestros. Me enseñó que tintas, resinas, goma, papel, cartones, costuras, materia: eso es, fenomenológicamente hablando, un libro. Pero en la dimensión de los noúmenos, es espíritu, es verbo, es inteligencia visibilizada, materializada, devenida sensible. Es emoción y sentimiento cuajados. Es el espacio de intersección por excelencia entre lo intelectivo y lo sensible. Es alma y palabra encarnada. Pasearse entre los estantes de una biblioteca es deambular “a través de un bosque de símbolos, que nos observan, con miradas familiares” (Baudelaire).
Me enseñó que hay libros socorristas. Puedo afirmar, sin un ápice de exageración, que han salvado mi vida. Estoy con Montaigne: la amistad de los libros es, por mil razones, superior a la de los hombres y las mujeres. Los libros no han llenado mi espíritu como si de un tonel se tratase. Han abierto e inaugurado nuevos espacios, estancias vírgenes en mi mente. Han creado categorías, realidades que antes no existían para mí. Cada libro ha fundado una nueva provincia en mi ser. Inédita, ignota, que solo a él pertenece. El crecimiento ha sido no solo en profundidad, sino en extensión: los libros crean noveles superficies, comarcas no exploradas. Ninguno proclama la misma realidad, ninguno me reenvía al mismo paraje. La geografía que proponen termina por ser desmesurada, infinita, inagotable. Leer no es llenar la cabeza de conocimientos, sino expandir la ecúmene, el mapamundi de nuestro ser, hasta incluir parajes cuya existencia ni siquiera sospechábamos. Cada libro es un nuevo viaje, que me propone paisajes, gentes e idiomas diferentes. No leer es confinarse a sí mismo a vivir en una caja de zapatos. Leer, apropiarse del universo entero.
Yves me enseñó también que leer es el acto más íntimo que puede realizar un ser humano. Más íntimo que orar, más íntimo que hacer el amor, más íntimo que llorar… y, en cierta forma, es todas esas cosas a la vez.
En el antiguo Egipto, a las bibliotecas se les llamaba “tesoros de los remedios del alma”. Bibliotecas-farmacias, así pues, donde al libro se le atribuía una virtud medicinal. Es que, en efecto, el buen libro sana. Es uno de los recursos auto-poéticos (Goodwin, Maturana y Varela) del ser humano, es decir, uno de sus procesos y mecanismos de auto-sanación, auto-regeneración y, en cierto sentido, auto-producción (el hombre se auto-produce, a través de la escritura y la lectura). De paso, y como en todo mecanismo auto-poético (que se auto-crea), el lector contribuirá a sanar su medio ambiente social. Exactamente como la planta que absorbe dióxido de carbono y devuelve oxígeno a la atmósfera, la persona que lee sana las llagas de su alma e, inevitablemente, limpia el mundo en torno suyo. Si cupiese hablar de un “ecosistema espiritual” (no puramente intelectual), el libro haría las veces de nuestra más preciada reserva de biosfera.
Mallarmé soñó con escribir un libro. No sería cualquier libro. Seria Le Livre. El absoluto, el totalizador, su Gesamtkunstwerk, el proto-libro, el arquetipo platónico del libro. Pronto entendió que jamás lo lograría. Algo más: todos los escritores hemos soñado con tal quimera. Yo, ciertamente, me cuento entre ellos. A los seis años de edad, ya tomaba resmas de hojitas, las pegaba con goma por el “lomo”, y pretendía que eran libros. Una vez fabricado “le vide papier que la blancheur défend”, procedía a escribirlos, a menudo profusamente ilustrados por dibujos de mi autoría, con lo cual no solo hacía las veces de escritor sino de editor.
Me fascinaba la materialidad del libro. El libro es cuerpo. Es el único objeto inanimado al que, sin carácter de prosopopeya, sino literalmente, le asignaría yo propiedades éticas: dignidad, nobleza y orgullo. Más que nunca, el animismo de viejo cuño adquiere aquí plena vigencia. Cada libro tiene un alma. Oferta para nosotros. Podemos tomarla, como quien corta una flor a la vera del camino, podemos ignorarla. En mis manos los siento estremecerse, y si persisto en olerlos –lo he hecho toda mi vida–, ello es quizás por la misma razón por la que Baudelaire olía a sus mujeres: al oler, dejamos que las moléculas gaseosas del ser amado penetren en nuestros pulmones, hinchen nuestras vísceras: en cierto modo, es la más íntima y sutilmente erótica forma de la posesión. El aroma es una esencia, algo así como el alma de las cosas, un alma que no es otra cosa que sutilización y enrarecimiento extremos de su materia (¡pero materia al fin!) Era la concepción que los filósofos estoicos tenían del alma. Entre el alma y el cuerpo habría una diferencia de grado (de cantidad de materia), no de esencia o de naturaleza. Jamás he maltratado un libro, y aun cuando se tratase de vulgares pasquines, les ofrezco la mínima deferencia de enterrarlos solemnemente entre los volúmenes de alguna biblioteca de anticuario: no los tiro a la basura.
La primera antología de poesía es como la primera novia. En cierto modo, es absoluta, eterno referente y, no importa cuán excelsos compendios adquiramos después, siempre será la más bella. La mía ha recorrido más millas que Magallanes, visitado más ciudades que Philéas Fogg, dormido en hoteles lujosos como en sórdidas posadas, viajado en tren, barco, avión, helicóptero, carro, ambulancia, y compartido mi lecho con más mujeres de las que sería decente consignar.
También me enseñó Yves que, como los seres inteligentes que son, los libros dialogan. Los hay que son locuaces, parlanchines, otros son más parcos, más económicos de palabras. Leer es, siempre, dialogar. Con un autor que quizás tenga mil años de muerto. Es cuestión de aguzar los oídos, y percibiremos su voz que nos responde desde el fondo de los siglos. El libro es una victoria sobre el tiempo y el espacio. Su poder es tal, que convierte a ambos en mera ilusión. Mi vida está llena de amigos entrañables que vivieron hace siglos, en lugares distantes por quince mil kilómetros del rincón que ahora ocupo. Es preciso aprender a transformar la lectura en diálogo: saber cederla la palabra al libro, y prestar oídos a su voz. A veces es tan sutil, tan distante, que requeriremos una especie de hiperestesia auditiva para escucharlo. Son destrezas que se adquieren. La recompensa será inmensurable.
¿Qué tres libros me llevaría a una isla desierta? El cuerpo de la mujer amada; la siempre reverdecida novela de mi vida; el mar, prosa infinita y multiforme.
¿Qué tres poemas me llevaría a una isla desierta? ¡Ya no hay islas desiertas!
Frecuentar a los grandes clásicos es hablar con muertos. Si sabemos leer y aguzamos los oídos, escucharemos con perfecta nitidez sus voces que nos interpelan desde el fondo de los siglos. La única forma de nigromancia que me parece practicable. La lectura es, para mí, un acto tan automático como las funciones cardiovasculares.
Aun cuando es evidente que en todo libro hay un coeficiente de “cosidad”, no considero exacto decir que el libro sea, esencialmente, una cosa. Ni un mero artefacto (arte factum: algo hecho con arte). Inexpresable como es mi amor por el libro, tampoco puedo, en honor a la verdad, declararlo ser viviente, dotado de volición, conciencia y autonomía ontológica. En realidad, no sé lo que es un libro. Ni un objeto, ni una forma de vida orgánica. Acaso el paradigma de lo que Derrida llamaba un indécidable. No respira, no se reproduce, no emite sonido alguno, pero vive. Una vida que le es propia, y que no se asemeja a ninguna otra manifestación de la vida sobre el planeta. No habla, y sin embargo nos interpela, y –por poco que el lector sepa oír– es capaz de dialogar con nosotros. Una criatura de intersticios, residente de una taxonomía no determinada. Ni objeto ni sujeto. Espacio de confluencia. Infinitamente más que un amasijo de papel. Infinitamente menos que un ser humano. Algo inanimado al tiempo que palpitante, habitado por una vida latente y larval. Inscrito en el espacio, pero capaz de trascenderlo. Hijo del tiempo, pero nacido para la perennidad. Lo tomo entre mis manos, y vibra estremecido. Lo siento que resuella, me reconoce e identifica el calor de mi cuerpo. Sin lugar a dudas, el objeto cultural más misterioso, más fecundo, más preñado de significación, más mágico y fascinante de que se guarde memoria. Funámbulo haciendo piruetas entre la vida y la muerte.
Yves y Chateaubriand me enseñaron que, en el fondo, la lectura es la más bella de las bellas artes. Gracias, maestros.