Mi retrato “de Dorian Gray”

Mi retrato “de Dorian Gray”

Jacques Sagot, Revista Visión CR.

 Trepidatorio fue el terremoto psíquico que en mí produjo la lectura de la novela El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, y la película que vi poco después: el film de Albert Lewin (1945) protagonizado por un casi femenino Dorian Gray (Hurd Hatfield) y el cínico, perverso, sedosamente malévolo Sir Henry Wotton (George Sanders, actor ideal para encarnar este tipo de villanos).  Ya la lectura de la novela me había galvanizado.  Tenía yo a la sazón ocho años de edad.  Aún conservo el libro –una edición modesta pero bonita– que no he vuelto a leer desde entonces.

Beautifully chilling – “The Picture of Dorian Gray” – Warner Archive Collection

Por cierto –¡ah, cosas de la vida!–me sucedió toparme de narices a Hurd Hatfield en el ascensor de un edificio de Nueva York, poco antes de su muerte.  Yo mismo tomé la iniciativa de llamar a Canal 6, hablar con el programador, y pedirle que pasara el film.  El hombre (muchas veces habría de importunarlo con este tipo de peticiones) me trató amablemente y me dijo que programaría la película para tanda de 9 pm el viernes siguiente.  Eso sí, me advirtió que no era un film para niños, y que mejor consultara con mis padres si era conveniente que la viese.  Estamos hablando del año 1970, queridos amigos.  Yo estaba apenas en segundo grado de la escuela primaria.  Era un niño muy impresionable, dotado de una sensibilidad peligrosamente aguda, y muy afecto a leer cosas que no se suponía fuesen parte de la “dieta” literaria de un rapaz de mi edad.  Mis padres me dieron permiso para ver la película: aún más: trasladaron el pequeño televisor en blanco y negro para que pudiese verlo en mi cuarto, desde mi cama (con seguridad convalecía de alguna lesión).

Con inmensa emoción, y ocultando bajo las cobijas la cabeza cada vez que la cámara enfocaba el cuadro maldito, devoré deslumbrado la película.  El uso del blanco y negro, su gótica atmósfera, y su clima de horror y perversidad me sacudieron hasta el epicentro del alma.  Recuerdo incluso la música, aun cuando nunca más volví a ver el film.  Era la quintaesencia del llamado “gótico victoriano”.  Como lo son las novelas La vuelta detuerca de Henry James, Dr Jekyll y Mr Hyde de Robert Louis Stevenson, El sabueso de los Baskerville de Arthur Conan Doyle, La isla del doctor Moreau de Wells, y Drácula de Bram Stoker (si nos vamos para atrás tendríamos por supuesto que incluir también Frankenstein, Jane Eyre, Wuthering Heights, El castillo de Otranto, y otras bellas narrativas de este jaez, pero esas, siendo también “góticas”, pertenecen a otra época).

Resumen Largo "El Retrato de Dorian Gray" de Oscar Wilde

En todo caso, cuando la película terminó, quedé en estado de shock.  Por una vez, el film había superado las visiones que yo concebí durante la lectura.  Sufrí un ataque de pánico nocturno.  Lloré.  Llamé a mi mamá.  Ella se sentó a mi lado y me acarició la cabeza hasta que me venció el sueño.  A la mañana siguiente, la impresión se había disipado.  No he querido ver la película desde entonces.  No esa versión, por lo menos.  He visto otras que me han parecido inconvincentes, incluyendo una telenovela mexicana con Enrique Álvarez (otra belleza masculina casi andrógina), hijo de María Félix.

Pero el impacto de Dorian Gray me llevaría mucho más lejos.  Decidí hacer un “Autorretrato de Jacques Sagot”, al cual, condiciendo con la novela de Wilde, le iría añadiendo pinceladas o pequeños retoques cada vez que cometía un acto que sabía bajuno, innoble, mezquino.  Para ello adquirí una enorme cartulina y movilicé todos los tipos de pinturas de que disponía (acuarelas, témpera, óleo, carboncillo, meros lápices de colores Farben: tenía acceso a todo aquello porque mi mamá a la sazón estaba tomando lecciones de pintura con ni más ni menos que Rafa Fernández, y yo también, junto a mi hermano, era alumno de un estudiante de Bellas Artes al que le pagaban para que se encargara de nuestra instrucción en el campo del dibujo y la pintura).  Escondí el cuadro entre una amplia funda, y lo oculté en la parte más profunda y oscura de mi clóset.  El retrato fue generando verrugas, lunares, úlceras, tumores, rojas venas en los ojos, una expresión de crueldad y de cinismo que no cesaba de aumentar.  Lo dejé calvo, el cráneo apenas cubierto por algunas hirsutas guedejas, lo senilicé, lo llené de arrugas, cambié los dientes por colmillos, hice crecer brotes de pelo en la cara, modifiqué las cejas de modo tal que realzaran la expresión de maldad, le puse orejas picudas, en el estilo de Nosferatu (Murnau, 1922).  Como ya no tenía espacio en el rostro para envilecerlo más, me concentré en su cuello y su pecho, y los llené de purulencias, de churretes que semejaban chorros de sangre: diríase que la figura estaba deliquesciendo, derritiéndose.

Dorian Gray y su viejo retrato envejecido El una vez prístino lienzo ahora refleja sus pecados

Fue un ejercicio moral muy útil: me enseñó a ser intensamente autocrítico, a leer mi alma de manera sistemática, a no ocultarme a mí mismo mis trapacerías y torvos pensamientos.  Solía trabajar en el cuadro todos los días, tarde en la noche.  Mi hermano (dos y medio años menor que yo), no sabía en qué diantres estaba enfrascado, pero miraba con recelo y temor mi aventura psíquico – moral– plástica.  Trabajé en ese retrato durante muchos meses.  Es uno de los más honestos productos artísticos que he creado.  Ocho años de edad.  Un día cualquiera mi tía abuela Carmen (“Carmita”) se asomó a mi clóset, descubrió el retrato, quedó horrorizada y se deshizo de él.  “Con razón te dan esos ataques de miedo nocturno” –razonó, incorrectamente–.  El retrato no generaba en mí pánico nocturno: el pánico nocturno era el que generaba el retrato.  Y ese pánico nocturno persiste hasta el día de hoy.  Jamás intenté reeditar la aventura.  Es el tipo de cosa que se hace una sola vez en la vida, me parece.

El experimento fue, en todo punto, salutífero para mi alma.  Los filósofos estoicos (Séneca, Epicteto y Marco Aurelio) preconizaban la necesidad de cultivar ejercicios espirituales muy específicos, con el objeto de acercarnos a la perfección moral y a un máximo de autoconocimiento.  Es una filosofía de la vida, para la vida y desde la vida.  También Baudelaire, en su poema “El examen de medianoche” nos ofrece un ejemplo de este tipo de práctica.  El autor de LesFleurs du Mal es inmisericorde consigo mismo, y hunde en su propio espíritu el escalpelo de la más severa autocrítica.  ¡Hélas: todo cuanto descubre en su ser es, en efecto, fruto del egoísmo, la vanidad, la codicia, la salacidad, la rabia, el ensañamiento contra la criatura humana!  Pese a sus raptos de devoción satánica (piénsese en su poema “Las letanías a Satán”), Baudelaire era un hombre profunda, profunda, profundísimamente cristiano, un poeta de la caritas y de la compasión.

 

Mi experimento pictórico constituía una implosión de valores éticos y estéticos idéntica a la que Wilde propone en su novela.  No siempre es fácil, para un niño de ocho años de edad, distinguir lo correcto de lo incorrecto.  Por el contrario, sabrá diferenciar naturalmente lo bonito de lo horripilante.  Wilde propone la ecuación “maldad = fealdad”.  Es una correspondencia inherentemente injusta (la belleza puede ser perversa, y la bondad horrible), pero tenía el mérito de la claridad pedagógica, y eso es harto valioso para cualquier niño.

 

¿Valdría la pena elaborar un nuevo retrato de Dorian Gray – Jacques Sagot hoy en día, cincuenta y cuatro años después del primero?  De pronto me doy cuenta de que en mi literatura como en mi música, nunca he dejado de hacerlo.  Es un proceso que solo terminará con mi muerte.

 

 

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