Jacques Sagot, Revista Visión CR.
“Pese a lo que el artista afirma, él no se somete nunca al mundo. Antes bien, somete el mundo a su voluntad, a esas cosas que él crea para substituir la realidad. Su voluntad de transformar es inseparable de su naturaleza de artista” -nos dice André Malraux en Les voix du silence–.
Convengo. Para el artista el mundo nunca es suficiente. Por eso hay que poblarlo de objetos nuevos, “amueblarlo” de manera más profusa, crear realidades inéditas. Una insatisfacción esencial con lo que es. El sentimiento de incompletud del mundo. Su necesidad de compleción. El miedo al vacío. Hay que llenar la realidad, y si ya está llena, crear nuevos espacios. Colmarlo todo de sí mismo. El “sí mismo” proyectado en ese objeto concreto y externo que llamamos “obra de arte”.
Bonita o fea: cualquier cosa será preferible a la nada. El artista trabaja para lo que ciertos filósofos llaman “la habencia”. Para que “haya” cosas. Ensancha constantemente el horizonte del ser. Enriquece la realidad. No crea ex-nihilo: es un demiurgo. Su procedimiento consiste en la constante transformación, en el “reacomodo” de elementos preexistentes. El “tema con variaciones” es mucho más que una forma musical: es un paradigma. La historia del arte no es sino la crónica de mil variantes sobre los mismos temas básicos: amor, vida, muerte, Dios, tiempo, miedo, magia, odio, venganza, sacrificio, luz, tinieblas. Entre la pintura rupestre y Las meninas existe una diferencia de grado, mas no de esencia.
La incompletud, la imperfección de ciertos grandes autores forma parte de la fascinación que ejercen sobre el lector, oyente o espectador. Y ello porque generan tensión, son incómodos, despiertan en nosotros la desesperada necesidad de “completarlos”, de aportar ese suplemento de perfección que la vida o las limitaciones de su genio no les permitió alcanzar. Estos maestros son como el mundo mismo: perfectibles. Hay en su obra algo malogrado, no completamente acabado, fragmentario, truncado, a veces apenas abocetado. Es parte de su encanto. Mallarmé y su irrealizable quimera poética del libro absoluto; Schumann fracturado, inacabado, donde la inspiración –siempre sublime– parece a veces no encontrar las soluciones formales óptimas; Hölderlin todo vislumbres, alucinaciones, fragmentario, más “potencia” que “acto” (Aristóteles); Poe y su producción desigual: apenas una veintena (sobre casi setenta cuentos) pueden ser considerados obras maestras, quizás doce poemas realmente prodigiosos entre mera tentativa poética; Yolanda Oreamuno y sus novelas y escritos extraviados: la evidencia del genio por todos lados, pero la tragedia – delicia de la incompletud.
En todos ellos se ve encapsulada la naturaleza misma de la realidad. Sentimos que debemos hacer las veces de socorristas o, por lo menos, de muy buenos abogados. El ars consumptor vive así la ilusión de jugar un rol más activo en la producción y consagración de la belleza. Otro tanto experimenta el creador ante el mundo: por eso sustituye, recombina, transforma las cosas. La perfección (Da Vinci, Shakespeare, Bach) solo puede ser adorada: no nos necesita. Por el contrario, Liszt, Berlioz, Chaikovski (por lo menos en sus obras menos logradas) se “dejan” ayudar. La Sinfonía Inconclusa, de Schubert, ha sido “concluida” por no menos de tres compositores, con retazos del ballet Rosamunda y otros bocetos orquestales: ¡como ponerle brazos a la Venus de Milo! Pero el gesto no podría ser más humano.
Porque el mundo es imperfecto, hay arte. De otra manera el ser humano no hubiera jamás producido una molécula de belleza. No hay necesidad de sustituir algo que ya es perfecto. Moriríamos de aburrimiento. La sustitución de la que habla Malraux también atañe a la naturaleza humana: la higiene física y espiritual, las grandes metas morales que nos fijamos, la “escultura” de los cuerpos, la “dandificación” del artista (Poe, Byron, Baudelaire, Wilde, Proust, Valle-Inclán), “le souci de soi” (Foucault): todo ello obedece a idéntico principio. Aun cuando se retrata a sí mismo como un monstruo (Las cuatro estaciones, de Arcimboldo), el ser humano intenta trascender su fealdad.
Creándose a sí mismo, el artista crea al mundo. Lo convierte en sustancia estética. El arte no “refleja” una realidad histórica (estoy harto de oír ese lugar común): la crea. Precede a la ideología, a la filosofía, al espisteme (Foucault) de cualquier período dado. La superestructura es aquí anterior a la estructura (Marx). El genio es únicamente producto de sí mismo, una causa sui. El artista es siempre inexplicable. Un milagro, un monstruo, si así prefieren verlo, pero en todo caso una fatalidad. Dionisio: destruyendo para crear.
Así pues, el artista experimenta el mundo como imperfección. Tal cual dice Malraux, su relación con él es, por decir lo menos, pugnaz. Que no nos engañen sus ocasionales raptos de panteísmo, y aún menos su esporádico culto a la naturaleza: si alguna vez la ha amado es cuando la ha llenado de sí mismo, de contenidos humanos: naturaleza – prosopopeya, naturaleza – metagoge, naturaleza – personificación. En el fondo, es el hombre enamorado de sí mismo: buena cosa. No le basta con descubrirse narcisísticamente en el mundo: tiene que humanizarlo íntegra, absolutamente. Encontrarse a sí mismo en todo. Lo que no es espejo no existe. Si por algo va a ser recordado nuestro podrido siglo XX es, precisamente, por haber invertido el proceso: pasar de la humanización de la cosa, a la cosificación de lo humano.
El mundo debe ser “mejorado”, y en eso consiste precisamente la gestión artística. El David de Miguel Ángel representa algo que no existe en la vida real: no es un hombre: es un pro-hombre. Una perfección para la cual no hay modelo posible. En un mundo imperfecto el artista sueña la perfección, y la materializa. No habiendo nunca tenido la vivencia, la experiencia empírica de lo perfecto, ¿de dónde viene su nostalgia, su necesidad, su intuición de ello? ¿Quién puede aspirar a algo que jamás ha conocido? ¿A través de la reminiscencia socrática? Ese es su gran secreto. Por eso se trasciende a sí mismo, a su época, a su mundo. La belleza que crea es universal y trans-histórica.
La sed de lo bello no es una construcción cultural: es un elemento estructural, antropológico, del ser humano. La pintura rupestre no fue únicamente creada con propósitos mágicos y funcionales (atraer a los animales por ella representados): aun cuando la estética no existía todavía como categoría filosófica, es obvio que ya estaba presente como preocupación. Sus figuras fueron creadas con esmero, con destreza, con admirable sentido de la estilización. Su belleza no ha periclitado en lo absoluto. Le habla al hombre contemporáneo con una empatía que se deseara una buena parte de la pintura abstracta de hoy en día –sea esto dicho con toda la admiración que siento por ella–. Y no dejemos de observar que, con toda probabilidad, esa pintura fue creada por mujeres (los hombres andaban dando tumbos, tratando de cazar mamuts, tigres dientes de sable y descomunales osos cuya grasa y pieles permitirán vencer a los inclementes inviernos).
El homo faber y el homo aestheticus nacen al mismo tiempo. Su “hacer” es ya, desde el principio, un “crear”. En el corazón mismo de la funcionalidad fermenta ya la estética: el ritmo en los ritos de apareamiento, el atavío en los ritos guerreros, el canto en los ritos religiosos, la danza en los ritos agrícolas.
Los cánones de la belleza podrán cambiar, pero no así la noción de que hay algo bello y algo feo. Esa capacidad de discernimiento forma parte de la definición misma del ser humano. El hombre ha invertido por lo menos tanto tiempo tratando de determinar qué es lo bello y qué lo feo como definiendo qué es lo bueno y qué lo malo. De hecho, los ha identificado en dos binomios: la belleza – bondad, la fealdad – maldad. La identidad platónica entre justicia, belleza y virtud representa la más clásica manifestación de esta intuición básica.
El artista trabaja para lo que Platón llamaba “el principio de plenitud”: el Ser será más rico, más pletórico, más fascinante, cuanto más lo poblemos de realidades nuevas. Enriquecer el universo: tal es el sueño y la misión del artista. Lo hará utilizando el material existente, y proponiendo de él configuraciones inéditas. Los artistas son diosecillos enfermos y frágiles, que le cantan a la luna, que aspiran a la plenitud, que crean para llenar el universo de nuevas provincias, que llenan su entorno de belleza, y odian la Nada, esa aterradora dimensión que Baudelaire calificaba de “vasta y negra”. El horror vacui es uno de los principales móviles del artista. De nuevo: es preciso que siempre haya cosas nuevas, es preciso trabajar para la “habencia”.
Malraux está en lo cierto: el artista somete al mundo a sus propias estructuras en lugar de dejarse aplastar por las que él le impone: no otra cosa es la civilización, no otra cosa es la cultura, no otra cosa es la belleza. Completar el mundo, sí, ese que Dios dejó apenas abocetado, y llenarlo de poesía y hermosura.