Jacques Sagot, Revista Visión CR.
¡Pobrecito Julio! Habiendo sido un hombre discreto, elusivo por naturaleza a los reflectores cenitales, sé que habría sufrido con esta reflexión. Lo que es más, probablemente estará ahora mismo escondido debajo de la cama, tapándose los oídos para que nadie se la lea. Durante años no me dejó publicarla, horrorizado ante el prospecto de mis fanfarrias verbales. Pero ya no puede impedírmelo. Así que me daré gusto. Esto no es una apología (esas dejémoselas a Platón). Es un testimonio. Decir: mi vida ha sido más bella, más plena, gracias a Julio Rodríguez.
Después de mis padres y mis hermanos, mis amigos son lo mejor que me ha dado la vida. ¿“Dado”? No estoy seguro de que esa sea la palabra justa. Uno forja a sus amigos: toda amistad es un acto de co-creación, una co-autoría, la construcción de una mitología, un código, un lenguaje comunes. Un “nosotros” a partir del “tú” y el “yo”.
Montaigne dijo, después de la muerte de La Boétie: “Nos queríamos porque él era él, y yo soy yo”. ¿Es preciso añadir nada más? Todo está formulado. Tengo muchas razones para querer a Julio Rodríguez. He aquí algunas de ellas.
Porque en “la noche oscura del alma” (San Juan de la Cruz) estuvo a mi lado. Y en mi vida, muchas y largas han sido las noches oscuras del alma. Julio, linterna en mano, siempre conmigo. Si un amigo no es presencia, no es nada.
Porque es lo que Tomás Moro hubiera llamado “un hombre para todas las estaciones”, no el espécimen camaleónico, mimético, que abunda en nuestras latitudes. Jamás lo vi mutar con los cambios climatológicos. No es psico-rigidez (conozco ese tipo de casos): es integridad. En su sentido etimológico, una persona “entera”, “de una pieza”.
Porque desdeñó la popularidad facilonga. No vino al mundo para hacerse amar universalmente, sino para decir lo que pensaba. Es el tipo de hombre que podía haber muerto apuñalado por la espalda: mi estirpe.
Porque siempre creyó en mí, y por principio, yo creo en quien cree en mí. Fue Julio quien me abrió las puertas de La Nación, hace treinta y seis años. Es una decisión por la que el pobre arrostra ahora las maldiciones de mucha gente. Pero no faltarán quienes lo aplaudan por ello. ¿Cuántos? No lo sé. A mí tampoco me interesa ser campeón mundial de popularidad. Como Antígona, vine al mundo a decir “no”, y morir. No tengo veleidades de “Rey de la Simpatía”, “Ticolindo”, o ser paseado en carroza triunfal durante el carnaval de fin de año.
Porque lo vi pedir disculpas cuando procedía hacerlo. “Perdón” es una de las más bellas palabras jamás inventadas. Junto con “gracias”, uno de esos vocablos que sostienen al mundo. Pero atención: si no pedir disculpas cuando se debe es un acto de soberbia, correr a pedirlas cuando no procede es un acto de vanidad: hacernos aplaudir por nuestra “humildad”, nuestra “caballerosidad”, en el fondo, sucumbir a la necesidad de aceptación y de halagos. Ambas actitudes son reprensibles, acaso más viscosa la segunda.
Porque es un maestro, y a los maestros se les honra. Punto.
Porque escucha devotamente los últimos Cuartetos de Beethoven. El maestro los escribió ya completamente sordo, cuando por fin oía el infinito, y no hablaba si no era con Dios. Nadie que oiga estas obras puede ser otra cosa que un gran ser humano. Es música que ennoblece, que exalta. Como hay otra que pigmeíza y envilece. Cuestión de nutrientes: el alma es en todo punto análoga al cuerpo: quien consuma bazofia generará colesterol espiritual. Avitaminosis del ser.
Porque cien veces nos reunimos a hablar en Giacomin. Amigos propietarios de esta pastelería: es la segunda mesa del fondo, adosada a la pared, para que pongan una plaquita: “aquí se sentaba Julio Rodríguez… con un señor que solía pedir tartaletas de manzana”. No hay tema que no hayamos abordado. Algunos nobilísimos. Otros, pues qué decir… menos patricios, pero, les aseguro, igualmente fascinantes. ¡Ah, si tan solo supieran!
Porque me corrigió cuando debía hacerlo. “Yo soy su amigo, y el deber de un amigo es señalarnos cuando hemos cometido un error: eso que usted hizo, Jacques, no estuvo bien”. Rezongando, farfullando mil justificaciones, siempre terminé por recoger y digerir la verdad de sus palabras.
Julio fue víctima de injurias, insultos de la peor estofa, comadreos… ustedes saben: la envidia y sus damas de compañía: doña Intriga y doña Maledicencia. ¡Buena cosa! Es lo propio de todo guerrero de la palabra, de cualquier ser humano que haya dicho: “esto es lo que pienso”. Recuerden: la envidia, la mala voluntad, las embestidas ad hominem son la manera que los mediocres tienen de admirar. Lo crean o no, hasta esa es una forma de la admiración. Oblicua, pero admiración al fin. No conocen otra. Debemos tratar de comprenderlos.
¿Estar “de acuerdo” o “en desacuerdo” con él? ¡Eso no importa! “Estar de acuerdo” es una noción sobrevalorada hoy en día. El disenso es tan saludable como el consenso. En el primer caso, la disonancia nos llevará a revisar nuestra posición, en el segundo, la fortalecerá. Antes de correr a dictaminar, “concuerdo”, o “discrepo”, mucha gente haría bien en verificar si entendió siquiera lo que el escritor quiso decir. Es más importante comprender que pronunciarse.
Y ahora… diez años sin Julio. La ruptura de un aneurisma cerebral se lo llevó en cuestión de minutos el día domingo 20 de julio de 2014. Estaba en su casa, en su amada Heredia. La noticia, torva, estremecedora, funérea, me alcanzó en París. Amigos, amigas: este tipo de pérdidas muerden y arrancan carne mucha más ferozmente cuando uno está solo, y tal era mi caso. Había hablado con él durante sus últimos días: su voz era delgadita, distante, trémula, pero su intelecto conservaba toda su coherencia.
Julio fue siempre un buscador de Dios, y quizás quepa decir de él lo que Pascal decía de Dios: “Puesto que me buscas, es que ya me has encontrado”. Fue justamente lo que le aconsejé la última ve que hablamos: “Amigo querido, aproveche esta coyuntura de silencio, introspección y meditación, para estrechar su vínculo con Dios, que se torne en una relación íntima: permita que Él lo habite como el vino a la urna dorada”. Era una recomendación innecesaria: Julio tenía fe para regalar a todos los que carecen de ella. Un océano de fe: eso era mi amigo. Alguna vez le dije algo tan íntimo, que quizás peco de infidencia al referirlo: “Julio, cuando yo esté atravesando el tránsito de fuego hacia la muerte, la persona que querría tener a mi lado, la que sostendría mi mano, la que me cerraría los párpados, la que, a la manera de un baquiano hacia la Luz, me guiaría a dar el paso supremo, sería usted”. Bueno, esto no pudo ser, para mi infortunio.
Julio era, en el más cabal sentido de la palabra, un hombre culto. Leía a los clásicos en latín y griego, se sabía de memoria las Odas de Horacio, amaba la Missa Solemnis de Beethoven y los réquiems de Mozart y Verdi, y conocía al dedillo la obra pianística de Grieg. Era un sagaz abogado, un teólogo erudito y una pluma certera y filosa. En cierto modo, Julio operó como un cedazo, un dique de contención contra el tsunami de basura, frivolidad, chismorreo, farándula y pachuquería que siempre amenazó a La Nación y que hoy en día la ha completamente enfeudado. Con la salida de Julio y de Santiago Manzanal la sección editorial se desplomó, y tanto Viva como la Revista Dominical se convirtieron en bastiones del más chusco e innoble charralerismo. Con la muerte de Julio el periódico entró en barrena: sus contenidos están en manos de periodistas incultos e ignorantes. Conocen su oficio, su métier, la logística del periódico, tienen el savoir faire, pero nada, absolutamente nada puede redimir a un periodista de la incultura básica, de la plebeyez del alma y del intelecto, de lo que Ortega y Gasset llamaba “falta de altura cordial”: es algo que queda expuesto en cada una de sus publicaciones. Trágico, profundamente trágico.
Gracias, Julio. ¿Por qué? Pues por ser Julio. El incómodo, el urticante, el pontificio, el contumaz, el insobornable, el impertinente, el viejo necio que soliviantó y al mismo tiempo sostuvo a su país durante décadas. Si hubiera un “Real Madrid” de la amistad vos serías, sin duda alguna, titular. Miembro de mi guardia republicana. Residente de la región más honda de mi alma, ahí donde solo entran personas de bien. Un hombre que vive sin amigos es un hombre que muere sin testigos. Julio: yo soy tu amigo.
¡Don Julio! Yo también le debo montones… VV
Un hermoso escrito,como todo lo que sale de un alma,un alma grane.Un homenaje a un amigo,a un AMIGO,palabra que siempre debería eacribirse en Mayúsculas. Gracias AMIGO
Tener un amigo así es una fortuna, gue este a tu lado siempre en los mejores, en los peores, en tu vida gue sea leal, y por lo gue leí siempre será su recuerdo indeleble