Discurso pronunciado en la UNESCO, París, 2013

Discurso pronunciado en la UNESCO, París, 2013

Discurso pronunciado en la UNESCO, París,2013

Jacques Sagot, pianista y escritor.

La paz es un ave de difícil domesticación.  Rara, rarísima especie, además.  Se caracteriza por elegir únicamente las copas de los árboles más altos y frondosos para hacer su nido.  Pues bien, la paz nos ha elegido para anidar permanentemente.  Para el costarricense, la paz es un valor absoluto, innegociable.

La hemos alimentado, irrigado, la pastoreamos diariamente. Contrariamente a lo que algunos piensan, no nos fue regalada.  La elegimos libremente como modo de vida, muchos costarricenses tuvieron que sacrificarse por ella, y es con celo y devoción que la custodiamos.  La paz es, al día de hoy, nuestro principal producto de exportación.  El rasgo definitorio de nuestra identidad.

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Es un modo de vida, una manera de concebir la convivencia.  Costa Rica es un nombre alternativo para la paz.  No se puede evocar a una sin evocar a la otra.  El mundo lo sabe, y nos respeta por ello.  Mucho más de lo que suponemos.  Decir “Costa Rica”, hoy, en cualquier lugar del mundo, equivale a decir “paz”, “tolerancia”, “respeto”, “libertad”.

Los costarricenses somos severos con nosotros mismos.  Buena cosa, pues la auto-crítica es una herramienta fundamental del progreso.  Pero amigos, amigas, puedo garantizárselos: el mundo tiene de nosotros una percepción infinitamente mejor de lo que sospechamos.  Y no estamos estafando al mundo, no somos una mentira: Costa Rica es, en efecto, un país en el que las armas, les ejércitos, las degollinas, las masacres son cosa que solo conocemos por el cine, tales cuales nos las muestran las viejas películas de guerra con las que todos crecimos.  Cosas de John Wayne: nada podría ser tan ajeno a nuestra idiosincrasia.

El nuestro es un país de surcos labrantíos, no de fosas comunes. Nuestros niños son vírgenes de los horrores de la guerra, y nuestra juventud no es llamada a inmolarse en esa enorme absurdidad que son los campos de batalla.  Hemos decidido fundar escuelas, templos, orquestas, compañías de danza, teatro y ópera, ahí donde el resto del mundo –aun países que viven en la miseria– invierten en máquinas de la destrucción. Le dijimos “No” a las trincheras, y le dimos un rotundo “Sí” a todo aquello que haga vibrar al unísono los corazones.  Cuando las personas se separan, comienzan a dispararse las unas a las otras, cuando se unen, fundan una orquesta sinfónica.

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Solo en las tierras que la paz irriga florecerán los más entrañables de nuestros sueños.  Ese jardín que hemos construido conjuntamente sería inconcebible en un país donde las armas hablasen por los seres humanos.  Es que las armas, amigos, amigas, ustedes lo saben, no hablan: rugen, gruñen, hieren a puñaladas la carne del silencio.  ¿Cuántos de nosotros hemos, a lo largo de nuestras vidas, oído el estallido de una granada de mano, el atroz monólogo de una ametralladora?  Las hay ,hoy en día, que pueden matar trescientas personas en un minuto. Sofisticadísimos instrumentos de aniquilación.

Costarricenses: es un estrépito escalofriante el que producen, algo inimaginable para quien no lo haya vivido.  Es el canto de la muerte, su himno triunfal.  Pues bien, es con orgullo y satisfacción infinitos, que podemos hoy decir: ese fragor de muerte nos es completamente desconocido.  No queremos saber de él. Elegimos no coquetear con la muerte.  Y ella, que sabe dónde no es querida, se ha mantenido a distancia de nosotros.  La rechazamos, la desairamos.  “A tus oscuras acechanzas preferiremos siempre la vida” –le dijimos, y le diremos siempre–.  Y optamos por el diálogo, por la negociación, por eso que hoy en día creemos desprestigiado, pero es la única forma civilizada y aceptable de hacer la guerra: la política.

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No nos engañemos, costarricenses: la política es pugna, es combate ideológico, es lucha por el poder, pero lo es de manera supremamente civilizada.  Como el deporte: claro que hay competencia, claro que hay agresividad, claro que los futbolistas quieren anotar goles y eliminar a su s rivales, pero entre eso y tirarse obuses a la cabeza los unos a los otros, hay una inmensa diferencia.  La política es, como el deporte, una guerra civilizada, si me permiten esta aparente contradicción en los términos.

No es concebible ni deseable, un ser humano enteramente desprovisto de violencia.  Sería una criatura desnaturalizada, amorfa, y privada de mecanismos de sobrevivencia –esos que deben activarse automáticamente cuando somos agredidos–.   Lo que sí podemos hacer –lo hemos probado–es elaborar esa violencia: transformarla, sublimarla, canalizarla para que se manifieste de manera productiva.  Así pues, en lugar de llenar nuestras fronteras de misiles, preferimos esa guerra sensata que es la argumentación, la discusión, el debate, en suma, la palabra.

Hay un “estilo” específicamente costarricense de resolver los conflictos, un “estilo” que es solo nuestro, y que el mundo observa admirativo.  Vivir “a la tica”, es vivir con la paz ahí dentro, muy dentro del alma, donde solo guardamos las cosas que son para nosotros absolutamente sagradas.  Respirar, comer, beber paz constantemente: esa es la dieta que hemos elegido, y la que nos ha llevado a gozar de la salud cívica de que disfrutamos hoy en día.

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Costarricenses: lo digo desde el fondo del corazón: ¿sabemos realmente lo privilegiados que somos?   El mundo es, al día de hoy, un enorme campo de batalla sembrado de cadáveres.  Quienes lo han recorrido -más allá de las fachadas de exportación, de las tarjetitas postales, de los sitios turísticos que siempre nos venden- saben que así son las cosas, y vuelven a su país transfigurados, bendiciendo el hecho de ser costarricenses.  No diré “la suerte” de ser costarricenses: esto nada tiene que ver con las estrellas.  De nuevo: fue nuestra elección, una construcción colectiva, consensual y democrática, un acto de nuestra volición, no una “chiripa” histórica: ese es un mito con el que urge acabar.  La expresión de todo un pueblo, no el decreto de un individuo.

Nuestra educación y nuestra cultura florecen porque hemos sido capaces de inyectarles los recursos que, en otros países del mundo, van a perderse en ejércitos, armas, servicios de inteligencia y espionaje, el engranaje de la muerte que aun las naciones más pobres del planeta se creen en la necesidad –en su caso, doblemente trágica– de poner en acción.  El 1 de diciembre de 1948, hace exactamente setenta y cinco años, uno de nuestros más preclaros presidentes tomó la decisión de abolir el ejército.  En lugar de blindarse y artillarse hasta los dientes, como tantos otros dictadores de su época, ratificó esta resolución en la constitución política de 1949.

Los costarricenses de nuestra generación, los que crecimos durante la segunda mitad del siglo XX, jamás vimos un tanque de guerra, una ametralladora, un portaaviones, una ojiva nuclear…  El costarricense no conoce este tipo de cacharros.  Jamás se han paseado por nuestras calles. Para nosotros, son emblemas de muerte y de barbarie.  No pueden siquiera circular por nuestro territorio, ni sus partes ser trasladadas sobre lugar ninguno de nuestro espacio aéreo, terrestre o marítimo.

Conocemos la historia: una inmemorial genealogía de la guerra. Ninguna guerra, jamás, solucionó realmente nada.  Cada guerra promete ser la última, la “guerra de las guerras”, “aquella que había de venir” –si me permiten parafrasear las palabras de Juan el Bautista, anunciando el advenimiento de Cristo–.  No creemos en eso.  Las guerras se imbrican unas en otras, en una siniestra sucesión, en un cortejo sin fin y sin propósito.  Cada guerra no hizo sino diferir, postergar, heredar a las generaciones futuras las heridas aún supurantes de quienes vivieron los anteriores traumas históricos. Un ejemplo entre mil posibles: la Revolución Francesa engendró las campañas napoleónicas, que en buena medida engendraron la Revolución de 1848, que engendró la Guerra Franco-prusiana de 1871, que a su vez engendró la Primera Guerra Mundial, que engendró la Segunda Guerra Mundial, que por su parte engendró la Guerra Fría, que engendró la guerra en Afganistán, que engendró la sorda, apenas contenida guerra que enfrenta hoy en día a Occidente contra el mundo musulmán…

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Y así seguimos, en una especie de macabro génesis, cada generación tomando el relevo del odio, estallando cíclica e inexorablemente, con periodicidad alarmante y perfectamente predecible.  ¡Amigos: si la guerra hubiese sido la solución, ya no habría guerras!  ¡La existencia de la guerra aún y siempre, prueba justamente su inoperancia como solución, su fracaso como gestión, su ineficacia para resolver conflicto alguno!  Si la guerra fuese realmente una solución, no habríamos tenido, en la historia de la humanidad, otra cosa que el asesinato de Abel por Caín: ahí habría finalizado todo (por lo menos para quienes suscriben a la tradición judeocristiana).  Jamás hubo guerra justa: esto es una aporía, una antinomia, una contradicción en los términos.

Así pues, optamos por la paz.  No digo “apostamos”, porque la historia no es un casino.  Elegimos libre y conscientemente –un adverbio conlleva el otro–la paz.  Nuestros presidentes han, invariablemente, fortalecido esta vocación –en el sentido etimológico de la palabra: este llamado profundo–, pero ellos no hicieron sino oficializar un clamor popular, el más hondo sentir de nuestro pueblo.  Los costarricenses nos hemos casado con la paz, y el nuestro es un vínculo absolutamente indisoluble.  A lo cual surge la pregunta inevitable: ¿cómo hacemos para defendernos, en el caso de agresiones?  Pues acudiendo a las grandes instancias de derecho internacional.  Amparados a los organismos que el mundo ha creado para dirimir este tipo de conflictos.

Amigos: desde que el Tigris y el Éufrates “decidieron” inventar la civilización, nos tomó siete mil años crear la ONU, la OEA, el Premio Nobel de la Paz, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, La Corte Interamericana de los Derechos Humanos, La Corte Internacional de Justicia, la Corte de la Haya, el Tratado para la Regulación del Tráfico Internacional de Armas.  Demasiado tiempo –¿no creen ustedes?–para por fin entender que no debemos darnos de mazazos unos a otros por la cabeza.  No será ciertamente Costa Rica quien haga retroceder a la humanidad al paleolítico superior.  No seremos nosotros quienes socaven una construcción que le ha tomado al mundo tantos milenios, tanto dolor, tanta sangre, tanta muerte.  No, no seremos jamás nosotros quienes deshagamos una madeja hilada con miles de millones de vidas segadas. Una vez más, y como siempre, renovamos nuestra fe en los organismos encargados de velar por la paz mundial y la convivencia armónica entre las naciones.

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Amigos, amigas, Costa Rica es la reafirmación de que el ser humano todavía cree en sí mismo, de que compartimos metas comunes, de que más allá de las diferencias culturales o ideológicas, estamos unidos por un fondo común.  En la superficie del océano, la infinita mutación delas olas puede generarnos la impresión de que somos radical, irreductiblemente diferentes.  Pero si nos sumergiésemos a diez mil metros de profundidad, ahí donde ni el viento volandero ni mil otros agentes de fricción agitan las calmas aguas, descubriríamos quizás que una fraternidad profunda nos une, serena y amalgama.  Es ese fondo común en todos ustedes, el que he querido hoy interpelar.

Costarricenses: este es un día para deponer nuestras diferencias, y darnos un abrazo fraterno, para sentirnos orgullosos de lo que somos, para honrar la memoria y celebrar la clarividencia de quienes crearon este islote de paz en medio de un mundo que vive bajo el terror, la paranoia, y donde, a menudo, la preocupación inmediata no es sacar un título universitario o fundar una familia, sino, simplemente, poder cruzarla calle sin que una bala nos robe la vida.  No estamos por encima de nadie, no debemos alimentar la menor pretensión de superioridad, pero sí tener plena conciencia de la grandeza de nuestro pueblo, y de las sabias decisiones que hemos sabido tomar en el pasado.  Costarricenses: gocemos nuestra paz, saboreémosla, vivámosla a plenitud: es una experiencia de la que nadie más, en este mundo ancho y ajeno, puede dejar mejor testimonio que nosotros.

Que Dios bendiga este país y su compromiso como nación pacífica y, además –es un punto de la mayor importancia– convencida de su misión pacificadora, conciliadora, en esa inmensa disonancia que es el mundo. Que nunca debamos la tosca herramienta en arma trocar.  Es que no hay armas más poderosas que la verdad, la justicia, la libertad.  He ahí el único arsenal que jamás tendremos.

Muchas gracias.

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