Ética de la impuntualidad

Ética de la impuntualidad

Jacques Sagot, pianista y escritor.

 Se trata de un vicio nacional, de uno de los rasgos identitarios de los costarricenses.  Un parásito enquistado en nuestra conciencia, nuestra cultura, nuestro ser colectivo.  El costarricense es, por definición, impuntual.  Feo e inmemorial defecto.  Y yo -es cosa que me apresuro a puntualizar- soy tan impuntual como todos mis coterráneos.  Tengo un buen amigo que es absolutamente intolerante con la impuntualidad, y en honor a la verdad, comprendo y aplaudo su actitud.  Cuando las personas convocadas a la reunión llegan tarde, su rostro asume un perfil pétreo, inexpresivo, inexpugnable, y su mirada se torna severa y -diríase- desertada por el alma que la alienta.

Es motivo de guasa en el cafetal hablar de “hora tica” o de “hora inglesa”.  Pero la verdad de las cosas es que la puntualidad no es un atributo exclusivo de los ingleses: también son maniáticamente puntuales los franceses, los alemanes, los escandinavos y los japoneses.  En la novela La vuelta al mundo en ochenta días, que tiene todo que ver con los relojes, la puntualidad, la salida de los trenes, los barcos, los globos, los horarios observados con clínica exactitud, Julio Verne eligió a un protagonista inglés -Phileas Fogg-, suscribiendo a la leyenda de la precisión temporal de los habitantes de la Pérfida Albión, pero en realidad pudo haber creado, con igual efecto, un personaje francés, alemán, sueco o japonés.  Una cosa es, por lo menos, segura: nunca hubiera elegido a un costarricense.  En 1871 -fecha de publicación de la novela- un tico hubiera necesitado ochenta años para darle la vuelta al mundo.  Habría perdido todos los trenes, barcos, globos, carruajes, submarinos, bicicletas, triciclos, patinetas, caballos, diligencias, calesas, piraguas y se hubiera extraviado al tener que lidiar con direcciones físicas no folclóricas (“de la cantina Los Tupis cien metros al oeste y veinticinco al norte, después del palo de mango, pasando el puente de piedra, casa con zaguate manchado en el jardín: no hay cómo perderse”) y vérselas con meridianos y latitudes (en suma, con el plano cartesiano) que estructuran el espacio según dos ejes perpendiculares y rigurosamente geométricos.

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La impuntualidad es un antivalor.  Una aberración social.  Una patología colectiva.  Una bofetada para aquellos que saben honrar al dios Cronos como él lo merece.  Y el pretexto siempre a mano de los costarricenses (las presas tenían a toda la ciudad colapsada) no son aceptables, o -para usar la jerga de los juristas- “no son de recibo”.  Todo costarricense debe presupuestar, en cualquiera de sus citas, el retraso que un sistema vial completamente disfuncional va a ocasionarle.  ¿Que hay que salir de la casa con una, o dos, o tres, o cuatro horas de anticipación para llegar puntual al encuentro?  Pues se hace, y punto.  Hemos de aprender a vivir (puesto que no podemos modificarlas) con las mil inoperancias e ineptitudes que nuestra planificación urbana y nuestras rutas de circulación nos imponen.  Es una cuestión de adaptabilidad e instinto de la supervivencia.

La llegada tardía supone siempre una agresión de orden existencial.  ¿Por qué digo esto?  Porque el tiempo es la sangre de nuestra conciencia, nuestro devenir, nuestra alma y nuestra realidad intramundana.  La impuntualidad equivale a decirle a quien espera: me importa un bledo tu tiempo (es decir, tu vida), y por ello me permito alegremente estafarte con media hora, una hora o cien horas de ese fluido invaluable, inasible e imponderable que es el tiempo.  No basta con decir que la vida está hecha de tiempo, no.  La vida es tiempo, lo cual es muy diferente.  Robarle el tiempo a alguien es un crimen, una manera de desustanciarlo, de vaciarlo de su esencia preciosa, de infligirle la muerte.  El gesto es mucho más grávido de contenido ético y metafísico de lo que podríamos suponer.  Los seres humanos estamos dotados de una sensibilidad temporal, que en lo sustantivo no difiere de la sensibilidad estética, la sensibilidad social, la sensibilidad erótica, la sensibilidad histórica o la sensibilidad religiosa (que es el basamento de la fe).  Todo músico, por ejemplo, debe estar dotado de una agudísima sensibilidad temporal (puesto que la música organiza relaciones temporales entre los sonidos: no otra cosa es el ritmo y el tempo).  También han menester de sensibilidad temporal los futbolistas, que anticipan el desenlace de una jugada con perfecta sincronicidad a fin de estar en el lugar indicado en el momento indicado.  Ni un nanosegundo antes o después: su cita con el balón es focal, puntual, exacta, cronométrica.  El futbolista no puede andar descompasado, adelantado o retrasado: la suya es una destreza que depende enteramente de la manera en que “siente” el tiempo.

Decía San Agustín en ese libro prodigioso que es sus Confesiones que ni el pasado ni el futuro existen.  No se puede, por lo tanto, predicar nada de ellos, excepto que “no son”.  Solo existe el presente, que es una especie de dilatación del aquí y el ahora, entre dos abismos de “no ser”.  Para el águila de Hipona, solo podemos hablar del presente del pasado (que se llama memoria), del presente del presente (que se llama vivencia), y del presente del futuro (que se llama previsión).  Nada ha sido hecho en la historia del mundo si no es en el presente.  Así las cosas, la puntualidad debe movilizar el presente del futuro (a modo de previsión), de modo que nuestro itinerario temporal hacia el momento del encuentro sea fluido y preciso.  La llegada tardía puede compararse con un lento, atroz desangrarse de la persona que espera… su tiempo, la savia misma de su espíritu se escapa por los poros del alma hasta dejarlo exánime.  Es un atropello, una especie de asesinato que va mucho más allá del respeto, la consideración y los buenos modales.

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Ahora bien, es preciso señalar que llegar a la cita antes de tiempo es, también, una falta de puntualidad.  En tal caso, la ofensa, la agresión están dirigidas contra quien comparece prematuramente al encuentro.  Es, si se quiere, una manifestación de masoquismo sordo, subterráneo.  Impuntual es tanto aquel que llega tarde, como el que llega demasiado temprano, aunque en general tendemos a aplaudir el segundo gesto y censurar el primero.  La llegada tardía es, por el contrario, una afrenta calificada contra el otro, contra la alteridad, contra el “tú esencial” (Machado).  Es de todo punto de vista inadmisible.  Acaso peor que un insulto, un escupitajo o un golpe al estómago.

“Vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir” -propone, egregiamente, Jorge Manrique-.  Pues bien, por mor de esa agresión que es la impuntualidad, envenenamos y acortamos el curso de esos ríos.  Los agostamos, reducimos su caudal, los convertimos en acequias donde la conciencia no puede navegar, y ralentizamos el fogoso curso de las aguas.  La espera es estéril, absurda, idiotizante.  ¿Qué es esperar?  Buscar sin encontrar.  Preguntar sin respuesta.  Querer sin satisfacción.  Prever sin resultado.  Querer sin poder.  Otear el horizonte sin señal alguna.  Desear sin reciprocidad.  Cantar sin eco.  Invocar sin presencia.  Angustiarse sin premio.  Impotencia ante el gozo, impotencia ante el conocimiento, impotencia ante el silencio.  Y claro, también el lento fermentar y ebullir de la indignación, de la rabia, de la ira y la exasperación.  Eso es esperar.  Eso y nada más.

El ser humano no vive en el tiempo.  Es tiempo, cosa muy diferente.  Tiempo autoconsciente: tal es, de hecho, una posible definición de la conciencia.  Le cedo la palabra a Borges, quien sobre este tema elaboró la siguiente reflexión

“Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos.  Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro.  El tiempo es la sustancia de que estoy hecho.  El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.  El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.

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Así que, cuando Heráclito sentencia: “Nadie se ha bañado dos veces en las aguas del mismo río” alude al mismo fenómeno que suscita la meditación de Borges.  Asumamos, por ejemplo, que el río se congela y deja de fluir para la segunda inmersión del bañista: ¡el desencuentro sería igualmente inevitable, porque el hombre, en ese segundo chapuzón, no es ya el mismo del primero, porque el río es en realidad él, su conciencia, el fluir incoercible del tiempo.  Cabalgamos a lomos del tiempo, y no tenemos ninguna manera de desvincularnos de él, por cuanto es él quien instaura nuestro ser, es él quien nos constituye, es él la sustancia misma de nuestra alma.  Si no fluye el río, fluirá la conciencia del bañista: en uno como en otro caso, adviene el devenir, es decir, el cambio, la mutación, el envejecimiento.  En honor a la verdad, “el devenir” es la más piadosa perífrasis que hemos fraguado para aludir a la muerte.

Ya ven ustedes, amigos y amigas, cuán grave es dilapidar el tiempo de los demás cultivando esa execrable práctica que llamamos “impuntualidad”.  Es una puñalada contra su ser, un escamoteo, un pillaje descarado e impune de su tiempo, es decir, de su vida.   Nada más y nada menos que un crimen.  ¿Qué son un reloj, una clepsidra, una ampolleta de arena, la mera sombra de un monolito bajo el sol?  Otras tantas metáforas espaciales del tiempo, maneras de graficar en el espacio geométrico esa esencia huidiza, inatrapable, fugaz, inmaterial, que llamamos “tiempo”.  Guardémonos de considerarlo nuestro amigo: ¡es él quien nos conduce, de la mano, hacia la muerte!  Razón de más para honrar esa rara virtud que conocemos como “puntualidad”.  ¿Espero con estas reflexiones cambiar la manera de ser de todo un país, proponer una especie de ortopedia ética a más de cinco millones de ciudadanos?  No.  Pero si las nociones que vengo de desarrollar ocasionaran que en su próxima cita considerase usted, querido lector, la inmensa importancia ética de la puntualidad, ello bastaría para prodigarme a mí mismo un íntimo, gozoso abrazo.

 

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