Pensar la muerte: un deber insoslayable

Pensar la muerte: un deber insoslayable

Jacques Sagot, pianista y escritor.

El momento y el lugar para pensar en la muerte serán siempre ahora y aquí.  En el instante mismo en que escribo.  No mañana.  No apostemos al después.  He intentado en vano pensar en la muerte desde la enfermedad.  Cuando se está seriamente enfermo la única preocupación posible es asegurar la próxima bocanada de aire.

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Tampoco le recomendaría a un soldado en medio de su trinchera leer a Séneca.  Bajo el fragor de las bombas cualquier cosa que no fuese saltar de uno a otro hueco sería locura.  A ese enfermo, a ese soldado se les ha hecho tarde para pensar en la muerte.  Tal vez tengan otra oportunidad, tal vez no.  No basta con decir que pensar y sufrir son vivencias diferentes.  En el caso que aquí considero no hay espacio para ambas: la disyuntiva es absoluta.

¿Pero si no es en la enfermedad, cuándo es que debemos pensar en la muerte?  Cuando reímos, cuando comemos, cuando hacemos el amor, cuando oímos a Bach, cuando vamos al mar, cuando Brasil gana la copa mundial de fútbol, cuando vemos la salida como la puesta del sol, cuando dormimos.  ¿Tanatofilia, necrofilia, morbosidad, pesimismo?  Nada de eso.  Compromiso con lo esencial humano, “el modo de la autenticidad” (Heidegger), gesto de dignidad suprema, deber existencial e intelectual, ejercicio de la responsabilidad, esfuerzo de lucidez si alguna vez lo hubo (lucidez no significa encontrar, sino buscar) y finalmente, estoicismo en el linaje de Séneca, Epicteto, Marco Aurelio y, sobre todo, Montaigne.  La asunción incondicional de mi “ser-para-la-muerte”.

La conciencia de la muerte es una prerrogativa humana.  Si nosotros no la ejercemos, pues entonces tendrán que hacerlo los babuinos de Borneo o alguna amebita por ahí que esté dispuesta a evolucionar y asumir nuestro papel con un poco más de dignidad que nosotros.  La vida autoconsciente viene adornada con dos terribles dijes: la libertad y la certeza de la muerte.  Si no elaboramos espiritualmente la segunda tendremos que abdicar a la primera.

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Michel de Montaigne.

A todo esto, conviene recordar una cosa: pensar en la muerte no es una forma de inocularnos sicológicamente contra ella.  No es que a punta de pensarla vamos a perderle el miedo.  Podría ser que incluso se exacerbe, no lo sé.  El pensamiento no es un anestésico.  Con frecuencia cometemos el error de creer que si le tenemos miedo a algo durante mucho tiempo este miedo terminará por evaporarse.  Pues no es así.  No se piensa en la muerte para dejar de tenerle miedo (cosa poco probable) ni para arrancarle su secreto (lo cual no lograremos, y además: ¿tiene alguno, la Parca?)

“Filosofar no es otra cosa que aprender a morir” –es el título, tomado de Séneca, que Montaigne da a uno de sus ensayos–.  El más severo estoicismo, sí.  El más responsable también, el más eficaz existencialmente.  Yo diría, incluso, el más pragmático.  Sigo citando a Montaigne: “El fin de nuestra carrera es la muerte: es el punto final de nuestros afanes: si tanto nos asusta, ¿cómo podríamos dar un paso más sin fiebre y trepidación?  El remedio de la gente vulgar es no pensar en ella.  Pero, ¿de qué brutal estupidez puede venirnos esta lamentable ceguera?  ¡Quitémosle a la muerte su extrañeza, practiquémosla, tengámosla siempre en la mente!”  Inmensas palabras, proferidas por un hombre que logró crear un vínculo por poco amistoso con la muerte, a punta de disciplina y lucidez.  La palabra clave de su reflexión es “practiquémosla”.  Sí, practicar la muerte, como se practica el piano o la escritura: el trabajo de toda una vida.  En cuanto a “la brutal estupidez y la lamentable ceguera” del vulgo, la pregunta que se hace Montaigne es tautológica: el vulgus pecum es tal precisamente por cuanto vulgar y ciego.

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Vuelvo a nuestro filósofo: “Es incierto dónde la muerte nos espera: debemos esperarla en todas partes.  La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad.  Quien aprenda a morir, desaprenderá a servir.  La privación de la vida no es una calamidad.  El aprendizaje de la muerte nos libera de todo sojuzgamiento, de toda servidumbre, de toda limitación”.  No conozco muchos filósofos que hayan pensado la muerte con tal lucidez y sabiduría.  Sí: ni el campo de batalla ni el lecho donde agoniza el enfermo terminal son los lugares para pensar en la muerte: la propedéutica del morir debería comenzar tan pronto cobramos conciencia de nuestra finitud.  Cursos de muerte impartidos en todas las escuelas, colegios y universidades del mundo.

Después de todo, ¿hay acaso otro tema que nos ataña a tal punto, un tema al que consagremos más horas de reflexión, un tema que genere mayor discursividad, un tema que nos suma en tan profunda angustia?  ¿No debería estar toda educación, por lo tanto, orientada al morir?  ¡Atención: no preconizo una cultura de la muerte, un abandono a la tanatofilia mórbida, sino un vivir con la conciencia del “ser-para-la-muerte” (Heidegger)!  ¿Es más importante acaso el teorema de Pitágoras que la visión de la muerte que el filósofo (al contacto de la religión del antiguo Egipto) elaboró?  ¿Qué va a resultarnos de mayor utilidad en la vida?  ¿Saber que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, o incorporar su pensamiento en torno a la muerte a nuestro arsenal filosófico?  ¿Que la teoría de la metempsicosis a la cual suscribía no nos parece particularmente convincente a muchos occidentales?  No importa.  Sería a-filosófico descartarla por ello: ciertamente merece reflexión.

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“Si fuese un enemigo que pudiésemos evitar, yo aconsejaría empuñar las armas de la cobardía” –añade Montaigne–. “Las armas de la cobardía” se reducen a una, amigos.  Es siempre la misma: huir.  Entonces nos sucedería lo que al jardinero en la magistral microficción de Cocteau El gesto de la muerte, soberbia alegoría sobre la inexorabilidad de la muerte: escapando de ella no haremos otra cosa que entregarnos a sus lazos.

Hubo grandes filósofos que prefirieron no pensar en la muerte.  Sócrates, el más eminente.  Su aproximación a ella no difiere del de ciertas almas simples, cuyo razonamiento se reduce a: “¿para qué desperdiciar mi tiempo reflexionando en torno a algo que es inevitable y que, de todas formas, no voy a tener que vivir?”  En efecto, por principio, nadie “vive” su propia muerte.  Seremos el “lugar” en que acontece, pero no estaremos ya presentes cuando nos advenga.  ¿Por qué?  Porque cuando nos morimos, ya no existe el “nos”: el pronombre ha quedado completamente desustanciado.  Por definición, la muerte es un infortunio que solo les acaece a los demás (¡uf, qué alivio!)

“La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos” –observa Machado, parafraseando a Epicuro–.  Atañéndonos de manera tan íntima, no es, tal parece, cosa que debería preocuparnos.  Es el sentir de muchas gentes que conozco.  No el mío.  Debemos pensar en la muerte porque todo ser humano está llamado a hacerlo.  Somos la única criatura en el planeta dotada de tal facultad: ¿no convendría por lo tanto usarla?  Es un imperativo categórico, una ley moral en el sentido kantiano del término.  Una libertad y un privilegio que estamos obligados a honrar.  En el fondo, una cuestión de dignidad y de auto- respeto.

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