Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Con Jacques Tati (1907-1982) entramos en el reino de la risa – poesía. En su múltiple función de director, guionista, mimo y protagonista de sus propias películas, Tati es un genio humorístico minusvalorado que el mundo aún debe justipreciar.
Virtualmente toda su filmografía es atesorable: L´école des facteurs (1947), Jour de fête (1949), Les vacances de Monsieur Hulot (1953), Mon oncle (1958), Playtime (1967), y Traffic (1971). En las últimas cuatro, Tati asume el rol de Monsieur Hulot, ese bizarro personaje, con su capa contra la lluvia, su paraguas, su pipa, su andar errático, girando a menudo sobre su propio eje para cambiar de dirección, desconcertado, la parte superior del cuerpo bastante por delante de la posterior… otra imagen del hombre del siglo XX.
Hulot era un poeta de la sonrisa. En Mon oncle, la casa del protagonista, en un pueblito de campo, no podría haber sido hecha con un instinto más poético: diríase una casita de juguete. Y el momento en que hace mover ligeramente la ventana de vidrio, para que un rayo de sol caiga justamente sobre un pajarito que canta… esos son vislumbres e imágenes líricas imborrables.
Tati era un personaje que tendía a esfumarse de sus propias películas, a eclipsarse o ubicarse en el segundo plano durante largos tramos. En muchos aspectos no es más que un espectador. Un ojo que registra la locura del mundo moderno. Sus películas en gran medida se acercan a los documentales. No es de Tati de quien reímos, sino de lo que nos muestra, y lo que nos muestra es las absurdas, mecanizadas, deshumanizadas y plásticas sociedades en que hemos elegido vivir. Ver la figura y el andar de Tati es una experiencia que nos llena de congoja: es awkward, il est mal dans sa peau, no parece saber jugar las reglas del juego social, es como Meursault, el extranjero de Camus, sin su tragedia, su crimen, su honda resonancia existencial.
Algunos comentaristas han conjeturado que Monsieur Hulot representaría un caso clínico del síndrome de Asperger, enfermedad neurológica inscrita dentro del espectro autista. Hulot es un inadaptado social: cada gesto, cada rito, cada reverencia, cada estrechón de manos, cada abrazo, cada uno de los actos que lubrican el comercio entre los seres humanos le resulta incómodo, y los ejecuta torpe, vacilantemente. Su humor es extremadamente lacónico.
Monsieur Hulot no pasa de emitir uno que otro monosílabo en cada película. Es el opuesto del locuaz, incoherente, parlanchín Cantinflas. Tati da pruebas de una extraordinaria sensibilidad a los estímulos sonoros. Los gags pueden ser el inexorable y deliberadamente exagerado chirrido de una puerta de cedazo, cada vez que alguien la abre (Les vacances de Monsieur Hulot); el sonido isócrono y exasperantemente nítido de las pisadas de un alto funcionario, a lo largo de un extenso corredor, que Tati filma en tiempo real, para crear en el espectador la reacción de la risa – exasperación (Playtime); el ridículo sonido que emite una silla de hule cada vez que alguien se sienta en ella (Playtime); el fantasmal zumbido de las luces de neón verduzcas de una venta de sandwichs y comida ligera, que bañan el ambiente con su fantasmal resplandor (Playtime); los grotescos borborigmos que un pez de lata (la fuente “ornamental” en el jardín de una casa) produce cada vez que se activa, hasta generar la risa – exasperación de la que ya hablamos.
Tati es el ojo del poeta, ese que repara en la belleza de un viejo muro de piedra semiderruido en medio de la campiña (Mon oncle), en la inherente comicidad de los perros (Mon oncle); en el carrusel, la inocua calesita que conforman los carros girando en torno a una rotonda, en la congestionada salida de un aeropuerto (Playtime); en la manera en que un choque múltiple de carros puede producir algo parecido a una especie de ballet vehicular en cámara lenta (Traffic); en los sombreros alados de las monjas, que semejan un vuelo de agitadas palomas (Playtime); en la inhumana desolación de los cubículos desiertos de una gigantesca corporación (Playtime); en el moderno diseño arquitectónico de una edificio de apartamentos que hace que los moradores aparezcan como encuadrados en una pantalla de televisión, y de noche el transeúnte puede regalarse atisbando sus vidas como quién zapea canales (Playtime); en el caminadito hecho de brinquitos staccato, y pasitos cortísimos y multiplicados de ciertas oficiosas secretarias y burocratitas cuando entren a la oficina del jefe para hacerle alguna consulta (Mon oncle); de la soledad metafísica de un hombre que debe atravesar un inmenso, hiperbólico galerón repleto de vehículos parqueados en apretadísima contigüidad (Traffic); en la obsesión de la familia Arpel por la arquitectura “moderna”, el consumismo y la eficacia mecánica de sus cacharros, rasgo típico de la Francia posterior a la Segunda Guerra Mundial (Mon oncle)…
El elemento común a todos los grandes humoristas: observar, observar, observar y tomar nota de todo lo que de ridículo y absurdo hay en nuestra sociedad. A fuerza de rutina, hemos dejado de percibir su comicidad, como a fuerza de verlo todos los días de nuestra vida dejaríamos de gozar de la belleza del David de Miguel Ángel. Pero ahí está, el componente humorístico: Tati se limita a refrescarnos la vista, y recordarnos que la banalidad no existe, que lo banal no es otra cosa que lo extraordinario degradado por nuestra incuria y anorexia intelectual. Cierto también de Rabelais, Chaucer, Boccaccio, Shakespeare y Molière, este último de manera preeminente: usó el humor como herramienta sociocrítica, detectando y plasmando en su teatro todos los vicios, aberraciones y ridiculeces del mundo en que le tocó vivir. Avaros, misántropos, hipócritas, cornudos, hipocondríacos, pedantes, poetastros, burgueses con veleidades aristocráticas, zalameros, cortesanos, pseudo-médicos, rufiancillos, intrigantes, marisabidillas de salón, desaforados sexuales, científicos pretenciosos… no hubo un nervio de su sociedad ni un personaje tipológico que no identificara y reprodujera en su teatro.
En un medio tan totalitariamente visual como el cine, Tati privilegió la escucha, que a diferencia de la vista –focal, puntual– suele ser indiscriminante, y vive inmersa en un océano de sonidos de los que no somos ni siquiera conscientes. Tati es un poeta de lo auditivo. Nos revela a qué punto el mundo de los sonidos está lleno de ruidos inusitados, que deberían movernos al émervéillement o la risa. En Mon oncle, Tati, a lomos de su bicicleta motorizada, libra un combate quijotesco contra la Francia americanizada, mecanizada y emplasticada de la modernidad. Una Francia desertada por lo humano, y, mutatis mutandis, cercana a las fantasmagóricas calles, arcos y plazas de De Chirico: la huella de lo humano, sin la presencia humana. De hecho, existe en París una réplica exacta y en tamaño original de la Villa Arpel, tal cual la crearon Jacques Tati y Jacques Lagrange, en el número 104 del decimonoveno distrito.
Es inmensamente revelador que la fábrica en la que Monsieur Arpel trabaja (Plastac) utilice la misma tipografía que el rótulo de la escuela en la que estudia su hijo: es como si los centros educativos produjesen alumnos seriados, ensamblados en línea, adocenados y masificados, como una fábrica de plástico manufactura sus adminículos. También es llamativo el uso de los colores: mientras que el mundo de la familia Arpel es monocromático, con absoluta predominancia de los grises, el pueblito campestre donde vive Monsieur Hulot es colorido, animado, con un mercado en la plaza, la iglesia, el edificio del ayuntamiento, gentes que caminan por las aceras, adorables perros callejeros, un gendarme perfectamente superfluo, en fin, un lugar bullente de vida, un locus amoenus. Tati confronta ambos mundos, y el espectador, naturalmente, desdeña el estilo de vida kitsch, robótico, mecanizado y monocromático de la modernidad. Ríe de él: es el humor tal cual lo concebía Bergson: lo risible de toda actividad humana que se incline hacia la repetición y la automatización.
Tati dijo alguna vez: “Las líneas geométricas no suelen producir gente amable” –refiriéndose a Villa Arpel, el mecanizado infierno doméstico de Mon oncle–. Es uno de los humoristas más agudos en el arte de la sociocrítica: ve lo que nadie más ve, oye lo que nadie más oye, establece las relaciones que nadie más establece. Y todo lo hace de una manera discreta, understated, con impecable sentido del gusto, y una actitud de benevolencia (bene volens: querer el bien) hacia aquellos a quienes critica. La suya no es una crítica méchante, perversa, sañuda. Siempre respeta a sus personajes. Quien no calza con el medio ambiente es él, quien constituye disonancia con su entorno es él, quien no logra entender las nuevas reglas del juego social es él.
Finalmente, es importante observar que Tati representa un caso del cinéma d´auteur, donde el director es responsable de absolutamente todos los parámetros técnicos de la película. Produjo muy poco, y eso me duele en el alma. Atravesó terribles crisis económicas debido a los flops de algunas de sus producciones, y nadie se ofreció a socorrerlo en materia de deudas y bancarrotas. Es un lugar común decirlo, pero fue un genio incomprendido, y Francia no le dio el lugar que se merecía. Yo daría años de mi vida por tener doce películas más de Tati en el repertorio universal de la comedia. Con ocasión de su muerte Philippe Labro escribió en Paris Match un titular que decía: “Adiós Monsieur Hulot. ¡Lo lloran muerto, hubieran debido ayudarlo vivo!”
Jacques Tati es el Stéphane Mallarmé del humor. Se invisibiliza a sí mismo para que el espectador vea, a través de su translúcido ser, el inherentemente cómico espectáculo del theatrum mundi. Tati representa “la desaparición elocutoria del cómico”. Actúa como un mero maestro de ceremonias, un concertador, un testigo –y víctima– del mundo que retrata. Él nunca es el foco principal de la acción. Tati existe “en su casi desaparición vibratoria”, como las ideas, nociones e imágenes de Mallarmé. Es modesto: sabe hacerse a un lado para que su enorme persona y presencia escénica no acaparen la atención del espectador. Está, sí, pero a la manera en que el poeta “está” en la poesía de Mallarmé. Como un hierofante, un ejecutor, un sacerdote que le cede la palabra a las palabras, que deja que estas se acoplen o rechacen según las universales leyes de la atracción o la repulsión cósmicas. El poeta es apenas un organizador de la materia verbal. Quien habla a través de él es la palabra. Se trata de un fenómeno estrictamente análogo al propuesto por Tati. La isotopía entre ambos artistas procede del mismo mecanismo: ambos cultivan el delicado arte de la “disparition élocutoire”.
Jacques Tati es un cómico que pide a gritos ser revisitado, reevaluado y justipreciado. Quien a él se acerque, quien tenga la curiosidad necesaria para penetrar en su mundo, va a llevarse una sorpresa mayúscula: una inusitada, novel concepción del humor. Más que ruidosas carcajadas, va a dibujar en sus rostros la dulce sonrisa de los ángeles: crítica, sí, pero al mismo tiempo misericordiosa con la desvalida y canija criatura humana.