Noche de epifanía

Noche de epifanía

Jacques Sagot, Revista Visión CR. 

Cuando los inspectores lograron por fin forzar las puertas del laboratorio subterráneo del Profesor Praetorius, la visión que ante ellos se reveló los llenó de terror sagrado.  En el centro de un cerrado jardín en torno al cual mil volutas de vapor configuraban una atmósfera peculiarmente densa, se erguía un árbol de recio y proliferante ramaje.

Suspendidos de él los perplejos intrusos advirtieron no menos de una docena de enormes capullos, especies de nidos de oropéndolas antediluvianas.  Dentro de cada una de estas translúcidas burbujas yacía acurrucada, y con los ojos apenas entreabiertos, una mujer desnuda.  Todas eran bellas, frutales criaturas, estremecidas dentro de sus tibias crisálidas.  Las elásticas membranas comenzaban ya a ceder al despuntar en su seno la vida.

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“¡Por las heridas de Cristo, Profesor!  ¿Qué significa todo esto?” –preguntaron los inspectores, maravillados al tiempo que sobrecogidos por tan insólita quimera–.

“Crear a la mujer más bien que poseerla: he ahí lo que siempre soñé, he ahí la plenitud misma del erotismo –respondió el Profesor–.  “La creación es siempre un acto de amor: el acto de amor supremo.  El gozo erótico del demiurgo representa la más pura forma del éxtasis que a un hombre le es dado vivir.  No le hago el amor a mis mujeres: las engendro, las cultivo, las hago florecer, las irrigo y cuido con devoción de jardinero que pastorea día con día sus plantas.  También Dios ha de gozar al tornear a sus mujeres con sus recias, amorosas manos.  Y su gozo, como todo lo suyo, ha de ser infinito.  Dios es un ser inconmensurablemente erótico: he ahí lo que concluyo”.

 “¡Pero Profesor, las Brigadas de Choque del Feminismo Resentido, Bilioso y Paranoide (BCFRBP) lo van a desollar vivo!” –adujo uno de los inspectores–.

 “¡Y la comunidad científica levantará un simún de críticas por las implicaciones bioéticas de su experimento!” –señaló otro–.

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“¡Y la Iglesia Católica lo lapidará por arrogarse el divino derecho de crear vida, a la manera del doctor Frankenstein!” –terció el último visitante–.

A lo cual el Profesor Praetorius se limitó a responder, sereno y nimbado por la diáfana luz de su genio: “Déjenlos ladrar: mi aventura es de naturaleza poética, mágica, onírica, erótica, y estética.  Ellos no saben nada de nada sobre nada de nada”.

A pesar de las gravísimas implicaciones científicas, éticas y teológicas del experimento del Profesor Praetorius, ninguno de los testigos reveló nunca lo que había visto.  La belleza suprema duele en el fondo del alma, y además suele sumir a los hombres en el silencio.

 

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