Schubert sueña su vida

Schubert sueña su vida

Jacques Sagot, Revista Visión VCR.

Apenas un parpadeo

Schubert distaba mucho de ser un brillante pianista de carrera fulgurante y cosmopolita.  Nació en los alrededores de Viena y ahí permaneció toda su vida, con la excepción de un corto período en Hungría, donde fue contratado como institutor de piano de una joven condesita… de la cual se enamoró… la cual no reciprocó su casta pasión… la cual le significó prácticamente el único sismo sentimental que en su por demás serena vida habría de padecer.  Schubert, ¿vivió su vida o más bien la soñó?  ¡Todo transcurrió tan rápido, todo fue tan tempestuoso y furtivo!  ¡Treinta y un años de magia, dolor, poesía, bohemia, ternuras inéditas apenas susurradas, que bajaron con él al Gran Silencio!

Schubert at Piano , Pic.Postcard - Artist Artist

Uno de sus más célebres lieder, Der Musensohn (“El hijo de las musas”), sobre texto de Goethe (viejo pedante que nunca apreció su música, y le mandó a decir: “¡Prohibido depositar música a los pies de mis versos!”) hace las veces de autorretrato musical: Schubert era, en efecto, un hijo de las musas.

Como Mozart, tenía el don natural para la melodía: brotaban de su alma enamorada cual el lirio de los valles al beso de la primavera.  Todo en él era espontáneo, surgía de premier jet: era un surtidor inextinguible de melodías.  Es, junto a Mozart, Bellini, Chopin, Chaicóvski, Rajmáninov, Puccini, Gerswhin y Poulenc, uno de los más más exuberantes, irreprimibles melodistas de la historia de la música.

Lo esencial es invisible para los ojos

Si nos hubiera sido dado el privilegio de cruzárnosle en medio de una fiesta de palacio o de una velada musical en su casa, seguramente nos hubiese pasado inadvertido.  Le decían cariñosamente “honguito”, pues según parece tenía una cabeza demasiado grande para su cuerpo.  Era rechoncho, pelo ensortijado, con dos espesos cristales a guisa de anteojos.  Su belleza humana le había atraído a amigos entrañables, músicos, cantantes amateurs o profesionales: von Spawn, Vogl, von Schwindern por citar tan solo a algunos de ellos.

Había en él algo deliciosamente naïf, una sencillez, una espontaneidad, una falta de pose, que lo mantuvo siempre a distancia  de las prima donnas.  Se ganaba la vida -continuando así el ejemplo de su padre- dando clases de música en la misma escuela en que se había graduado.

Estudio para Una noche en casa del Barón von Spaun: Schubert al piano entre sus amigos, incluyendo al barítono operístico Johann Vogl (1768-1840)

Su técnica pianística era limitada: jamás fue capaz de ejecutar las más difíciles de sus sonatas, y su excelsa Fantasía del Caminante.  Tampoco era director de orquesta, y la vasta mayoría de su obra fue estrenada y reconocida después de su muerte.  Dirigía coros, y acompañaba a los cantantes que con verdadera devoción interpretaban sus lieder.

Las “schubertiadas”

Fue en honor a él que sus muchos amigos y colegas organizaron estos bohemios cónclaves.  Se llevaba vino y champán, se cantaba, se estrenaban obras, se intercambiaban opiniones… siempre en torno a Schubert.  Nunca degeneraron en la vulgaridad.  Eran, por encima de todo, un ritual en el que se celebraba la música.

Aun hoy en día se ha conservado la tradición -aun en el contexto de la tiesura académica- de celebrar schubertiadas, donde se oye primordialmente la música del maestro vienés.  Mucho de lo que Schubert tocaba eran meras improvisaciones.  Los alardes técnicos era cosa de menor importancia en las schubertiadas.  No pocos de los participantes de estos deliciosos convivios era artistas amateurs.  No eran entornos aristocráticos, aunque no faltaron los nobles que asistieron a ellos.  La atmósfera de las schubertiadas era en buena medida doméstica y profundamente intimista.  Pero se bebía, se reía, se cortejaba y se hacía música a cantaradas…  ¿quién no daría años de su vida por haber sido invitado a una de estas lúdicas veladas?

Schubert y las Schubertiadas. - Maldito Piano
Las “schubertiadas”.

En alas de la canción

En el transcurso de la vida-sueño de Schubert, más de seiscientos lieder (término alemán para designar canción) fueron impresos, y son muchos los que sin duda se perdieron.  De vez en cuando algún viejo librero desempolva alguna canción de Schubert que pasa inmediatamente a ser archivada y catalogada.  El caótico opus de Schubert no cesa de ampliarse con estos periódicos descubrimientos.  El trabajo de pesquisa se hace más difícil si consideramos la mala costumbre que tenía de regalar a amigos sus canciones.  Una vez escritas las abandonaba a su póstumo destino.  Tampoco era particularmente discriminante en el tipo de autor que elegía, al lado de textos de Goethe, encontramos versos de amigos o de autores completamente oscuros.  No era, como Schumann -su hijo espiritual- un selectivo y refinado intelectual: musicalizaba poesía bastante menos que egregia.

Una canción (un Lied)  es, en esencia, un texto poético al que se le adapta música.  Obra de arte sincrética, por lo tanto.  Urge, como podrán ustedes suponer, que el autor sea un maestro de la melodía… y como ya lo señalé, Schubert lo era.  El equivalente francés del Lied alemán es la chanson.  Fauré, Debussy, Ravel y Poulenc fueron todos admiradores entusiastas de nuestro compositor.

¿Y qué hace el piano entretanto?

En el género que estamos estudiando, el piano no es un “acompañante”, es un “colaborador”, que no está ahí únicamente para realzar el poema.  Tiene su propio discurso, y se funde y complementa al canto, no lo sigue servilmente.  Por encima de todo, el piano crea la atmósfera en que el Lied va a desarrollarse.  El noventa y cinco por ciento de los lieder de Schubert comienzan con el piano solo (preludio), este emerge al primer plano durante las pausas del cantante (interludios), y cierra solo la canción (postludio).

Schubertiadas – JOSÉ MANUEL FRÍAS
Era un maestro de la melodía.

Acuérdense ustedes de que algunos lieder, en lugar del piano, convocan una orquesta: tal es el caso de Brahms, de Mahler, de Strauss.  Sea como fuere, la parte no vocal debe preparar la atmósfera sugerida por el texto poético, seguirlo en sus más sutiles inflexiones.  Para tocar lieder hay que mandar al ego a tomarse unas vacaciones.  Se trata de hacer música juntos, no de capitalizar ostentosamente la atención de los oyentes.  Muchas divas operáticas resultaron ser completamente incapaces de cantar lieder: no es un género en el que el tenor o la soprano tengan que estar pitando tutta forza y perdiendo el resuello en un agudo de tres minutos de duración… hasta morir en escena, como el infortunado Leonard Warren, en 1960.

Antecesores

 Schubert no descubrió el Lied.  Mozart tiene algunas canciones que pueden calificar por tales,  Beethoven escribió varios (en cuenta el hermoso “Adelaide”).  Pero Schubert hizo de él el eje mismo de toda su producción musical. Sus sinfonías, su música de cámara, su música religiosa…  todo en él da la impresión de grandes lieder hipertrofiados.

Schubert encuentra ya la senda del Lied desde sus primeros opus: “El Rey de los Elfos” y “Margarita en la Rueca”, escritos a los quince años de edad, son ya tan perfectos como los de la madurez (pero, ¿es que acaso puede hablarse de “madurez” en el caso de un hombre al que le fueron concedidos treinta y un años de vida?).  Sus intentos en el terreno de la ópera fueron absolutos fracasos.  Compuso más de veinte… jamás se oye así no fuese más que una discreta aria o intermezzo orquestal.  Solía tener mal ojo para escoger los libretos, y el género era por completo ajeno a su temperamento.  Fue la única forma en la que no produjo obras maestras de primerísima línea.  En la música de cámara, la música sacra, la sinfonía, la música pianística y la música incidental nos legó piezas canónicas que nada han perdido de su vigencia y lozanía.

La música en los tuétanos

Schubert murió en la pobreza.  Y no puede uno dejar de pensar, ¿Cuánto percibiría hoy en día si estuviese vivo?  Consideren ustedes una sola canción de su autoría: el “Ave María”.  Solo en Costa Rica se escucha en la mañana, al medio día y en la noche, demarcando las fases de la jornada y forzando a un minuto de reflexión (si no motivado por la fe, por la belleza de la música).  Añadamos a eso que la canción es oída en cada esponsorio, cada bautismo, cada misa fúnebre… ¿Se imaginan ustedes las sumas que Schubert estaría percibiendo por derechos de autor?  Eso por no hablar del resto de su producción.  Más dinero que cualquier rockero contemporáneo.  Schubert es uno de esos seres que “nacieron póstumos”.  ¡Una sola canción, que lo hubiera sacado de apuros para siempre!

¡Una canción que fue pergeñada en una servilleta de una taberna vienesa, ante la mirada estupefacta de sus compañeros de mesa!  Si a esto añadimos el Lied “La Serenata”, el Quinteto “La trucha”, el Cuarteto “La Muerte y la Doncella” y la Sinfonía Inconclusa, llegaríamos a la inevitable conclusión de que Schubert habría hecho más dinero que cualquiera de las estrellas de la música popular moderna.  Pero su vida fue a lo sumo modesta, y en extremo austera.  Nunca codició bienes materiales…  Vino al mundo a cantar, hacernos soñar, y morir como el cisne de su ciclo de canciones Schwanengesang.  Solo Schumann lo lloró durante noches enteras… era su maestro, su modelo, su héroe musical.  Fue él, de hecho, quien descubrió el manuscrito de la Novena Sinfonía, “La Grande”, y promovió su estreno, celebrado en Leipzig con la Orquesta de la Gewandhaus bajo la batuta de Mendelssohn.

El doble mundo de Schubert

Dejó de lado todo lo que era cotidiano, rutinario, dejó afuera lo contingente y lo mediocre, y se construyó un mundo para en él residir.  Su mundo, con una que otra inevitable caída en la realidad.  Forjó su mitología personal, amó a varias mujeres a lo lejos, porque no quería exponerlas al terrible flagelo del cual padecía: sífilis.  Sublimó en música su incapacidad para el amor físico.  Escribió música que es la ternura misma.  Hizo culminar la escuela clásica vienesa (Haydn, Mozart, Beethoven, a quien admiró profundamente sin poder nunca conocerlo).  Le bastaron treinta y un años de vida para ennoblecer nuestras vidas con el puro venero de su arte.  Schubert es una criatura de intersticios: dijo “adiós” al clasicismo, y dijo “bienvenido” al romanticismo.  Lloró en silencio, supo callar ante el dolor.

En un pueblo rural de Austria, un maestro hizo un experimento muy llamativo.  Puso a oír a sus alumnos la Sinfonía Inconclusa, y luego les pidió que escribieran sus impresiones de la obra.  Uno de ellos dijo: “Creo que el compositor estaba demasiado triste como para terminarla”.  Acertó.  Alguien le preguntó a Schubert por qué su música tendía a la tristeza, y después de una breve cavilación, extrañado por tal interrogante, respondió: “pero, ¿no es acaso toda la música del mundo triste?”  Comprendo desde el epicentro del alma por qué lo dice, aun cuando de inmediato se nos vengan a la mente mil casos de música supuestamente “alegre” que desmentirían su aserto.

Bástenos evocar una pieza, una sola, que creo recoge y sintetiza lo que Schubert representó para el mundo de la música: me refiero al segundo movimiento (¿marcha fúnebre, canción de cuna?) de su gran Sonata para Piano en Si bemol.  Obra testamentaria.  Todo el dolor del mundo cabe en unos poquitos compases.  Pudoroso como era, se veló y retrajo para morir, como si no hubiera querido infligirle al mundo el dolor de la partida.  Ese era Franz Schubert.

 

 

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