Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Gracias a la natación no perdí mi cuerpo, no quedé descapacitado por toda la vida. ¡Ah, la emancipación de la fuerza de gravedad, en el lago, el río, el mar, el divino reencuentro del universo amniótico! Beso tus manos, Mark Spitz.
Gracias al ajedrez aprendí a gozar de un universo cerrado pero infinito, donde una armada de 16 piezas alegorizaba el combate y la lucha por la vida. Merced a él entendí esa mágica coreografía de mis guerreros, que me forzaba a descubrir complejas relaciones espaciales en una simple cuadrícula de 64 escaques. Beso tus manos, Anatoly Kárpov.
Gracias al fútbol, esa guerra sublimada, que me enseñó el valor de la voluntad, herramienta indispensable para la supervivencia. La perseverancia, la tenacidad, la disciplina, la creatividad, el auto control… todo estaba ahí, en ese terreno de 90 por 120 metros de superficie. El verde fuego del césped, ese en el que corren a inmolarse los guerreros. El fútbol como experiencia épica, ética y estética. Para gladiadores, buenos seres humanos, y artistas del balón. Beso tus manos, Roberto Rivelino.
Gracias a la gimnasia artística, donde la belleza era tan determinante como la perfección de la proeza atlética. Híbrida entre arte y deporte, danza al tiempo que rutina deportiva. Beso tus manos, Nadia Comaneci.
Gracias al boxeo, que en los mejores casos se transmutaba en danza, en coreografía, en ludus, en gozo pleno, en supremo ejercicio de la inteligencia, en conocimiento profundo de la psique del rival, en mostración excelsa de la táctica y la estrategia. Beso tus manos, Muhammad Alí.
Gracias a las pistas de carreras, donde los obstáculos metaforizaban el curso mismo de la vida, con sus ingentes escollos y postraciones. El bendito, divino gozo de correr, que yo apenas logré disfrutar en mi vida, pero pude experimentar por interpósita mano, en las piernas y brazos de grandes atletas. El negro colosal que hincó con cuatro medallas de oro el horror del nazismo, en las olimpíadas de Berlín 1936. Beso tus manos, Jesse Owens.
Gracias a los fondistas y maratonistas, que sabían sobrepujarse a sí mismos, llevar el esfuerzo siempre un poco más allá, que devoraban metros y kilómetros, como si estos se escurriesen bajo sus mágicos, alados pies. Beso tus manos, Emil Zatopek.
Gracias al baloncesto, donde los atletas corren, vuelan y quedan suspendidos en el aire, en el éxtasis del doble salto. Ese doble salto en el que el cuerpo resortea, y como si se apoyase en una sólida superficie, encuentra un segundo ímpetu ascensional, para encestar el balón. Beso tus manos, Michael Jordan.
Gracias al tenis, equilibrio perfecto entre potencia física e inteligencia, duelo titánico de voluntades, capacidad para “leer” el cuerpo del rival, moderna y vibrante gigantomaquia. Beso tus manos, Björn Borg.
Gracias a todos los deportistas que han ennoblecido a la especie humana, que han burlado los pronósticos mal agoreros de los miserables de este mundo, que han demostrado su valía en las más dramáticas y extremosas circunstancias, que me enseñaron el valor de mis potencias volitivas, de mi determinación, de esa bendita capacidad que consiste en saber explotar, cuando es necesario, los ocultos yacimientos de fortaleza interior cuya existencia solemos ignorar.
El deporte es una de las más bellas y egregias cosas que se le han ocurrido al hombre. Algunos rufianes lo han manchado, lo han degradado, lo han prostituido, sí, pero lo mismo podría decirse de toda humana actividad desde el día uno de nuestro avatar en la tierra. Esos no cuentan. Son los lunares en el cuerpo de la Victoria de Samotracia o el David de Miguel Ángel. Mezquina y miope sería la persona que juzgase la interpretación de un pianista solamente por las notas que fallase. “Único animal sobre la faz del planeta que yerra y con frecuencia reincide en el error”: he ahí una muy aceptable definición del ser humano.
El error es consustancial y constitutivo de nuestra psique y de nuestra experiencia vital. Hemos, por el contrario, de aplaudir los grandes logros de estos hombres y mujeres que con su disciplina, con su amor y tenacidad, han expandido las posibilidades del cuerpo humano, han hecho retroceder los límites de nuestra material y física condición: ¡citius, altius fortius! Es muchísimo lo que he aprendido de ellos. Los amo y los honro con mi palabra: es lo menos que podría hacer. Ingrato e indecente sería negarles mi homenaje. ¡Salud, grandes poetas del cuerpo, de la inteligencia, de la sangre convertida en irreprimible clamor de vida!