Jacques Sagot, pianista y escritor.
Nunca más las volveré a ver. Ya han muerto para mí, y yo para ellas. Imágenes, son lo único que va quedando. Ni siquiera creo haber nunca sabido sus nombres. ¿Habré quedado yo, a mi vez, perpetuado en sus memorias? No lo creo; aunque tal vez en las de otras, eso jamás lo podré saber. Y pensar que pude haberlas amado, y hacerme amar por ellas… No nos reconocimos, eso es todo. Dos navíos que se cruzan en la noche del océano, lanzan sus señales luminosas, pero no hay nadie a bordo que las reconozca. Tal vez los vigías iban viendo en otra dirección, o estaban dormidos, acaso borrachos. ¡La vida pudo haber sido tan diferente! Y tan bella.
Bella, bella, la cabecita, una exótica argolla dorada en la nariz. Paso leve, affranchi de la pesanteur. Siempre ensimismada. Nunca la vi con amigos, nunca la vi con otra cosa que no fuera su contrabajo, su cuerpo, su peso, que llevaba por doquier sin signo de esfuerzo. Pienso en la reciedumbre que debían tener sus brazos, su espalda, sus piernas… a pesar de la delgadez, el abrazo temible de que sin duda era capaz. Con la misma fortaleza con que cargaba su formidable instrumento, sería capaz de triturar a su amante. La insospechada fuerza de lo leve, lo sutil, lo ingrávido. Y para siempre, para siempre, sus pies desnudos.
Aquella muchacha, en Tempe, Arizona. Alta, delgada, pelo rubio que le llegaba hasta las caderas. Un wasserfall doré. Como el Alba, de Rimbaud. Caminaba descalza, siempre descalza, por los corredores de la escuela de música, sobre la hierba del campus como sobre los hirvientes pavimentos del exterior. Seria. ¿Le habré siquiera dicho “good morning” alguna vez? Creo que no. Tal vez, a lo sumo, ese entrecruzarse de miradas con las que cada uno “certifica” la presencia del otro: “¿Vida humana a la vista?” “¡Sí, vida humana!” Largos batones floreados que la cubrían hasta los tobillos. La frente ceñida por una de esas cintas que usaban los indígenas de Arizona: los mojaves y los hualapais.
Y aquella mujer, ya casi un fantasma, porque todo lo que recuerdo es que era bella, que tenía oscura la piel, verdes los ojos, y el pelo ondulado. Reunión de amigos en una casa estudiantil en el campus de la Universidad de San Diego. Primavera de 1989. Me veía, y me veía, y me veía, y juro, por mis manos, que nunca mujer alguna me ha visto como ella, con tal fijeza… casi daba miedo. ¿Sería real? ¿Curiosidad más que deseo? Es posible que tal fuera el caso. Deslumbrada, obsesa como no suelen permitirse estarlo las mujeres. Le habrán dicho, supongo, que yo era de Costa Rica: mi exotismo, mi aire en ese entonces algo enigmático, yo qué sé.
Pero, por las heridas de Cirsto, ¿qué la movía a mirarme así! Sin pudor, sin reservas, sin parpadear. Joven y bella. No digo que fuera necesariamente deseo, tal vez esa era su manera de mirar: ¡una respuesta, una respuesta, mi reino por una respuesta! Debí haber correspondido a sus miradas: era hermosa y me estaba interpelando desde el fondo del alma y de la carne. Timothy Thorson, un amigo de Riverside, California, nos sacó a pasear con otros dos amigos y la bella, después del ágape.
Nos fuimos por el lado del desierto. La noche era fresca. Yo llevaba un pañuelo de seda roja en el cuello. Nunca sabré lo que pasó. Solo recuerdo que en el momento mismo en que la luna -enorme, rojiza- nacía tras las lomas del Valle de la Muerte, el carro se llenó de música: el inicio de Así habló Zaratustra, de Strauss. El cosmos, la primal germinación del mundo. Tal ha sido la historia de mi vida: la música justa en el momento adecuado. El lejano llamado de la trompeta, los timbales que subrayan el gesto voluntarioso de Dios profiriendo el universo, el gran misterio de la cosmogénesis… Luego no recuerdo nada.
Soy apenas un niño. Toda la familia -todas las familias- en la playa. No recuerdo cuál primo “de los Estados Unidos” había traído a su novia. Era una muchacha de piel blanca, blanca, y su pelo… como salido del mar, imposible decir si era lacio o rizado: un alga insólita, un musgo marino, un sargazo. El sol. La arena. La espuma. El nacimiento de Afrodita. Venus Anadiómena. De pie sobre su nacarada cuna, perpleja de ser, perpleja de descubrirse bella, perpleja del vivir. Inclinada la cabeza, cubriéndose el pubis con su cabellera rojiza. Apenas engendrada, y ya núbil, infinitamente deseable. La ninfa Primavera la aguarda para cubrirla con su manto floreado, blanco, bordado de acianos. Su cintura es una eclosión de rosas, en el cuello una guirnalda de mirtos, la planta sagrada de Venus y símbolo del amor eterno. Entre sus pies, una anémona azul. Muchos años después descubrí a Botticelli e inmediatamente pensé en ella. Las olas encaramándose unas sobre las otras. Esa larga -monótona a la distancia, distinta e irrepetible en la proximidad- serie de vaivenes: la continuidad en la heterogeneidad. “El mar, siempre cambiando y siempre idéntico a sí mismo”: ¿lo dijo quién? ¿Valéry, Lautréamont? ¡Qué importa! Pero las olas son aviesas. Exponen a las mujeres, las flagelan y violentan. Un revolcón. Y la muchacha sale de la espuma, desorientada, tratando de recuperar la estabilidad, de ver en torno suyo.
Yo estoy cerca. Para descubrir ese cuerpo inexplicable, tan diferente del mío. Aquella divina monstruosidad, el fascinum de la alteridad. “La esencial heterogeneidad de la sustancia única” -hubiera dicho Machado-. Y el mar me regala una de las visiones seminales de mi vida. El bikini se ha descorrido, y un seno -el izquierdo- ha quedado descubierto. Ruisselant. No sé por qué me había acercado tanto: por difícil de creer que resulte mi hipótesis, yo sentí, adiviné, olí, supe que aquello iba a suceder. Lo vi venir. El mar me lo había susurrado al oído. Era un niño de cinco años de edad, pero ya sabía presentir el éclat de la belleza.
El seno… asomando fuera del bikini color verde tierno. Era diferente de todo cuanto en mi vida había visto… El sortilegio de la medusa, la redondez, el agua, la espuma, el pezón oscuro buscando el sol. Un ojo entreabriéndose en la inmensa albura del coral. Para siempre, para siempre. ¿Qué habrá sido de esa muchacha? Morirá sin saber lo que me regaló. Mi primo no tardó en volver a los Estados Unidos con ella. Nada sé de él, no lo he visto desde entonces, es posible que ni él mismo recuerde a quien, por espacio de unos segundos, fuera Afrodita, mi Afrodita. Prefiero pensar que se la llevó el mar. Que la raptó Poseidón, sí, como a la taciturna Alfonsina o a las sirenas y melusinas todas del mundo.
Y aquella muchacha rubia, rasgos afiligranados, leve, leve, por poco diríase suspensa en la luz. Era soprano. Fui su acompañante “oficial” durante mi primer año de estudios en Arizona State University. De ella, su voz, su largo cabello rizado, amplias las caderas, con una enagua – pantalón azul, que se hundía bajo la pelvis de manera tal que ceñía, protegiendo y a un tiempo poniendo de relieve, su pubis. La tela se deslizaba ahí como tragada por profundo sumidero. El pubis hacía girar todo en torno a él, como si succionara al mundo entero. El agujero negro cósmico, las estrellas dotadas de tal poder gravitatorio que no dejan escapar siquiera la luz que de ellas emanaría. Y yo la acompañaba, como podía, sin apenas dirigirle la palabra.
¡Treinta y cinco años ya de esto! Con seguridad no se acordará de mí. O será malo su recuerdo: le acompañé mediocremente el aria de Mignon, de Thomas; unas adaptaciones de Benjamin Britten de melodías irlandesas -muy difíciles de leer-; el Amor y vida de mujer de mi amado Schumann, que yo tocaba tratando de dialogar secretamente con ella. Christy, se llamaba -de pronto recuerdo su nombre-. Insatisfecha con mi trabajo. “No me gusta”, “no vamos juntos”; y repetíamos, y repetíamos, y yo deseaba que la música fuese algo así como el medio que nos confundiera, el elemento común en el cual ambos nadásemos, que la parte de piano le dijese, a su manera, cuánto la estaba deseando: “No me gusta: no estamos “respirando juntos”. Y yo la miraba, y la miraba, y en los agudos, cuando cerraba los ojos, era como si la voz, generada en su abierta granada, recorriera la totalidad de su cuerpo, y los ojos cerrados, y los malditos pantalones tornasolados, y la sutil vibración del cabello rizado. “No me gusta: no me estás esperando”. Es que no podía, no podía. La proximidad de su sexo, de la hembra, del pubis que se tragaba mi piano, mi música. Me deserta la memoria. Ahora dudo: ¿cómo se llamaba realmente? ¿Christy, Marie, Eve? Algo así, algo así. Si me viese no me reconocería. ¿Vivirá siquiera? No hay por qué no creerlo. Su profesor a menudo la corregía, y ella: “Es que él no me sigue”. Y yo toleraba en silencio sus abusos… porque su sexo era divino, y eso le daba derecho a ser dura, durísima.
Y así está llena mi vida de mujeres que se me han ido, que nunca supieron lo que en mí despertaron, o quizás sí, pero se hacían venerar como reinas. “Ȏ toi que j´eusse aimée, ô toi qui le savais!” “¡Oh tú a quien pude haber amado, oh tú que lo sabías!” (Baudelaire). Imágenes, tan solo imágenes. Esfinges. Náyades. Cariátides. Oceánidas. Y yo las fijo, para que si muriese mañana, al mundo le quedara de ellas siquiera la más vaga de las ideas. Para que su muerte no sea total, para que la proterva segadora no tenga sobre ellas ilimitado señorío. Darles -darme- un poco de eternidad.
Cito el libro bíblico Proverbios: “Tres cosas me son ocultas: el rastro del águila en el aire, el rastro de la serpiente sobre la arena, el rastro de la nave en el mar. Mas la cuarta es aun más misteriosa: el rastro del hombre sobre la mujer”. Yo no toqué sus pieles, pero ellas tocaron mi alma, y esa superficie sí deja trazas eternas, inextingubles, indelebles.
Con los toscos pedregones de mis palabras intento transmutar su recuerdo en algo bello, siquiera decible. Transformación del miedo que en mí engendraron -y siguen engendrando-. Miedo a la vida. Miedo al tiempo, ese ladrón que nos va vaciando de nuestra esencia vital. Miedo a mi propio deseo. Miedo a la alteridad. Miedo a sus rostros y sus miradas, a veces deseantes, a veces severas, a veces indiferentes, a veces… a veces no sé. Miedo a sus nombres idos. Miedo a que se me hayan muerto. Miedo a la improbabilidad estadística de volver a cruzarme con ellas. Miedo a lo no vivido, al hecho de que quizás hubiera podido amarlas. Ese enorme quantum de miedo -el veneno- tenía que ser poetizado, ¿me doy a entender? Para que dejara de amenazarme. Y todo en mí se convierte en una lucha sin tregua contra la angustia. ¿Es esto patológico? No me importa, porque aun si lo fuera no intentaría cambiarlo. La tautología de siempre, la de Jacques Prévert, esa con la que renunciamos a entendernos a nosotros mismos: “Yo soy como soy”.