Jacques Sagot, pianista y escritor.
“El carácter de un niño queda marcado desde el comienzo, desde el seno materno. Antes de mi nacimiento, mi madre atravesaba una grave crisis moral, debatiéndose en la más trágica miseria. Lo único que podía comer eran ostras congeladas y champán. Cuando me preguntan cuándo comencé a bailar, siempre respondo: “en el vientre de mi madre, sin duda gracias a las ostras y el champán, el alimento de Afrodita”.
Así comienza la autobiografía Mi vida, de Isadora Duncan, (su nombre original era Dora Ángela, pero ella optó por el más bello apelativo “Isadora”, que contenía el de su madre, Dora Grey -mujer extraordinaria- y la acompasada resonancia de sus cuatro vocales). “Nací a orillas del mar, y fue siguiendo e imitando el movimiento de las olas como aprendí a bailar” -dice más adelante-. Ni las montañas, ni los ríos, ni los pájaros son profesores, y sin embargo, ¡es tanto lo que se puede aprender de ellos! Para el panteísta la naturaleza será siempre madre, nodriza y tutora. “Los movimientos de las nubes arrastradas por el viento, los árboles que se estremecen, los pájaros que vuelan, las hojas que dan vueltas en el aire”. Tal fue la verdadera academia de Isadora Duncan.
No era una bailarina: era un tsunami de cuarenta metros de alto que avanza a trescientos kilómetros por hora. Autodidacta tanto en su formación dancística como académica, creadora de la danza moderna, iconoclasta en todo cuanto hizo en su vida, su luz sigue, a noventa y siete años de su muerte, llegándonos, como el fulgor de esas estrellas que, después de millones de años de su extinción, nos envían aún su infinito, sideral resplandor.
“Seré bailarina y revolucionaria”
Tal es la respuesta que, a los cinco años de edad, le da Isadora a su madre, cuando esta le pregunta qué quería ser cuando “fuese grande”. Por problemas económicos, Isadora abandona la escuela a los diez años, sin mucho pesar, hemos de decir, pues en ella se sentía constreñida, privada de voz propia. Su padre, Joseph, estafa un banco, es puesto en prisión, y al purgar su castigo, regresa a casa, únicamente para encontrar una esposa que ya no lo quiere, y una hija que no se acuerda de él. Desintegración definitiva del núcleo familiar. La madre de Isadora se encarga de la educación de sus hijos: los clásicos griegos, y Shakespeare, Keats, Byron. El “clan Duncan” monta pequeños espectáculos para sobrevivir: Isadora baila, sus hermanos recitan versos de Teócrito, y ofrecen conferencias sobre la cultura helénica. La madre se gana la vida dando clases de piano: es la entrada de Isadora al mundo de la belleza trascendental: Schubert, Mendelssohn, Chopin, Schumann, Liszt. Los más grandes maestros de la primera generación romántica. Isadora improvisaba sus danzas alrededor del piano. La naturaleza de este repertorio es crucial para explicar el estilo “melódico”, apasionado, improvisatorio, fantasioso de sus pequeñas coreografías infantiles.
Como Atenea naciendo armada y de punta en blanco de la frente de Zeus, Isadora tiene ya su estilo, su personalidad, su sensibilidad: es virtualmente imposible enseñarle algo que no vibre al unísono con su mundo interior. La familia parte para Europa: Londres primero, París después. Va construyendo un lenguaje dancístico a partir de los vasos griegos y las urnas etruscas que encuentra en el Brittish Museum y en el Louvre. Una pintura parece convertirse en el summun de todo lo que ella postula estéticamente: el nacimiento de Afrodita, de Botticelli, con la exquisita levedad de su trazo, la expresión de pudor, los largos cabellos rubios: la mujer que vino del mar, con esa expresión de profunda inocencia, a hacerle a los hombre el divino regalo de su belleza y de la embriaguez erótica. Isadora hace pequeños croquis de las figuras representadas en las urnas griegas. Ellas también fueron sus profesoras de danza.
“Conviértete en lo que eres” (Pascal)
Isadora comienza a presentarse en los más prestigiosos teatros de Europa, en Estados Unidos, y dos veces en Argentina, donde, ante la frialdad de los aplausos, les dice los abonados del Teatro Colón: “Ustedes son un montón de burgueses panzudos y adormilados: no volveré a bailar en este país”. Dicho y hecho.
Aborda la maternidad como madre soltera: su hija Deirdre, fruto de su relación con el potentado Edward Gordon Craig; su hijo Patrick, cuyo padre fue el exitoso industrial Paris Singer, famoso por la creación de las máquinas de coser que llevan su nombre. Ambos magnates, después de nacidos sus hijos, abandonaron la misión parental. Siguiendo el ejemplo de su propia madre, Isadora adopta la opción de la educación monoparental.
Y ahora sí: he aquí a nuestra bailarina a la edad de treinta y ocho años: madre soltera, bisexual, conspicua por sus romances con diversas poetas y artistas, feminista, atea militante, resucitadora de los mitos y cultos paganos, revolucionaria anti-burguesa, enemiga acérrima del ballet, admiradora de Marx y Lenin… demasiado para no suscitar el anatema de la burguesía occidental.
El incomparable lenguaje del cuerpo
Bailaba únicamente la música de los grandes maestros. Vestía largas túnicas vaporosas, translúcidas, que exhibían la belleza de su cuerpo. Echaba la cabeza hacia atrás, a la manera de las Bacantes. Nada de fouetté, piruouette, pas de chat, frappé, emboîté: el pelo largo, libre, no tenso, engominado hacia atrás al punto de producir el dolor de cabeza de la artista. Cuando bailaba en un país comunista, cambiaba su túnica blanca por un chal y una bufanda rojos. Siempre descalza, considerando que el movimiento de los músculos de los pies formaba parte también del lenguaje de su cuerpo. Atrás quedaron las puntas rosadas, los tutús, y en lugar de suntuosos decorados escénicos, utilizaba tan solo unos cortinajes azules oscuros.
Fue la primera bailarina que osó utilizar música no compuesta para la danza: sinfonías de Beethoven, Schubert y Schumann, acompañada siempre por un magnífico pianista y amigo íntimo: Hener Skene, quien era capaz de descifrar a primera vista El anillo de los Nibelungos de Wagner, entre otras obras de proporciones titánicas. Apodada “la ninfa”, a veces también “Terpsícore” (la musa de la danza), se adornaba con flores en el pelo, o con una guirnalda multicolor alrededor de la cintura.
Fue silbada y abucheada muchas veces, sí, ese “¡Buuu!” que hiela la sangre de cualquier artista. Pero ella era indomable. Compró una colina en Atenas para formar en ella una especie de nueva Acrópolis, un templo de la danza del que ella sería la sacerdotisa, pero la empresa resultó ser demasiado onerosa. Como ya lo señalé, no bailaba la música canónica del ballet clásico: danzaba con la Obertura Egmont de Beethoven (pieza épica si jamás la hubo), la Sinfonía Patética de Chaicóvski (ápex de la tragedia) y el poema sinfónico Los Preludios de Liszt (obra de contenido hondamente filosófico), junto a obras selectas de su amado Schubert. Bailar al son de estas obras fue considerado sacrilegio en su tiempo.
Todo el dolor del mundo
La tragedia vino a tocar a su puerta bajo varias formas, pero nunca como cuando sus dos hijos y la nodriza caen en el Sena por desperfectos mecánicos del carro que los conducía, y mueren ahogados. “Cuando me despedí de Deirdre, ella pegó su boquita a la ventana posterior del carro. Yo la besé a través del cristal, y me sobrecogí ante la sensación de frialdad”. Ocho meses después tiene un bebé, pero la criaturita muere en sus brazos a los veinte minutos de nacida. Es una mujer rota para siempre. El tipo de heridas que el tiempo no solo no cura, sino que parece ahondar cada vez más en nuestras almas. La cicatriz se convierte en un tremendo surco, lo que pierde en dolor paroxístico lo gana en sufrimiento subterráneo, sordo, silente. Luego, el alcohol, la droga, la débauche… Varias veces intentó quitarse la vida.
El 14 de setiembre de 1827, en Niza, Isadora iba en un Bugatti manejado por un apuesto piloto italiano, remontando el llamado Paseo de los Ingleses. El chal de seda al viento se enredó en los radios de la rueda trasera. Murió estrangulada instantáneamente, la cabeza echada hacia atrás, como las bacantes que tanto había admirado en los vasos griegos, y que había incorporado a su danza. Ahí quedó, inmovilizada en la posición en que la muerte la había sorprendido, la progenitora dancística de Martha Graham, la creadora de la danza moderna, la más voluntariosa y apasionada artista de su época. Tal es la aterradora imagen final de la película biográfica Isadora (Karel Reisz, 1968). Nos embarga la impresión de que la vida quedó suspensa, congelada para siempre en una postrera convulsión. El cuello de cisne de Vanessa Redgrave (quien encarnó a la bailarina) parece infinito, longilíneo, un eterno itinerario hacia la muerte. Isadora falleció como ciudadana soviética, nacionalidad que había adquirido durante una de sus muchas giras a la madre Rusia. La autobiografía de Isadora -espléndida prosa, al nivel de las memorias de Chateaubriand y las de Berlioz- fue publicada póstumamente en 1928.
Toda la llamada “danza moderna” procede de Isadora Duncan, e incluso el codificado lenguaje del ballet clásico se enriqueció con su revolución dancística. Merce Cunningham, José Limón, Pina Bausch, Alvin Ailey, Paul Taylor, Jerome Robbins son progenie de Isadora. En particular ese formidable híbrido neo-expresionista que es el Tanztheater (Danza – Teatro) de Pina Bausch es sufragáneo directo de la genial coreógrafa. Fue una transgresora, una innovadora y una provocadora en casi todos los ámbitos de la existencia, ¡pero lo fue egregia, excelsamente!
Hay vidas tan intensas, que pareciesen consumirse en una sola, deslumbradora llamarada, tal la explosión de una super nova. No se apagan: irradian, proyectan, se ofrecen eucarísticamente al mundo… que suele reconocerlas demasiado tarde.