Jacques Sagot, pianista y escritor.
Día de primavera. Largo, moroso paseo por el Père Lachaise, más un jardín escultórico que un cementerio. Me gusta la palabra inglesa “graveyard”: “jardín de tumbas”, ¡tanto más poética que sus sinónimos español y francés: “cementerio”, “cimètiere”: literalmente, “un montón de cemento”! De nuevo, la sinonimia es una ficción semántica: “graveyard” y “cemetery” designan, pero no evocan, connotan ni denotan las mismas realidades. Y confinándonos al español: las palabras “camposanto” y “cementerio”, perteneciendo al mismo ámbito léxico, son residentes de registros imaginarios completamente diferentes. Por su sonoridad, su textura, su color, las asociaciones que en nosotros suscitan. Jamás conocí a un buen escritor para el cual dos palabras fuesen exactamente equivalentes.
El Père Lachaise es, a un tiempo, camposanto, graveyard, museo, parque, teatro, ciudadela, jardín, colección, galería, biblioteca, templo, gliptoteca, oploteca, dédalo, campo de batalla y paredón de fusilamiento (Le Mur des Fédérés). No voy a visitar a ninguno de los muchísimos residentes ilustres de esta, la más linajuda necrópolis del mundo. Hoy francamente no me importan: ya les he rendido tributo muchas veces. He venido por mí. Como otros van de pic-nic, yo vengo a mi cementerio. Y esta vez me perdí… porque quería perderme. Es fácil, extraviarse en un sitio tan laberíntico, especialmente si uno no lleva mapa -y tal era mi caso-. Es que no es, verdaderamente, un cementerio: es la megalópolis de los muertos. Cuarenta y cuatro hectáreas. ¿Población? Indeterminada. Más de un millón, se estima.
Lo “inauguró” una niña de cinco años, en 1804: Adélaïde Paillard de Villeneuve, hija de un conserje del Faubourg Saint Antoine. Pronto se llenó de celebridades. Los “pares de la patria” reposan junto a esta criatura de quien la historia no registra más que el nombre. Creo, honestamente, que la mayoría de ellos se sentirían honrados de yacer al lado de este ángel, y, odiándose como se odiaron en vida, detestarían tener por vecinos a sus egregios condóminos. Recuerden la definición que Georges Bernard Shaw nos propone de “colega”: “Persona completamente desprovista de talento, que, por alguna inexplicable razón, ejerce la misma profesión que uno”. ¡Cuando al sustantivo le añaden además el inevitable “distinguido”, la hipocresía debe considerarse redoblada! ¿Cómo pueden convivir -o con-morir- sin sacarse la lengua el uno al otro, Chopin y Musset, por ejemplo?O lo que es mucho más abyecto, Adolphe Thiers y los fusilados de 1871 (él en soberbio mausoleo, ellos en la fosa común)? Gesto de mal gusto, muy mal gusto, a fe mía.
Caminé hasta que mis rodillas comenzaron nuevamente a dolerme. La vida se repliega celosamente en torno al corazón, cuando se ve rodeada de tanta muerte. El Ser asiste a la evidencia de su propia disolución. Conforme la tarde caía, el cementerio iba quedándose desierto. Allá, en la distancia, alguna figura humana fija delante de una tumba, otra que deposita su ramo de flores, la mayoría que busca ya la salida. Me voy quedando solo, y lo disfruto. Si quisiese, y a pesar de la vigilancia de los guardas, podría pasar la noche en el sitio. Debe de deparar momentos de incomparable poesía, una experiencia así. Estoy exhausto. Decido sentarme. Pronto estaré absolutamente solo. A decir verdad, ¿cuándo no lo he estado?
Pienso en mi finitud. Pienso en el tiempo, que me erosiona día tras día. Pienso en el abandono: nadie, hasta hace unos días, -me cuenta una amiga muy querida- había visitado la tumba de Roberto Murillo, en el cementerio de Sabanilla. Ni sus alumnos, ni su viuda, ni sus hijos. Murió hace treinta años, el viejo. Y de pronto alguien que apenas lo conocía, viendo el deterioro del sepulcro, le lleva una maceta de siemprevivas en flor. Y la tumba de Viviana Gallardo, en el Cementerio General: lo oí de su propia madre: nadie -ni siquiera ella misma- durante los primeros cinco años de su sepultura, fue a visitar sus restos. Después de su traslado a Montesacro, en Curridabat, los familiares comenzaron a honrar su tumba con más frecuencia. Y el sepulcro de la familia materna de mi padre: mi abuela y mis tíos – abuelos: absolutamente abandonado. Ni flores, ni una mano de pintura a la tumba. Desierta desde el día en que le dieron tierra, en agosto de 1985. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” -exclama a modo de ritornello Gustavo Adolfo Bécquer, en una de sus rimas más famosas-.
Una vez vi a Yves, al pasar por el lugar, detenerse ante la tumba de sus padres, en Saint-Malo (“excuse-moi: il y a quelque chose que je veux faire”), y musitar lo que podría haber sido una oración, o un pequeño diálogo, o siquiera el homenaje del silencio. Pero nadie -de eso tengo certeza y testimonio- ha hecho nada parecido con Roberto (salvo el amigo de las siemprevivas), ni con mi hermano, ni con mi abuela. La misma gente que ritualiza la diversión, y el pecado, y la imbecilidad, y la locura, se niega a ritualizar la memoria. No sé cuánto valor -si alguno- tengan los ritos: el hecho es que para algunas cosas se observan, y para otras no.
El Père Lachaise es espléndido: grave, sombríamente hermoso. Amo el silencio de las piedras. Su mudo dolor. No hay dos tumbas iguales. El Cementerio Obrero de San José es, en cambio, un infinito tablero lleno de escaques idénticos, sin cipreses, sin flores, sin esculturas. ¡Sería tan estúpido, juzgarme necrófilo por el mero hecho de apreciar la poesía de estos lugares! Pero la gente lo hará, por supuesto.
Un cementerio es un museo, un museo es un cementerio (ecuación válida únicamente en el caso de lugares como el Père Lachaise: en nuestro cafetal no hay camposantos, sino, simplemente, huecos con cadáveres repellados) Un espacio acotado, discontinuo con respecto a su entorno: es uno de los rasgos distintivos de todo aquello que se propone a sí mismo como sagrado. Como un cuadro, el museo se inscibre dentro de un marco, un parergon (Derrida: La Vérité enpeinture). Las paredes externas nos dicen: “lo que hay aquí dentro pertenece a otro mundo, a otro nivel de la realidad”. Y ese parergon, ese límite que deslinda lo intrínseco de lo extrínseco, es a la vez interior y exterior al camposanto, en rigor, un indécidable (Derrida). Un camposanto es, también, “un jardín alto, sobre el río, jardín de un tiempo cerrado con verjas de hierro frío” (Machado). Tiempo cerrado, tiempo cerrado, sí, y las verjas de hierro frío… Claro que el espacio acotado de Machado es “el mutuo jardín que inventan dos corazones al par”: el suyo es un poema de amor, pero está escrito desde la pérdida: es lo que la noción de “tiempo cerrado” sugiere.
“Tout va sous terre et rentre dans le jeu” -nos advierte Paul Valéry-. ¿Todo? Está por verse. Cada paletada de tierra pareciese decir: “No”, cada flor: “Sí”. Y yo: creyéndole ora a una, ora a otra, al desquiciante y pendular ritmo de los minutos. El corazón quiere creer; la razón es incapaz de hacerlo, y se apoya en la evidencia sensible para arrogarse la verdad. Vivimos fracturados. Quisiéramos que el querer fuese precisamente la prueba de que algo debe existir más allá de las paletadas. ¿Cómo habría de equivocarse esta víscera, toda ella hecha de intuiciones y vislumbres? ¿Para qué la sed, si no existiese el agua? La función, ¿no genera el órgano? Por analogía, el “órgano” que en nosotros intuye, sospecha, vislumbra la eternidad, ¿no habría sido creado por una función real, para un propósito efectivo? Pero, por otra parte, ahí está el silencio y la inmovilidad de las tumbas.
Debo ser el último flâneur del cementerio. Tal vez debería estar bebiendo cerveza, o refocilándome con una prostituta. Pero yo vivo aislado en mi propio pensamiento, y no hay noche en la que no “sienta”, “adivine”, “oiga” a la muerte. Me amamanta, me acuna, por poco diría “me protege”. ¡He meditado tanto sobre ella! Esa cuyo solo nombre suele ahuyentar a la gente, esa ha sido mi maestra, mi gran forjadora de conciencia. Y sí: mi obsesión. La de todos los hombres, solo que algunos no lo saben. Y siendo lo que más me atrae, es también aquello a lo que más temo en el mundo.
“Monsieur: on va bientôt fermer”. Me pongo de pie y comienzo a buscar, como hundido en una nube y completamente desorientado, la salida. Renqueo más de la cuenta. Tendré que llegar al apartamento a inyectarme de emergencia. Mis bóvedas, mis criptas… es como si las hubiera habitado todas. Ojalá alguien llegue de vez en cuando a visitarme, que le cambie el agua a mis flores, que repinte la lápida, y sobre todo, sobre todo, que de vez en cuando rece por mí.