Jacques Sagot, pianista y escritor.
La satrapía le ha caído bien al gorila de Daniel Ortega, tal parece. Luce bien cebado y robusto para su edad. Hace cuatro años terminó de radicalizar su tiranía en Nicaragua: compró todos los canales de televisión, compró todos los periódicos (incluso el único que le hacía oposición), abrogó a todos los partidos políticos rivales, y se aseguró muchos años más de monarquía absoluta y por voluntad divina en ese pobre país, que Cortázar llamaba “la violentamente dulce Nicaragua”.

Me precio de ser un buen amigo del cantante y compositor Carlos Mejía Godoy. He tocado con frecuencia su “Cristo de Palacagüina” ante él y en salas diversas. Es un bello ser humano, un magnífico músico, y un colega noble y generoso. Por lo pronto está exiliado de Nicaragua, viviendo sea con parientes que tiene en San Francisco de California, o con amigos en San José de Costa Rica. Es aquí donde nuestra amistad ha florecido. Por lo demás, no puede volver a Nicaragua: le han puesto precio a su cabeza. Ortega tiene setenta y siete años de edad. Con un poquito de suerte y la naturaleza haciendo de colaboracionista, podría ser que se enferme y se muera pronto. Restaría su brujil esposa, Rosario Murillo, que tiene setenta y cuatro y luce en mejor forma que él. Una tarántula y un escorpión, ambos en versión jurásica: dejo al lector inferir quién es quién.
Le pregunté a Carlos Mejía Godoy, en el curso de un recital en el que toqué obras suyas mezcladas con Chopin, Schumann, Liszt y Debussy, cuál régimen era peor, si el de Somoza o el de Ortega. Me dio una respuesta que me sumió en el estupor. “Por mucho, Jacques, Ortega es más opresor y más peligroso que Somoza”… Ya decir eso es quite a statement. Y él sabe de lo que habla: luchó contra los dos. Es difícil imaginar un grado mayor de corrupción, de podredumbre que la que cultivó la dinastía Somoza en Nicaragua. Eran, prácticamente, los dueños del país.

Somoza era propietario de las setenta y siete empresas más poderosas de Nicaragua, en todas las áreas de la producción que sea dable concebir. ¿Es necesario decir nada más? Se refocilaba entre los dólares como un cerdo en el lodo. Para la Antología Universal de la Perversidad, les contaré que cuando Managua fue flagelada por el gran terremoto del 23 de diciembre de 1972, toda la ayuda internacional que llegó al país (bajo forma de bienes y enormes donaciones de dinero) fue acaparada por Somoza. El sismo provocó 12 000 muertos, 20 000 heridos y 300 000 ciudadanos que se quedaron sin casa. Muchos cadáveres nunca fueron sacados de los escombros, y sus restos apestaron hasta la providencial venida del invierno, con sus cantaradas de agua salutífera y absolutoria. Pues el crápula se apoderó de toda la ayuda internacional (que fue muy copiosa) y dejó a su pueblo en la intemperie. ¿Puede imaginarse una vileza mayor? Cuesta creer que alguien pueda tener tan mala entraña.
A la sazón Nicaragua era un país paupérrimo (y lo sigue siendo), con un índice de analfabetismo de más del 60%, y campesinos que trabajaban en latifundios, cual vasallos de la gleba en tiempos medievales. Eran empleados en tiempos de colectas agrícolas, no tenían nada que se parezca a garantías sociales, y al terminar las colectas eran dejados cesantes, entregados a la miseria hasta la siguiente estación de cosechas. En el país había presos políticos y se practicaba la tortura, los juicios sumarios, los fusilamientos, y la desaparición de personas. En suma, todas las violaciones a la Carta Magna de los Derechos Humanos.

Somoza se mantenía en el poder gracias a su ejército, y al apoyo incondicional de los Estados Unidos (principalmente de los gobiernos republicanos). Cuando en 1979 el demócrata Jimmy Carter le retiró todo soporte y le prohibió incluso el derecho de asilo en terreno estadounidense (ni siquiera para ir a chequear su salud en una clínica norteamericana), Somoza comprendió que su dictadura había llegado a su fin. Ya sabemos el resto de la historia: corrió a refugiarse en Asunción, Paraguay, donde su competidor en satrapía y crueldad, Alfredo Stroessner, lo acogió con los brazos abiertos. Eso no impidió que lo abatieran a balazos de metralla y bazucazos en una emboscada que le tendieron a pocas cuadras de su residencia. Fue el 17 de setiembre de 1980. Sus ajusticiadores fueron hombres muy bien entrenados, que constituían un comando a las órdenes de Enrique Gorriarán Merlo.
Y ahora resulta que Ortega es, si cabe, aún más despótico, cruel, corrupto y opresivo que Somoza. Y más cínico también, que este es un componente infaltable en las personalidades parafrénicas y teomaníacas. Pueden tener ante sí a todo el pueblo muriendo de hambre, que persistirán en sostener los méritos de la Revolución Sandinista, y en seguir satanizando a los Estados Unidos. ¡Qué historia de horror, la del pobre pueblo nicaragüense! El gran Ramón María del Valle-Inclán fue el primer novelista “latinoamericano”.
Era español, pero rien´empêche: Tirano Banderas (1926) es la primera gran novela latinoamericana. Le siguió Miguel Ángel Asturias, con El Señor Presidente (1946). Tomó el relevo de la denuncia Roa Bastos con Yo el Supremo (1974). Luego vino Gabriel García Márquez con El otoño del patriarca (1975). Finalmente, Vargas Llosa se suma a la lista de los grandes creadores de déspotas de ficción con La fiesta del chivo (2000). Y así queda consolidada en la literatura latinoamericana esa figura tan arraigada en nuestras latitudes del gorila tropical, del déspota, el tirano de zarzuela, el dictador de extrema derecha, generalmente sostenido por los Estados Unidos financiera y militarmente.
Patético, solitario, divorciado del principio de realidad, desconocedor del sufrimiento de su pueblo, monstruoso y esperpéntico (nadie puede superar en horror a Tirano Santos Banderas), el dictador del trópico húmedo se convierte en un tropo, en un locus communis de la novelística latinoamericana. A decir verdad, ya en la gran novela costumbrista argentina Facundo de Faustino Sarmiento (1845) aparece un personaje que prefigura a los grandes sátrapas latinoamericanos del siglo XX.

Después de salir victorioso en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se abocó, sistemáticamente, a sentar en todos los tronos latinoamericanos a una galería de mandatarios-títeres, muñecos de ventrílocuo que eran fácilmente accionados por la gran potencia. Esto es un hecho histórico y perfectamente bien documentado. Extirparon todo lo que conspiraba contra su hegemonía política y los intereses de la sacrosanta United Fruit Company.
¿Un caso entre cien posibles? El derrocamiento del socialdemócrata Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954: su reforma agraria puso en peligro a la empresa estadounidense, que era dueña de un 50% de las tierras, y solo cultivaba un 2,6 %. Este presidente progresista fue sustituido por el gorila Castillo Armas, un “yes man” al servicio del “rubio, el turbio, el terco, el torvo norte, donde cambia de facción y de tesitura la palabra americano” (Ana Istarú, “Ese que se murió por mí”, del poemario La muerte y otros efímeros agravios). Cuba y Venezuela se han constituido en lanzazos en el costado de los Estados Unidos. Por todo ello me parece subrayable la actitud de Jimmy Carter, que los estadounidenses consideran un pésimo presidente, pero a quien siempre he admirado y sigo admirando al día de hoy, cuando ya es un hombre de 99 años de edad.
Durante los siete años en que fui embajador de Costa Rica ante la UNESCO, me tocó oír las peores cosas imaginables sobre Daniel Ortega, y tuve, de hecho, que sortear algunas fricciones públicas con el embajador de Nicaragua que, he de decir, me trató siempre con deferencia y cordialidad (no puedo afirmar lo mismo de su taimada y siniestra ministra consejera). Y ahí sigue Nicaragua, la saqueada, la violada, la vejada, la mancillada, la subyugada, uno de los países mártires de la historia del mundo. En 1979, cuando cayó Somoza, yo fui uno de los muchos jóvenes que tuvieron veleidades filantrópicas de ir a alfabetizar al pueblo nicaragüense, pero mis padres me lo prohibieron, y dadas mis condiciones de salud, debo decir que tenían toda la razón del mundo.
Me duele en el alma, ver a Nicaragua desangrada, postrada, pisoteada por un infame dictadorzuelo de vaudeville. Por supuesto que pienso en Darío, Belli, Urtecho, Cuadra, Cardenal, pero más que en ellos pienso en ese pueblo que ya ha olvidado la dulce fragancia de la libertad, que toma su yugo y sigue doblado, cabizbajo su camino, ese que jamás conoció las mieles de la democracia, y no sabe lo que busca… porque jamás lo ha vivido.
Acabo de leer la pobre gente de Nicaragua me parece un ser abominable lleno de maldad y despreciable