Jacques Sagot, Revista Visión CR.
La Hungría del Campeonato Mundial Suiza 1954. “Los magiares de oro” o “magiares mágicos” se robaron el corazón de todos los amantes del fútbol, con este equipo donde el esquema 1-4-2-4 del Brasil de 1958 y 1962 quedaba ya prefigurado. Si el Brasil de 1958 y 1962 tenía por columna vertebral al Santos y el Botafogo, la “Naranja Mecánica” de 1974 al Ajax, la Alemania de ese mismo año al Bayern, la Argentina de 1978 al River Plate, el Brasil de 1982 al Flamengo, y la España de 2012 al Barcelona, la Hungría de 1954 no era otra cosa que una combinación de los dos cuadros hegemónicos magiares del momento: el Budapesti Honvód y el Budapesti Vörös Logobó.
Ya hemos establecido la relación existente entre el auge de ciertos clubes y las selecciones nacionales de sus países, en momentos históricos concretos. También mencionamos, a manera de signo anunciador de grandes cosas por venir, los campeonatos sub-20 y los triunfos olímpicos.
Pues bien, Hungría venía de alzarse con la medalla de oro en las Olimpíadas de Helsinki 1952. Llegó a Suiza con una racha de 33 partidos invicta. Ciento veintiún goles, en esta saga, para un promedio de 3,666 goles por encuentro. Un sistema construido sobre la base de rápidas triangulaciones, en cuyo 1-2-4-2 se decantaba, por primera vez, la figura de un centro delantero clásico, y frecuentes centros al primer poste. Uno de esos equipos que transformaron la historia del fútbol, con propuestas inusitadas luego desarrolladas por otros cuadros.
Su jugador emblemático era Ferenc Puskás, pero ahí estaban también Toth, Czibor, Boszik, Hidegkuti, Kocsis, Budai, Buzanszky, que –les aseguro– sabían de sobra cómo tratar el balón. Entre los partidos previos al mundial se cuentan palizas como visitantes contra Italia (3-0), Suecia (4-2), Checoslovaquia (5-1) y –agárrense a sus asientos– dos duchas de cuero a Inglaterra: 6-3 en Londres y 7-1 en Budapest. Una fábrica de goles, una maza de demolición.
En el Mundial laminaron a Corea del Sur 9-0 (marcador que superó el récord de goleada mundialista, establecido por Suecia contra Cuba en 1938: 8-0, no sería igualado hasta 1974, en el partido Yugoslavia – Zaire, y superado en 1982 con el 10-1 que Hungría le infligió a El Salvador), barrieron a Alemania Occidental 8-3, doblegaron a Brasil 4-2 (que ya contaba con varias de las figuras que serían campeonas en Suecia 1958) en la llamada “Batalla de Berna”, y pasaron sobre el campeón vigente, Uruguay, por idéntico marcador (primera derrota, en tiempos de alargue, del equipo celeste en la historia de los campeonatos mundiales). Amigos, amigas: varapalos de tal magnitud contra equipos de semejante calado (Inglaterra, Alemania, Brasil, Uruguay, Italia, Suecia, Checoslovaquia) no son cosas que se vean todos los días… La gesta de Hungría, la devastación que sembró a su paso no tiene absolutamente ningún precedente ni consecuente en la historia de este deporte.
Pero llegó la funesta final contra Alemania. ¿Cómo puede, en cuestión de días, un equipo vencido 8-3, desquitarse de su verdugo con un triunfo 3-2? Siendo Alemania: así se puede. Todo cabe esperarse, de estos guerreros inclaudicables. A los ocho minutos de juego Hungría ya ganaba 2-0 (goles de Puskás y Czibor). A los dieciocho, los teutones habían igualado el marcador (tantos de Morlock y Rahn). A seis minutos del final vino el llamado “gol de oro” (nada por lo que debamos pirrarnos), también de Helmut Rahn, que empalma una pelota mal despejada por la defensa húngara (la fatalidad comenzó cuando el carrilero derecho Bozsik perdió el balón en la salida).
Puskás, lesionado, no hizo otra cosa que arrastrar su tobillo adolorido durante todo el partido, después de anotar el primer gol (los alemanes lo habían maltratado alevosamente en el partido de primera ronda). Aun así, marcó el empate 3-3 a tres minutos del final… que el juez de línea Benjamin Griffiths anuló, en una acción sin duda censurable. Alemania –como lo haría 20 años más tarde con Holanda– se había encargado, con su estilo tosco pero efectivo, de aplastar la más bella flor que el fútbol había producido desde su nacimiento “oficial” en Londres, el 26 de octubre de 1862.
Tal fue el llamado “Milagro de Berna”. Wankdorfstadion, 5 de julio de 1954, a las cinco de la tarde, con asistencia de 60 000 espectadores. “A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde”…García Lorca y su “Llanto por la Muerte de Ignacio Sánchez Mejías”. El triunfo levantó un clamor popular en Alemania: era su primer campeonato de la posguerra (no habían asistido a Brasil en 1950), y la Bundesliga ni siquiera era todavía una liga profesional, careciendo de la infraestructura para ello. El equipo que venció a “los magiares mágicos” fue, stricto sensu, un cuadro de aficionados… Apenas habían jugado un partido de fogueo previo al mundial, en Basilea, contra Suiza, donde se impusieron 5-2. A duras penas puede entenderse tal proeza. Por primera vez alinearon dos hermanos en la misma selección: los alemanes Ottmar y Fritz Walter.
Puskás soltó, después de la derrota, una frase que se convertiría en el motto de todos los grandes vencidos: “Fuimos los campeones morales del torneo”. Jamás he creído en tal noción. Solo hay dos cosas que pueden pasar en una final mundialista: se gana o se pierde. La noción de un “campeonato moral” es una ficción ética, una paparrucha. Alemania Federal, recién fundada en 1949, se embriagaría en la gloria de un fervor nacionalista harto comprensible. Significativamente, el tercer campeonato ganado por Alemania volvería a coincidir con una efeméride histórica de inmensa importancia: la reunificación alemana de 1990. Añadiré, sin con ello pretender mermar en lo absoluto la magnitud de la gesta alemana, que la lluvia, el día de la final, fue profusa, lo cual favoreció el juego teutón –en particular el del gran capitán Fritz Walter–.
Por otra parte, conviene señalar el rol determinante que tuvo Adolf (Adi) Dassler, fundador de la línea de indumentaria deportiva Adidas (Adi-Dassler). Este genial entrepreneur puso en boga el uso de botines fabricados con piel de canguro y materiales sintéticos, infinitamente más cómodos que el calzado de madera usado por los húngaros (¡imagínense lo que sucedía con la suela de madera, tan pronto absorbía el agua del terreno de juego!) El reloj, con sus manecillas congeladas sup specie aeternitatis y las cifras del marcador definitivo, ha sido preservado en Suiza (¡lo propio de los milagros, de las reliquias, gesto característico del imaginario religioso que estudiaremos más tarde!)
En Wembley, durante el encuentro en que Hungría se impuso a los dueños de casa por marcador de 6-3, los locutores no hicieron otra cosa que burlarse de Puskás, aludiendo a él como “the little fat chap” (“el pequeño gordo panzoncito”)… hasta que empezó a marcarles goles insólitos. Puskás bailó tan humillantemente a un par de defensas ingleses, que jamás volvieron a ser convocados a la selección. Y en Budapest la paliza llegó a 7-1. Inglaterra declaró que “jugaban un fútbol de otro planeta”, y “the little fat chap” fue objeto de deslumbramiento y reverencia. Puskás era, en efecto, rechoncho, bajo y panzoncito, rasgos que no lo quitaban nada en términos de potencia, rapidez y técnica.
El 11 de enero de 2015 murió el último sobreviviente del legendario cuadro de “los magiares mágicos”, “los magiares de oro”, o “los magiares poderosos”: Jeno Buzanszky, lateral derecho, se extingue, a los 89 años de edad. La selección que deslumbró al mundo se desintegró en 1956, con el advenimiento de la Revolución Húngara. Varios de los jugadores claves desertaron su país, y quedaron dispersos por toda Europa, en particular, en España. Algo de su magia –sobre todo en el caso de aquellos que se convirtieron en técnicos– emigró hacia las ligas fuera de la “cortina de hierro”. En los oscuros, no siempre rastreables caminos del fútbol, la escuela magiar fecundó a otros equipos, y se perpetuó como lo hace todo cuanto es bello y valioso.
La diáspora de jugadores posterior al mundial 1954 y la revolución húngara de 1956 hizo que mucho del sortilegio magiar fecundara otras escuelas futbolísticas. Existe, por ejemplo, una línea de continuidad histórica indiscutible entre la Hungría del mundial 1954, y el Brasil que en las justas de 1958 y 1962 deslumbró con su 1-4-2-4. Sabemos que Joao Saldanha, quien diera forma al formidable equipo brasileño de 1970, había estudiado con técnicos húngaros (aun cuando su profesión “oficial” fuera de periodista). A largo plazo, la magia magiar alcanzaría a la Holanda del fútbol total de 1974, y los ecos de su juego dinámico y envolvente pueden verse hoy en día en el tiki-taka español. Sin llegar a ser campeones, la Hungría de 1954 y la Holanda de 1974 transformaron el fútbol, y lo lanzaron en líneas evolutivas insospechadas.