Fernando Zumbado es mi amigo

Fernando Zumbado es mi amigo

Jacques Sagot, pianista y escritor.

Es bello, llamar a alguien “amigo”.  Se trata, de hecho, una de las cosas más bellas del mundo, aunque nosotros la hayamos trivializado a fuerza de abusar de ella, e invocarla en relaciones que no obedecen realmente al principio de amistad (“amigoches”, “compinches”, “cuates”, “copains” “conocidos”, “compadres”… nada de eso representa lo que realmente es un amigo).  Tampoco pueden llamarse “amigos” los cien mil desconocidos que una persona puede tener en su lista de contactos cibernéticos.  Tal es una de las distorsiones y corrupciones más graves que la noción de amistad ha debido padecer en décadas recientes.

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Pero no quiero perderme aquí en complejas disquisiciones filosóficas sobre el concepto de amistad (fue uno de los grandes temas de Montaigne: lo abordó in extenso después de su profundísima amistad y la muerte prematura de La Boétie).  Cuando le preguntaron a Montaigne por qué había querido tanto a La Boétie (pensador de primera línea: autor de La Servidumbre Voluntaria) Montaigne se limitó a decir: “porque él era él, y yo era yo”.  La respuesta puede parecer anodina: ¡no lo es en absoluto!  Lo primero que un amigo debe hacer es respetar la irreductible individualidad e idiosincrasia de la persona a la cual ofrece su amistad.  No “colonizarlo” ni “fagocitarlo” ideológicamente, no imponerle su visión de mundo.  Sin ese respeto básico, una amistad está viciada desde su génesis misma.

Fernando Zumbado es un gran hombre.  Un gran amigo.  Un gran ser humano.  Para probarlo me voy a limitar a contarles tres historias de las que se desprende un retrato de su alma, de su psyche (que era la forma en que los romanos de la Antigüedad, retomando el concepto de los filósofos griegos,  llamaban el alma).

Primera.  Tan pronto se enteró por mí de la existencia de un albergue para enfermos del Sida, rechazados por sus familias, alcohólicos, drogadictos, homosexuales en estado terminal de la dolencia, almas solas en la fuliginosa noche de la vida, seres humano que eran verdaderas catedrales del dolor humano, corrió a ofrecerle una cantidad muy considerable para mejorar las condiciones del albergue.  Este estaba emplazado allá por la Uruca, no lejos del Hospital México, y era regido por una señora generosa y altruista, que no daba abasto con la cantidad de pacientes y las condiciones deplorables de la infraestructura de su albergue.  Fernando no lo pensó dos veces.  A la sazón era todavía ministro de vivienda.  Me lanzó, a boca de jarro: “¿Cuánto necesita esa pobre gente para tener un albergue presentable, que no sea un lugar apretujado y claustrofobizante?”  Aventuré una cifra y él no dudó en doblarla.  Fernando sabía muy bien, por un artículo que yo había publicado en La Nación, las precarias condiciones en que vivían aquellos réprobos de la sociedad, seres que no solo tenían que luchar contra la enfermedad, sino -como si esto fuera poco- contra el escarnio y el señalamiento social, la marginación, contra vecinos que les tiraban piedras y los insultaban, y un cura párroco que no les permitía asistir a misa, nos les administraba la confesión ni la extremaunción (sacramento este, que como todos sabemos, ningún sacerdote tiene el derecho de rechazar).  Con decirles que hubo que añadirle tres metros de alto a las paredes del albergue, para que las piedras no alcanzaran a los pacientes.  Fernando es todo lo contrario de un avaro, o de un burocratillo anal retentivo (Freud) y contador de maravedís (un penny pincher): es un hombre profundamente generoso.

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Segunda.  En febrero de 2006 veníamos saliendo de la final Saprissa – La Liga, en el estadio de Tibás (por cierto que ganó Saprissa por 2-0 y se proclamó campeón del fútbol nacional -sí, amigos: Fernando y yo somos saprissistas: y ello a tal punto que el dato figura en nuestras cédulas de identidad y pasaportes, junto a las otras calidades civiles que estos documentos consignan-).  Pues veníamos caminando por una calle de Tibás, cuando vimos a una pareja ya madura, ambos alienados por el alcohol, que disputaban amenazadoramente con sendos cuellos rotos de botella.  Yo me alejé de ellos instintivamente.  No así Fernando.  Saltó el caño (enorme desfiladero donde más de uno debe de haberse desnucado), y abordó a los dos “querellantes”.  No sé cómo hizo, pero el hecho es que en cuestión de minutos los había despojado de sus peligrosísimas armas, y había logrado serenarlos.  Esto no lo hace cualquier pelele.  Es preciso valentía, para meterse de mediador de la paz en una riña de estas características.  Pudo haber salido cortado, herido de gravedad.  De hecho, cuando lo vi meterse en el pleito, yo lo llamé, y traté de disuadirlo de arbitrar una gresca tan encendida, tan arriscada.  Pero él lo hizo, y su presencia y su palabra devolvieron la cordura a la pareja.  ¿Quién hace eso, hoy en día?  ¿Quién arriesga su integridad física para evitar una tragedia como la que inexorablemente iba a acontecer?

Tercera.  Estaban Fernando y su asistente tomándose un café en uno de esos restaurantes de arquitectura “abierta”, comunes en Barrio Escalante.  Presto como una exhalación pasó un chapulín y le robó el celular, que tenía colocado en el borde de la mesa.  Detrás de él se lanzó, por iniciativa propia, el asesor, lo persiguió y lo logró alcanzar.  Recuperó el celular y le estaba dando el muchachillo tremenda, brutal paliza, cuando llegó Fernando y le ordenó no golpearlo más.  Era un jovencito mal nutrido, un pequeño paria social, sacado de Dios sabría que tugurio de los muchos que han proliferado alrededor de San José.  Fernando lo tranquilizó, lo invitó a sentarse con él, le pagó un excelente almuerzo que el rapaz devoró con hambre inocultable.  Después le hizo algunas preguntas sobre su situación social.  Era, por supuesto, trágica.  Fernando no lo entregó a ningún tribunal, no lo puso en manos del OIJ.  Desplegando un extraordinario sentido de la psicología juvenil, le explicó por qué la vida del crimen no podía sino conducirlo a los peores abismos morales y sociales, y lo hizo prometerle que no robaría más.  Después lo fue a dejar a su “casa” (si así podemos llamarla) y no volvió a tener noticias de él.  Más que eso solo il poverello San Francisco de Asís, quien al ser robado por un bandolero de caminos lo perseguía para darle incluso aquellos mendrugos que no le había hurtado, todo ello en nombre de la “Dama Pobreza”, su esposa espiritual.

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Ahora sí, queridos amigos: ¿cuántos de ustedes hubieran tomado la línea de acción de Fernando, en circunstancias análogas?  ¿Exagero acaso, al decir que es un gran ser humano?  Y no cuento muchas otras anécdotas porque no quiero que este texto se alargue demasiado, pero les aseguro que las guardo en faldriquera, para el momento oportuno.

Fernando pudo haber sido un presidente de la república de magnitud cimera.  Pero  claro, al percibir su carisma y magnetismo natural, le cayeron encima todas las gárgolas, arpías, murciélagos, dragones de Komodo, monstruos de Gila y demonios de Tasmania que consituían sus rivales políticos.  Lo crucificaron, lo humillaron, lo vapulearon inmisericordemente.  Tipejillos que no le llegan en nobleza e hidalguía a los tobillos.  Fernando es a buen seguro el mejor ministro de vivienda que ha tenido Costa Rica. Hay naciones tan estúpidas que no saben ni siquiera cuándo se están haciendo daño a sí mismas con sus venganzas y emboscadas políticas.   Bueno, por tontos nos lo perdimos.  Por tontos nos privamos de un funcionario ejemplar y de un hombre de gran calado humano.  Por tontos dejamos pasar a nuestro lado a la magnanimidad y la nobleza, y no fuimos capaces de reconocerla.  Fernando es una persona feliz y serena.  Los que deberíamos estarnos mesándonos los cabellos por el desperdicio que cometimos somos nosotros.  Afortunadamente, somos tan idiotas que ni siquiera nos da la cabeza para cuantificar la magnitud del error cometido.  La idiotez es su propia anestesia: el idiota no sabe de lo que se pierde: esa la única de sus ventajas.

Durante muchos años estuve tratando de publicar esta semblanza en La Nación, pero por razones que no me interesa desentrañar siempre me prohibieron hacerlo.  Es parte del perfil censor, reprobador e insufriblemente arrogante que este medio ha adquirido en años recientes.  Ha de estar en manos de geniezasos insondables, de verdaderos iluminados, para permitirse esta línea de conducta.  Fuere como fuere, ¡larga vida a Fernando, el amigo, el aliado de los menesterosos, el educador, el hombre solidario, valiente, comprometido con el bienestar y la seguridad de los ciudadanos más desposeídos de nuestro país!  ¡Tu amistad es uno de los grandes títulos de gloria de mi vida!

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