Jacques Sagot, pianista y escritor.
¿Es concebible la Navidad sin villancicos? No, no lo es. Con ese regusto agridulce que nos remite a la infancia, los villancicos son el alma misma de la Navidad. La forma comenzó como una danza profana, en España, Portugal y sus colonias latinoamericanas, durante el siglo XV. Cien años más tarde aparece el villancico devocional o religioso, que es el directo antecesor de los villancicos que hoy conocemos. Siendo religiosos por su espíritu y su mensaje, no eran litúrgicos, no formaban parte del canon musical de la misa católica. Su forma no ha cambiado: suele tratarse de esquemas ABABA, donde A es el estribillo, y B las coplas.
Rememoremos algunos de ellos, los más populares, los que mejor encapsulan esa peculiar sensibilidad navideña, hecha de dulce melancolía. ¿Porn qué dulce? Porque nos devuelven al mundo de los niños. ¿Por qué la melancolía? Porque nadie es capaz de regresar al país de la infancia, una vez que es expulsado de él.
Noche de Paz
Stille Nacht en alemán, Silent night en inglés, es una de las melodías más universales jamás compuestas. No puede ser más simple, pero tampoco puede ser más bella: es un pequeño milagro: con un puñado de notas, su autor, Franz Gruber (1787-1863) conquistó fama imperecedera. Era un maestro de escuela primaria, organista, guitarrista, cantante y director coral, contemporáneo de la primera generación de maestros del romanticismo (Schubert, Berlioz, Mendelssohn, Schumann, Chopin, Liszt). Compuso un copioso corpus de música religiosa, pero fuera de Austria -su país natal- nadie lo recuerda como otra cosa que el autor de Noche de Paz, estrenada en 1818, sobre un poema de su amigo Joseph Mohr. Estando el órgano de la iglesia de San Nicolás de Oberndorf (11 km al norte de Salzburgo) averiado, Gruber tocó la obra en la guitarra, con el coro repitiendo los dos últimos versos de cada estrofa. El texto ha sido traducido a más de 300 idiomas, y la canción ha figurado en el repertorio de Elvis Presley, Los Niños Cantores de Viena, Pavarotti, Domingo… todo el mundo. ¡Qué hondo sentimiento de unción, de beatitud, de serenidad se desprende de esta sencillísima línea melódica!
Jingle Bells
Lo crean o no, Jingle Bells, obra de James Pierpont (1822-1893), organista de la Iglesia Unitaria de Savannah, Georgia, nació como una canción profana asociada al día de acción de gracias, y fue usada como tonada para beber en las tabernas del lugar, como música para acompañar las carreras de trineos, y como melodía “airelibrista”, cuyo ritmo evoca el trote del caballo, y asume incluso rasgos maliciosos (¿qué mejor lugar para una pareja sin chaperona que un trineo que recorre los bosques y valles cubiertos por la nieve?) Las campanas y cascabeles evocados tienen su razón de ser: se acostumbraba a la sazón colgar del arnés de los caballos estos instrumentos a modo de claxon, para evitar colisiones. No fue sino hasta bien entrado el siglo XX que se asoció de manera inextricable a la Navidad, recreando todo cuanto en ella hay de lúdico, de liberador: el gozo de la nieve, del aire frío en el rostro, de la velocidad del trineo, de la joie de vivre inherente a la Navidad.
El niño tamborilero
¿Quién no conoce esta bella, pequeña marcha, inmortalizada por el cantante español Raphael durante los años sesenta? La melodía procede de la antigua Checoslovaquia, pero fue una pianista estadounidense -Katherine Davis- quien le dio en 1941 la moderna forma por la cual la conocemos. La historia es muy simple: un niño pobre va a visitar al recién nacido niño Jesús, pero todo lo que puede ofrecerle es tocar en su tambor (de ahí el uso de la onomatopeya “ro po pom pom”). El bebé en su cuna le sonríe, y la Virgen María lo bendice. La anécdota procede de una ópera de Massenet compuesta en 1902, a su vez basada en una leyenda medieval recogida por Anatole France con el título El juglar de Notre Dame. En ella, un humilde juglar viene a homenajear a la virgen María con sus canciones y danzas, y su estatua cobra vida, le sonríe, y le arroja una rosa. La canción original de Davis fue escrita para coro a cappella, con los tenores y los bajos imitando el redoble del tambor, y el órgano permitido únicamente “para los ensayos”. La piecita no es otra cosa que una marcha lenta, procesional, llena de fervor y devoción. El ritmo debe ser inflexible, a fin de conservar su carácter marcial.
Sleigh ride
Votada el villancico más popular del mundo en 2012, esta pieza está llena de méritos musicales. En mucho se asemeja a Jingle Bells (el ritmo que evoca el trote de caballos o venados), pero su instrumentación es mucho más rica y compleja. Fue compuesta en 1946 por un gran maestro de la música liviana: Leroy Anderson (1908-1975), el autor de El reloj sincopado (bis predilecto de Gerald Brown, qdDg), Plink, Plank, Plunk y el desopilante Concierto para máquina de escribir y orquesta. La percusión imita el sonido de los cascos de los caballos, el látigo que los pone en movimiento, y la trompeta con sordina evoca el relincho del animal que pone fin a la obra. Mozart escribió también un “Paseo en trineo”, y de manera mucho más memorable, Prokofiev nos regaló otro, notabilísimo, en su suite El Lugarteniente Kijé.
Aleluya al niño Dios de mi tierra
Este es uno de los más de cuarenta villancicos escritos por la compositora y educadora costarricense Brunhilda de Portilla (1929), que se ha prodigado también como autora de cuentos, poemas, y los himnos de diversas escuelas y colegios. Guanacasteca de pura cepa, nacida en La Cruz, doña Brunhilda rememora: “cuando me vine a estudiar en la Escuela Normal tenía que viajar tres días desde Las Juntas hasta Heredia. Tenía que atravesar el golfo de Nicoya, luego cogía caballo, lancha, tren y autobús, y el viaje como que me inspiraba. Entonces, le mostré a un profesor un poema que había escrito. Se llamaba Noches de ensueño, y a él le gustó tanto que lo ilustró y lo editó en un periódico” (entrevista concedida a La Nación el 8 de diciembre de 2002). Educadora hasta la médula, enseñó matemáticas, ciencias, historia, español, artes plásticas, educación física en escuelas de Sabanilla, Guadalupe y Desamparados, fundando coros infantiles por doquier y desperdigando en los surcos labrantíos de la patria las semillas de su inmenso talento. Es una mujer proteica, extraordinaria, cuya importancia en el desarrollo de la música en Costa Rica comienza apenas a ser justipreciada. Sus villancicos son bien conocidos en Colombia y toda Centroamérica. Reproducen una Navidad específicamente costarricense, nutrida por sus tradiciones y leyendas. Sus melodías son diáfanas, sencillas, serenas o exaltantes: todo lo que un villancico debe ser. “Así como muy religiosa yo no soy. Lo que sí he sido siempre es muy dependiente de Dios, por eso digo yo que no me cuesta nada escribirle tantas canciones” -confiesa, en la entrevista antes citada-.
El repertorio es vasto
Se nos quedan por fuera muchos villancicos maravillosos: Blanca Navidad (que la cálida, nobilísima voz de Bing Crosby hiciera célebre); el solemne Adeste Fideles, (que data del siglo XVIII); Rudolf, el reno de la nariz roja; el Cantique de Noël, compuesto en 1847 por el maestro francés Adolphe Adam (autor del ballet Giselle); I wish you a merry Christmas, melodía vernácula estadounidense y muchos villancicos anónimos.
La extraordinaria película It´s a wonderful life (Frank Capra, 1946, con James Stewart, Donna Reed y Lionel Barrymore) utiliza el villancico anónimo escocés Auld Lang Syne (con texto del poeta Robert Burns escrito en 1788) para su emocionantísimo desenlace. En mi sentir, es uno de los más gloriosos momentos en la historia del cine, y su efecto se debe, en buena medida, al uso de esta canción popular. La película es un clásico navideño, su premisa argumental es formidable por cuanto mueve a honda reflexión, y la actuación de James Stewart es capaz de derretir una piedra.
Pero ya vendrán más navidades, y tendremos oportunidad de hablar de otras bellas canciones. Una Navidad sin villancicos es una Navidad sin poesía, sin inspiración, sin magia. La parte más noble y pura de la Navidad es justamente su música. Les deseo, amigos, una Navidad pletórica de ella, y los dejo con las palabras de Franz Liszt: “La música es el corazón de la vida, por ella habla el amor, sin ella no hay bien posible, y con ella todo es bueno”.