El ocaso de los dioses

El ocaso de los dioses

Jacques Sagot*, Revista Visión CR.

En la religión del fútbol, cada cinco o diez años, una nueva divinidad viene a reducir a leyenda (lo periclitado, lo obsoleto) a la anterior.  ¿Cómo advienen, estos dioses?  Según el modelo de las ancestrales cosmogonías de la Antigüedad.  Los dioses no son producto de relaciones sexuales, sino de una suerte de clonación teológica de sus progenitores.

Fotos: Estas eran las grandes estrellas del fútbol hace 10 años | Imágenes
Bale, Messi y Cr7.

En el fútbol, más que de genealogía, de linaje o de estirpe, habría que hablar, simplemente, de una vertiginosa sucesión de modas –lo propio de las vanguardias artísticas a partir de fines del siglo XIX–.  Es preciso renovar, renovar, renovar constantemente.  Tan pronto una mercancía sale al mercado, capta la atención de todo el mundo, enriquece a unos pocos (o unos muchos: es cosa de escasa importancia), y obsolesce.  Así pues, cuatro fases: surgimiento, ápex, saturación del mercado, y declive o subducción (la mercancía se sumerge bajo el nuevo producto que llega a reemplazarla).

Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Platini, Maradona, Romario, Zidane, Ronaldo, Ronaldinho, Messi, Cristiano Ronaldo…  Y cada dios se extingue, tristemente, al morir el culto de que era objeto, al envejecer aquellos que lo vieron jugar y celebraron sus goles.  Como dice Valle-Inclán en su Sonata de Invierno, nada hay tan triste como un Dios que asiste a la muerte progresiva de su culto.

En su libro Papa (1997), el escritor griego Vassilis Alexakis –apasionado del fútbol– incluye un cuento que me produjo honda impresión, y que recomiendo a quienes quieran ver formulado, con maestría incomparable, todo cuando de efímero hay en la gloria deportiva, la manera en que, en nuestras sensibilidades, persistimos en preservar, sub specie aeternitatis, algo que es la transitoriedad misma: “El tiro libre de Platini”.

Michel Platini | El fútbol tiene música
«El tiro libre de Platini».

Esas imágenes que se van difuminando para todo el mundo, salvo para los que las vivimos con emoción profunda, e hicimos de ellas parte de nuestro museo íntimo de la alegría.  El totalitarismo de lo moderno (del latín modos: “hoy”), es decir, de la moda.  La economía de mercado nos propulsa sin cesar –especie de carrera hacia el abismo– a lo nuevo.  Corremos justamente porque –como los niños que dan sus primeros pasos– no sabemos caminar.

El mundo del fútbol –planetaria pasarela– exige constante renovación, la manufactura y promoción continua de nuevos ídolos.  Sus giorni di regno son cada vez más cortos.  Tan pronto ha sido uno consagrado con el trofeo al jugador FIFA del año, un nuevo Wunderkind aparece por ahí, reclamando para sí su cuota de inmortalidad, sus diez minutos de gloria.  El reinado de Pelé duró casi veinte años.  Los de Beckenbauer y Cruyff quizás diez.  El de Messi, Cristiano Ronaldo, Mbappé o Neymar… veremos.

El futbolista vive en los medios, en las noticias, en los informativos.  A estos los financia la publicidad.  Información –periodismo– y publicidad se confunden inextricablemente, aun cuando con tanta altivez quisieran delimitar sus fronteras.  Informar, ¿es qué?  Vender.  Y solo se puede vender lo nuevo.  Así pues, el periodista se convierte en un cazador, un atisbador de novedades.  Lo viejo, por principio, no vende, a menos de que sea bajo la forma de una moda que regresa, de un hecho histórico sometido a radical revisión, de un expediente reabierto, de la reinterpretación del pasado (¡pero, en tanto que tal, es ya algo nuevo!)  Como el investigador submarino, el periodista cambia de dirección siguiendo el caprichoso movimiento del cardumen, del banco de sardinas.  Y el fútbol es eso: el cardumen humano seguirá a cualquiera que sea el ídolo ungido por la media en cada momento dado.

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Con esto queda establecido un proceso circular, que algo tiene de cómico: los medios crean al ídolo, se abocan a perseguirlo, este los hace correr frenéticamente detrás suyo (ellos le orquestan a él, entretanto, escandalillos y primicias de las que la vedette pretende indignarse y protegerse), él los alimenta a ellos, ellos lo consolidan a él, en un pacto tácito que vemos reeditarse todos los días de nuestras vidas.  Hasta el agotamiento mediático de la figura (la saturación del mercado), que mueve a los medios a proponerle al futbol consumptor una nueva mercancía.  El espectador vive entre la expectación hipnótica, el enamoramiento de la nueva figura, y la deflación del deseo, la pérdida de vigencia.  Es decir, entre el apetito adquisitivo y el empalagamiento, el hastío o, en el mejor de los casos, el duelo, la nostalgia por la deidad defenestrada (lo que tan hermosamente expresa el cuento de Alexakis).  Cada nueva estrella será declarada, tácitamente, “el sabor del mes”.  Pero no bien ha la pobre asumido con toda solemnidad su rol, otra luminaria entra a escena y la desplaza.  Lo único permanente es la innovación.  Lo sabe el jugador que, en su desesperada necesidad de vigencia, cada semana cambia el color y corte de su pelo, la forma de las cejas, los tatuajes o los aretes.

Nada podría ser tan aberrante como la popular noción de que la figura pública debe periódicamente “reinventarse”.  Esta estúpida doctrina es aplicada, en particular, a los artistas.  Es una absurda noción, apuntalada por la sociedad de consumo.  ¿Le exigiría uno a un ruiseñor reinventarse cada mes, a fin de no perder vigencia?  El artista o la figura pública evolucionará, madurará, cambiará, pero solo de una manera orgánica, natural, que procede de lo más hondo de su ser, no como acatamiento de un diktat social, de la presión de una fuerza aferente, exógena.

De conformidad con un fenómeno óptico por todos conocido, siempre nos parecerá más grande lo que tengamos más cerca.  Así, ahora Messi nos ha hecho olvidar a Zidane, quien nos pareció acaso más grande que Ronaldo “el fenómeno”, quien opacó a Maradona, quien relegó a Cruyff al segundo atril, que por su parte hizo ver el fútbol de Pelé como cosa bella pero dépassée (menos dinámico, menos polifuncional), quien, a su vez, difuminó con sus proezas mundialistas la gesta de Di Stéfano quien, por una u otra razón, nunca brilló en copas mundiales y del que se conservan relativamente pocos documentos fílmicos.

Ronaldo en 1998, entre goles y un ataque cardíaco | Cultura Redonda
Ronaldo, en 1998.

Y allá, casi desdibujados en el lindero de la leyenda, en el limbo de la Geschichte, de la fábula, viviendo sus precarias vidas en la tradición oral, Stábile, Meazza, Schiavio, Sindelar, Leónidas, Rahn, Schiaffino, Friedenreich (que bien podría ser el futbolista que más goles haya marcado en la historia del deporte).  Como lo observa el gran filósofo francés Vladimir Jankélévitch en su libro L´irréversible et la nostalgie, por principio, hemos de correr siempre al rescate del pasado: es lo que se va, lo que se decolora, lo que se nos escapa como agua en un cesto de mimbre, lo que no cesa de difuminarse en lontananza.  ¿El presente?  No hay que preocuparse por él.  Gozará de plena vigencia por el mero hecho de serlo.

No me abstendré de caer en el error que señalo, y de consignar mi convicción (ya que no mera opinión) al respecto: el más grande futbolista después de Pelé es el mediocampista zurdo Roberto Rivellino, campeón del mundo en 1970 y estrella del Corinthians (1964-1974) y de un Fluminense (1975-1978) que se cuenta entre los equipos más cercanos a la perfección mozartiana soñados por el ser humano.  Rivellino lo tenía todo: inteligencia, habilidad, timing, disparo devastador, liderazgo, capacidad para organizar el medio campo, lanzamientos de 50 o 60 metros proyectados con satelital precisión, temperamento, dribling, anticipación, malicia, picardía, velocidad, creatividad, improvisación, disciplina, eficacia en el cobro de faltas, sed de triunfo… absolutamente todo.

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Roberto Rivellino.

Tal vez el fútbol haya cristalizado –de manera pervertida, paródica– la utopía del poeta y filósofo Tommaso Campanella.  Una religión universal.  Una nueva forma de teocracia.  Más allá de los signos externos que he procurado aquí sucintamente considerar, mil hondos estremecimientos pareciesen sugerirlo.  El futbolista: un avatar más –los ha tenido por miles– de la divinidad.

Desde la “muerte” de Dios, hemos adorado, sucesivamente, la ciencia positiva (Comte), el progreso tecnocientífico, la noción republicana de patria, la quimera del paraíso proletario, la revelación de la Verdad a través de la conmoción artística (Proust, Mallarmé, Wilde), el cacharro cibernético, la sexualidad (el orgasmo es una de las pocas formas de éxtasis que no suscitarían la risa condescendiente de la gente, hoy en día), el abisal misterio subconsciente y los métodos que nos permite asomarnos a él, la entelequia de diversos proyectos sociales: la hipercolectivización marxista o el mall universal del anarcocapitalismo neoliberal, los Derechos Humanos, la naturaleza (en la especie de neopanteísmo y animismo que representa el ecologismo fundamentalista –deep ecologists, que los hay también shallow, o moderados–), la abundancia material, el dinero, las divas (en latín, “diosas”) hollywoodenses, fetiches de toda suerte…  Y ahora, los futbolistas.

La sacralización del futbolista correspondería a una forma derivativa de humanismo: se trata de investir a un ser humano de atributos divinos, no de hacer encarnar en hombre a un dios: el movimiento es de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo.  Sí, un humanismo…  Si se quiere, si se quiere…  Como dirían los franceses, à la limite.  Restituirle al ser humano eso que alguna vez proyectara en los dioses.  La reapropiación humana de lo divino.  El humanismo exorbitado de Feuerbach, Schopenhauer y Nietzsche –cuyo Übermensch no hace sino llevar a su última expresión el sentir de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”–.  Vieja, muy vieja historia.  Nada que no hayamos visto ya muchas veces en esa predecible comedia en que parece estarse convirtiendo la saga humana sobre el planeta.  Un planeta que podríamos describir como “futbolfera”, por lo menos con el mismo fundamento con que otros lo han definido como biosfera (el mundo de la vida), ecosfera (el mundo en tanto que sistema auto-regulado de temperaturas), o logosfera (el mundo de la palabra).  La imagen del planeta – balón ya ha dejado de ser un mero logotipo.  Estamos pasando de la realidad simbólica a la realidad fáctica.  Efectivamente, ya somos fútbol.  Es una insidiosa forma de fanatismo, una trágica y vesánica ceguera.  No la celebro.

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