Jacques Sagot, pianista y escritor.
Imagínense ustedes que la identidad fuera un enorme banco de la memoria. Quien no tiene memoria –individual y colectiva–no sabe cuál es su lugar en la historia. ¿Ha experimentado alguno de ustedes la terrible angustia de la amnesia total? Hay seres y pueblos que viven en la amnesia, que nacen y mueren sin saber qué o quiénes son. Como si hubiesen brotado dentro de una campana de vacío.
La lectura es la llave de oro que nos permite el acceso al inagotable réservoir de la historia. Si no la usamos nos quedaremos desmemoriados, y ello, amigos, significa también desposeídos, debilitados, manipulables, ausentes del mundo y de nosotros mismos.
No existe gozo tan grande como el de aprender. Antídoto contra la vejez, la obesidad intelectual, la avitaminosis del espíritu, el miedo a la muerte y la soledad. ¿Aprender qué? Lo que ustedes quieran, sin jamás olvidar, eso sí, que nuestra luz tiene su tiempo medido. Si la vida entera no basta para leer todo lo bello y valioso que se ha escrito, ¿para qué dilapidar el tiempo en lo malo?
Pocos discuten hoy en día la importancia de la lectura. Sin embargo, no muchos saben de qué manera este bello ritual, este enamoramiento permanente del pensamiento y la palabra se confunden con la vida misma, la irrigan y perfuman. ¿Qué es “leer”? Averigüémoslo juntos.
Generar conciencia. “¿De qué?” De nosotros mismos y de los demás. “¿Es esto placentero?” No necesariamente, de hecho, a veces es muy desagradable. “¿Entonces?” La verdadera felicidad, no lo olvidemos, está por encima del placer y del displacer. Y la lectura siempre nos va a hacer más felices.
Ser libres. “¡Cómo, pero si yo vivo en un régimen democrático y la democracia es libertad!” No. Somos apenas un proyecto, un conato de libertad. La democracia puede proporcionarnos la posibilidad de crecer intelectualmente, pero no puede obligarnos a hacerlo. “Sed cultos para ser libres” –decía Martí–.
No ser ignorantes. “¿Duele mucho, ser un ignorante?” No necesariamente. A menudo el ignorante ignora lo que ignora. La ignorancia tiene la bendición –maldición de llevar ínsita su propia anestesia. Quienes la sufren habitan una celda sin puertas ni tragaluces. ¿Cómo echar de menos un mundo exterior cuya inmensidad ni siquiera sospechamos? ¡Ah, pero si supiéramos de lo que nos perdemos!
Sentarse a conversar con los muertos. “¿Se nos volvió loco, don Jacques?” No. A través de la lectura activa y co-creativa podemos dialogar con hombres y mujeres que vivieron hace tres mil años. ¡Imagínense ustedes las cosas que tendrán que contarnos! Claro, para operar tal prodigio la lectura debe ser alerta, participativa y co-creadora de significación. Interpelen, libro en mano, a Platón, Shakespeare o Cervantes: verán cómo estos titanes les responden desde el fondo de los siglos.
Pensar. “¡Pero sí yo ya pienso, ni que fuera tonto!” Sí, somos tontos. Peor aún: tontos contentos. Vivimos de la grasa intelectual acumulada en el bajo vientre del espíritu durante años: esto no es crecer, es regurgitar día tras día nuestras viejas ideas. No pensamos, porque el pensamiento se define como expansión, como apetito insaciable, como dilatación del horizonte… y si no experimentamos esta irreprimible necesidad quiere decir que no estamos pensando.
Independencia. “¡Yo soy económicamente independiente, y hoy en día eso es lo que cuenta!” Un momentito: esto significaría que usted es dependiente de su “independencia”, y que de perderla se perdería también a usted mismo. ¿Tan frágil es su mundo? ¿Una devaluación masiva, una recesión planetaria y quedaría usted ontológicamente aniquilado, desposeído aun de los instrumentos necesarios para reconstruir sus propios instrumentos?
Recordar. “¿Recordar qué?” Los millones de hombres que usted ya ha sido. “¿Algo así como la reencarnación?” No. El ser humano es siempre un heredero, la suma de todos los hombres que lo precedieron. Y esos hombres se dijeron a sí mismos en la escritura. Léalos, y verá que ellos son usted, que usted es ellos.
Gozar. “¡Para esa gracia me voy a la playa a hacer surf!” Sin duda, lo que es más: invíteme un día de estos. Pero no olvide que la lectura puede centuplicar este gozo: ¿ha leído usted lo que Baudelaire escribe sobre la voz de las mareas, lo que Espronceda dice del viento marino, la forma en que Rimbaud describe la sensación de volar a ras del mar? ¡Pues entonces no sabe usted lo que es surfear!
Uno no piensa lo que le da la gana. Uno piensa lo que puede. Uno no lee lo que le da la gana. Uno lee lo que puede. Uno no habla de la manera en que le da la gana. Uno habla de la manera en que puede. Uno no ve el cine que le da la gana. Uno ve el cine que puede. Uno no oye la música que le da la gana. Uno oye la música que puede. A todos estos asertos convendría añadirles “lo que buenamente puede”. Es preciso abolir esa noción de “lo que me da la gana”. Peor aún, cuando agregamos el epíteto “la regalada gana”. Desengañémonos, amigos: nuestra libertad no es ni remotamente tan grande. Está limitada por la ignorancia, la incultura y la desinformación. Hacemos lo que “buenamente podemos”, no lo que nos da la “regalada gana”. Pero podemos abrir los horizontes del conocimiento, de la sensibilidad, del discernimiento estético, de la curiosidad intelectual. Ya lo creo que podemos: ese es el nombre mismo de la libertad. Esa es la ruta, ese es el itinerario, ese es el buque que debemos abordar.
Diviértanse, amigos. No lean porque el profesor así lo ordena. Lean para que hechos tan simples como comerse una naranja, sacar a pasear el perro o lavarse los dientes se conviertan de pronto en experiencias mágicas, inéditas, plenas de poesía. La banalidad no existe. Lo que existe es la siempre maravillosa realidad, degradada por nuestra incuria, nuestra insensibilidad e indiferencia.