Cuando el fútbol nos devuelve a la barbarie

Cuando el fútbol nos devuelve a la barbarie

Jacques Sagot, Revista Visión CR.

La “Batalla de Berna” es el nombre con que se conoce el “partido” Hungría – Brasil en los cuartos de final de la Copa Mundial de Fútbol de 1954.  El encuentro fue disputado el 27 de junio en el Wankdorfstadion en Berna, la capital de Suiza.  La colisión se recuerda como uno de los encuentros más infames de la historia del torneo, debido al juego violentísimo y la conducta criminal de los protagonistas, tanto del legendario “Equipo de oro” húngaro como de los subcampeones de la Copa Mundial de 1950, que hasta ese momento eran los equipos más brillantes de la justa.  El término “batalla” fue adoptado por la prensa británica.  El corresponsal de The Times dijo: “Nunca en mi vida había visto golpes tan cruentos”.  Durante el partido, el árbitro inglés Arthur Ellis expulsó a tres jugadores por involucrarse en una pelea dentro de la cancha (Nilton Santos y Humberto de Brasil, Boszik de Hungría).

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Tras el fin del partido, en que los europeos clasificaron a semifinales por marcador de 4-2, Ferenc Puskás (ausente del juego por una lesión) habría lanzado una botella contra Pinheiro, causándole un corte de tres pulgadas.  Esto provocó la ira de los jugadores brasileños, que invadieron los vestuarios del equipo húngaro.

A ellos se sumaron dirigentes, cuerpo técnico, periodistas y aficionados…  ¡Todos en el claustrofobizante espacio de los vestidores!  ¡Si siquiera hubiesen tenido el terreno de juego para huir a campo traviesa!

Las reyertas intra muros suelen ser auténticas degollinas.  Lo que ahí se produjo devolvió el fútbol al paleolítico superior.  Se enfrentaron a golpes, patadas y botellazos. Al menos un jugador húngaro quedó inconsciente, y el entrenador Gusztáv Sebes recibió cuatro puntos tras ser herido con una botella rota.  Al día de hoy sigo preguntándome cómo no hubo muertos.  ¡Ah, cosas de la vida, que los equipos que estaban practicando el más bello, sofisticado fútbol del torneo, escenificaran semejante masacre!  Corruptio optimi pessima est: la corrupción de los mejores es la peor de todas.

El hecho mueve a la reflexión: es en los países que se dicen más “civilizados” donde la barbarie, al desencadenarse, es ejercida con más refinada perversidad.  La Segunda Guerra Mundial no fue generada por un país de antropófagos, sino por la nación que tenía los más altos índices educativos del momento: la Alemania de Bach, Beethoven, Schumann, Brahms, Goethe, Hölderlin, Mann, Kant, Hegel, Schopenhauer.  Es que, después de todo, quizás la palabra “educación” no sea la fórmula mágica que debemos invocar, para resolver nuestro proyecto de coexistencia en este precario y estrecho navío en que se ha transformado el planeta.

Me permito una digresión que, creo, el lector va a agradecer.  La expresión “cámara húngara”, usada para aludir a la forma en que un grupo de jugadores sublevados, irritados, rodea amenazadoramente al árbitro o a un rival, no tiene absolutamente nada que ver con el gran equipo húngaro de Puskás.

La expresión fue popularizada por el locutor mexicano Fernando Luengas, en los años sesenta, pero se empleaba ya, por decir lo menos, desde los treinta.  “Los jugadores le armaron la cámara húngara al árbitro” evoca las trifulcas que durante el siglo XIX y buena parte del XX tenían lugar en la Cámara Húngara de Diputados, cuando las discusiones se encendían más de la cuenta.  “Cámara” no alude aquí a un dispositivo fotográfico o pictórico, ni a un cuarto de los suplicios, sino a congreso, parlamento, asamblea de representantes.  Tal parece que la Cámara Húngara de Diputados protagonizó más de un zafarrancho legislativo, y tal es el origen del término en el contexto deportivo.

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Por cierto, las más claustrofobizantes, inescapables cámaras húngaras futbolísticas se dieron durante varios partidos disputados por las Águilas del América, y las Chivas Rayadas del Guadalajara, en encuentros de la liga mexicana de los años ochenta.

El 17 de agosto de 1986, en el Estadio Azteca, el distinguido colegiado Antonio R. Márquez –quien arbitraba el último partido de su carrera– tuvo que expulsar a los 22 jugadores del terreno de juego, después de que una batalla campal se desatara en el minuto 72 del partido (que, por supuesto, fue suspendido).  El pandemónium duró quince minutos: todas las llaves y golpes de la lucha libre fueron empleados, en una bronca sin precedentes en la historia del fútbol mexicano.

Hasta donde yo sé, ha sido una de las dos únicas veces (la otra la protagonizaron los mismos personajes, pocos meses más tarde) en que un árbitro se ha visto en la necesidad de expulsar a los veintidós jugadores, por acciones violentas absolutamente incalificables.  En la batahola participaron, además de los jugadores, integrantes del cuerpo técnico, directivos, periodistas, aficionados, exjugadores y miembros de la fuerza pública.  Un verdadero Armagedón futbolístico: la dimensión lúdica del deporte como “guerra civilizada” regresa a la vivencia primaria, primitiva, atávica de la guerra física.  Fútbol de-sublimado, retrotraído a la mera voluntad de poder, al hegemonismo territorial, al instinto puro y las más arcaicas pulsiones.

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En medio del irracional batiburrillo, vemos a jugadores que, ciegos de ira, agreden con patadas voladores a sus propios compañeros de equipo…  ¡Eran todos contra todos!  Lo importante era dar salida al magma de la violencia, que ardía en la cámara subterránea de ese volcán presto a estallar que todos llevamos por dentro.  Tan pronto el magma es expulsado a presión inimaginable, y con él los temibles humos piroclásticos (1000 grados centígrados que avanzan a 700 kilómetros por hora), sobrevendrá un alivio provisional… y luego el sombrío conteo de las bajas, de los heridos, de los muertos.

“La batalla de Berna” constituye uno de los anti-modelos por excelencia de la historia de los campeonatos mundiales.  En honor a la verdad, el árbitro, a semejanza del mexicano Antonio R. Márquez, debió haber expulsado a los 22 hombres en el terreno de juego.  Hoy en día, ningún equipo puede jugar con menos de nueve hombres en la cancha.  En ese partido todo el mundo debió haber sido enviado a las duchas.  Los respectivos camerinos parecían hospitales de facto, refugio de damnificados por alguna bomba o accidente masivo: lamentos y gemidos por doquier.

¿Quién, en definitiva, ganó ese campeonato?  Pues Alemania, para variar.  En la gran final consiguieron revertir un marcador adverso de 2-0 para alzarse con el título con tres goles incuestionables.  Pero Hungría llegó diezmada por la Batalla de Berna, y los alemanes no les ofrecieron juego limpio.  Finalmente, el arbitrillo de turno no validó un gol perfectamente legítimo del lesionado Ferenc Puskas, que igualaba el marcador a pocos minutos del final.  Sí, sí, sí… la historia del fútbol está llena de chanchullo y porquerías.  No tiene caso negarlo.  Aun así, es muchísima más la belleza que nos regala, que la infamia en la que a veces se hunde.  El amor a un deporte es un amor integral: dejará pasar los lunares y eventuales imperfecciones, para celebrar los momentos de hermosura y plenitud.  Es, in fine, la misma dinámica que rige el amor entre los seres humanos.

 

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