Jacques Sagot, pianista y escritor.
Es el martes 29 de junio de 1965. Un autobús con 52 personas recorre el cerro de Chinchayote, en el departamento de Choluteca, Honduras. La mayoría de ellos son niñas, profesores y padres de familia: integrantes del ballet infantil del Conservatorio Castella y la Compañía de Danza Coralia Cordero. Van a presentarse en el teatro Manuel Bonilla de Tegucigalpa, Honduras, para recoger fondos a beneficio de la Liga Hondureña contra la Poliomielitis, enfermedad que estaba causando devastación humana en el hermano país centroamericano.
La causa no podía ser más noble y más cristiana: la solidaridad, el gesto del buen samaritano, dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Y eran niños, esas criaturas a las que, si hemos de creer en las palabras de Cristo, debemos parecernos a fin de entrar un día en el Reino de los Cielos. No era una banda de rufianes y presidiarios: eran niñas, sí, niñas, algunas de ellas de nueve y diez años de edad.
Cuando el bus atravesaba la ruta de San Marcos, poco después de la frontera con Nicaragua, en la pendiente descendente del cerro, un desperfecto mecánico hizo que el chofer perdiera el control del vehículo: aceleraba sin cesar, y no había forma de cambiar la marcha a fin de estabilizarlo. El bus terminó estrellándose contra una piedra en un giro de la pendiente, y luego cayó en un precipicio de 25 metros de profundidad. Rodó 91 metros, dando entre seis y siete vueltas sobre su propio eje. Murieron 31 personas: dieciséis estudiantes, y quince adultos. Eran las cinco de la tarde. Sí, como diría Lorca en “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, excepto que yo no consigno el dato para dotar a la tragedia de ningún panache retórico. Al día siguiente un avión de Lacsa trajo los cadáveres. Muchos de ellos venían ya en sus ataúdes, todos blancos y chiquititos, como hechos para ángeles. La escena fue desgarradora.
¿Por qué Dios hace tan difícil la tarea consistente en creer en Él? ¿Por qué conspira contra sí mismo? ¿Por qué se divierte haciendo mil pedazos esa fe que alguna vez le profesamos, y que Él mismo se encargó de revertir en desprecio y absoluto escepticismo? ¿Por qué no contrata un buen asesor de imagen? ¿Por qué no contrata un buen portavoz? ¿Por qué no contrata un buen representante? ¿Por qué no contrata un buen manager? ¿Cómo puede esperar fe y amor de aquellos a quienes flagela con tan monstruosa brutalidad? ¿Por qué siega la vida de sus propios ángeles, y justamente en medio de una cruzada realizada en su nombre, y destinada a aliviar el dolor de los sufrientes? ¿Por qué cultivar ese abominable humor negro, esa crueldad que pareciese ser el más saliente, el más evidente de sus rasgos? ¿Por qué esperar nuestra devoción, cuando Él se comporta como el peor psicópata y sádico que haya jamás vivido? ¿Por qué se ensaña contra las almas más puras y bien intencionadas? ¿Por qué se pone Él mismo a las órdenes de Satán, y hace las veces de su más sumiso y oficioso servidor?
En una aldeíta en medio de los vastos, planos trigales de Kansas, la comunidad celebra la misa. Están comulgando: el momento más sagrado de la liturgia. Pues de la nada surge un tornado vertiginoso, violentísimo, de categoría EF5, con una vorágine de vientos que se desplazan a 200 kilómetros por hora. El monstruo arranca de cuajo la iglesita, su estructura de madera se convierte en un remolino de tablas a la deriva, y mueren todos los feligreses, incluyendo al sacerdote y su auxiliar.
El 30 de octubre de 2016, a las 07:40 hora local (06:40 GMT), un sismo de magnitud 6,6 en la escala Richter se produjo a 6 kilómetros (3,7 millas) al Norte de Norcia (Italia), con epicentro a una profundidad de 10 kilómetros. Se reportó la destrucción del pueblo de Arquata del Tronto, y la bellísima basílica y monasterio de San Benedicto, fundados y habitados por monjes benedictinos desde el siglo XIV, fueron reducidos a polvo. La ciudad quedó desprovista de basílica, escuela y hospital. Una vez más, la saña de Dios se encarniza sobre aquellas instituciones que supuestamente lo representan. Hubo 250 muertos, y el mundo perdió edificios y monumentos patrimoniales de inmensa importancia histórica. Los heridos tuvieron que ir a hacerse curar a las ciudades más próximas (que también habían sido considerablemente dañadas).
El papa populachero y futbolero, Jorge Bergoglio, se dignó recibir en el Vaticano a 400 niños provenientes de las zonas afectadas. Les dijo: “Hay que recuperarse, cuando ocurren estas calamidades uno tiene que volver a levantarse. Esto que habéis vivido es una cosa fea porque es una calamidad, y las calamidades hieren el alma, pero el Señor nos ayuda a recuperarnos. Una de las cosas que más le gustan a Jesús, una de las palabras que más le gustan al Señor, es la expresión “muchas gracias”. Os quiero agradecer a vosotros y deciros gracias por esta visita, por venir aquí, por venir a recordar aquel feo momento. Todos en el Vaticano oraremos para que volváis a reconstruir vuestra ciudad, y por la salvación de las almas que este lamentable terremoto nos arrebató”.
¡Orarle al verdugo! ¡Darle gracias por habernos tronchado la cabeza con su hacha rápida y certera! ¡Orarle al carcelero, al torturador! ¡Orarle al ejecutor! ¡Orarle al asesino! ¡Orarle al psicópata! ¡Y además sentir gratitud después de la amputación de cada uno de nuestros dedos, de las orejas y los párpados, de nuestros genitales, de la brutal extracción de cada diente y cada uña! ¡Curiosa forma de la gratitud… enferma, mórbida, claramente patológica, y además profundamente irracional y reñida con el instinto de supervivencia! ¿El serpentario del Vaticano y un papa senil y farandulero orando por nosotros? ¡Gloria, Aleluya, Hosanna in excelsis Deo!
Nunca pedí comprender a Dios. Sé que tal cosa es imposible e impropia: por principio, la parte no puede comprender al Todo. No quiero desentrañar sus designios, sus incoherencias, sus contradicciones, sus miles de falacias. Me hubiera bastado con no tener que odiarlo. Pero Él hasta eso me ha impedido.
Sin embargo, desde hace dos años luces nuevas brillan para mí. Ya les hablaré de ello: es, en esencia, una historia de amor, de amor, sí, entre mi Padre y yo. Pero las escenas que aquí he recreado forman parte del Medioevo de mi vida, y fue con indignación infinita que las experimenté. Hay un momento para cada cosa, en la teodicea ser humano – Dios. Un momento para montar en ira, para descreer, para blasfemar (es una libertad que el propio Padre nos dio), para rebelarse, para las grandes insurrecciones espirituales. Es lo que rastreamos sin dificultad en el poemario Las Flores del Mal, de Baudelaire. A la rabia y la herejía sigue la beatitud, y el poeta alcanza aquí lo sublime – místico (Kant), la verdadera caritas. Es un itinerario que va de la postración y la blasfemia, hasta la más pura y diáfana luz. Mi jornada ha seguido el sendero de Baudelaire. Sigo adelante. Sigo buscando. Sigo llamando. Mi voz no se perderá en los áridos escollos del desierto o en el negro e insondable cuerpo del océano. De eso estoy seguro.