Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Fue Carlos Luis Sáenz quien por vez primera acuñó este término, para aludir a la venerable figura del abuelo que, a la hipnótica luz del fuego, improvisaba historias para estimular la fantasía de sus nietos –y de paso ponerlos a dormir–. Yo carecí de este personaje, y fue así como Julio Verne vino a llenar con creces tan calamitosa falencia. Es curioso, cuando a un escritor se le traduce el nombre, o se le omite el apellido ello es signo del cariño y a familiaridad que por él expresamos. Nadie dice Yolanda Oeamuno, se prefiere Yolanda a secas, y a veces simplemente “La Yola”. Lo mismo sucede con Eunicie Odio, de quien se omite el apellido para reducirla, con todo cariño, a Eunice. Así, decimos Julio Verne, no Jules Verne, Juan Ramón, no Juan Ramón Jiménez y Juan Sebastián Bach, no Johan Sebastian Bach. Este es un signo de afecto y de confianza. No lo haríamos nunca con un escritor ajeno a nuestro mundo.
CONVIÉRTETE EN LO QUE ERES
A los diez años se infiltra en un barco comercial para internarse en la mar. Pronto su condición de polizón es descubierta, y Julio es devuelto a Nantes. En casa le esperaba una paliza que aún viejo resintió. De este incidente se desquitaría Verne con sus barcos el Saint-Michel I y el Saint Michel II, emprendiendo viajes a Islandia, Noruega, Suecia y la totalidad del Mar Mediterráneo. Una periodista americana que elaboró de él una celebrity interview, le preguntó: “De no haber sido escritor, ¿qué otra profesión le hubiera gustado desempeñar?” Como Debussy, respondió: “marinero”
¿PROFETA?
“Todo lo que un hombre sea capaz de soñar otros serán capaces de hacerlo”. Julio Verne no era un escritor de ciencia ficción, como podrían serlo H.G. Wells, Ray Bradbury o Arthur Clark. Era más bien un escritor científico. He aquí algunos de sus vislumbres del futuro: El helicóptero (Robur el conquistador); Las armas de destrucción masiva y el horror de los lager del nazismo (Los quinientos millones de la Princesa India); El trasatlántico (La isla flotante), Los viajes espaciales (De la tierra a la luna y Alrededor de la luna; El submarino (Veinte mil leguas de viaje submarino); La televisión (El castillo de los Cárpatos), la árida e hipertecnologizada vida de la modernidad (París en el siglo XX); El tanque de guerra (La casa de vapor).
¿POETA?
Hay tanta poesía en las visiones de Julio Verne, que por poco me atrevería a calificarlo de poeta –a su manera, huelga decir–. No por sus rimas, métrica, asonancias o aliteraciones, no. Es la magnitud de los paisajes, de los elementos, la locura temeraria de sus personajes, su mirada dilatada hacia el porvenir. Viaje al centro de la tierra, por ejemplo, asfixia al lector, lo sume en la claustrofobia, en el vértigo de la caída libre. El fondo de los océanos, tal cual lo describe en Veinte mil leguas de viaje submarino es pura poesía: poesía visual y esencialmente plástica. Miguel Strogoff –que muchos calificarían como su mejor novela– es, en esencia, una novela de amor. La visión final de La esfinge de los hielos(continuación y desenlace de la trunca novela de Edgar Allan Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym, es ya una fantasía surrealista y específicamente daliniana, que nos queda impresa en la memoria hasta el fin de nuestros días. Lo último que haría es describírselas, para que así tengan la curiosidad de leer el libro en su integridad.
¿CINEASTA?
Don Julio es también, a su manera el inventor del cine (de hecho, la primera película de los hermanos Lumière recrea, de manera humorística, el Viaje a la luna, de Verne). Pero no es por esto que nos atrevemos a calificarlo de cineasta. Es, antes bien, por los paisajes que describe, por la velocidad cinética de la acción, por los cambios constantes de secuencias y planos, por lo fantástico de las visiones, porque lo que leemos parece solicitar perentoriamente la transposición al cine. Novelas esencialmente dinámicas requieren de un medio ocular, de la plasticidad del cine, para ser propiamente representadas. Y en efecto, muchas son las adaptaciones cinematográficas que de sus obras se han hecho… cada una más mala que la anterior.
UN BUEN BURGUÉS DE AMIENS
Julio nace en Nantes (Bretaña) en 1828 (para hacernos una idea, el año en que murió Schubert, y un año después del deceso de Beethoven). Vivió la mayor parte de su vida en Amiens, donde llegó a ocupar algún puesto político de poca monta (recordemos sus abortados estudios de jurisprudencia). Era un buen burgués que vivía con su esposa y un hijo que no hizo más que causarle las peores aflicciones, en cuenta un intento de suicidio. ¿De dónde procedían sus enciclopédicos conocimientos científicos? No viajaba a los remotos lugares que tan vívidamente describe. La respuesta es que leía, y leía, y leía, que hacía viajes imaginarios, en diversos mapamundis, a las tierras que serían escenario de sus epopeyas (la tonalidad básica de su obra es épica), porque antes de comenzar una novela se munía de absolutamente todo cuanto del escenario geográfico se había escrito, porque no solo era un gran novelista, sino también un investigador enamorado de la geografía, la aerostática, la vulcanología, la astronomía, la botánica, la geología, la química, la física, la historia… porque era un hombre que sabía de lo que hablaba.
LA GRAN DECEPCIÓN
Luego la catástrofe de la Guerra Franco-Prusiana y la pérdida de Alsacia y Lorena, sobreviene una fractura en la visión de mundo de Julio. Toda su fe en la ciencia positiva se cae a pedazos. “La ciencia sin conciencia acarrea la ruina del hombre” –nos dice Rabelais–. Francia es derrotada. A partir de este momento el noble Robur el conquistador y su prodigiosa máquina voladora se convierte en el megalomaníaco Dueño del mundo (una de sus últimas novelas), y Los quinientos millones de la Princesa India deviene una aterradora premonición de los campos de concentración nazis. Verne es un hombre roto. Todo aquello en lo que creía se desmorona ante su impotencia. Sus héroes no encaran ya los valores de sus primeros personajes, su literatura se llena de anti-héroes y de seres desquiciados. Surge el personaje clásico del “científico loco” (the scientist gone mad), un lugar común de la cultura occidental (en el cine, particularmente). Todas las némesis de James Bond son científicos locos que, en medio de su delirio exorbitado, complotan para apoderarse del mundo. Pues bien, ese tipo, ese topos koynos literario, fue enteramente creación de Julio Verne.
¿QUIÉN ES JULIO VERNE?
En 1905 muere, casi ciego, y rodeado por su familia, el gran visionario. Setenta y tres novelas, uno que otro cuento y un puñado de obras dramáticas de juventud que nada añaden a su gloria. Verne fue un poeta de la imagen visual, un profeta del desarrollo tecno-científico de la cultura occidental, un creador de epopeyas y mitos, un maestro en el arte de la narración y del suspenso, un demiurgo de personajes desprovistos de densidad psicológica (esto es innegable, salvo por Miguel Strogoff, Nadia Fedor, el Capitán Nemo y quizás Phileas Fogg) pero siempre pintorescos e inolvidables (¡cómo se pegan a la conciencia sus figuras, se integran a nuestras vidas y nos siguen habitando!) El novelista más vendido en la historia de la literatura (este es un hecho verificado por diversos estudiosos), un visionario y más aún, un divino alucinado, un viejo loco que se tomó en serio su locura, un hombre que ha puesto a soñar durante más de cien años a la humanidad. Todo eso y muchas cosas más es don Julio.
Desde un cómodo sofá en una discreta casa de Amiens supo recrear, con la ayuda de cientos de mapas, docenas de revista científicas y una copiosa biblioteca, el mundo tal cual él lo soñaba. No es un escritor de evasión o un mero autor fantástico. Bajo sus personajes obsesos (Hatteras se vuelve loco al llegar por fin al eje mismo del Polo Norte) se adivina la ansiedad del escritor, su insatisfacción esencial, su amor por lo remoto y lo insólito. La poesía de un planeta que tenía aún muchos rincones llenos de misterio, de comarcas inexploradas. Sus personajes no violentaban a la naturaleza: la investigaban con pasión. Eran sus hierofantes, no sus devastadores.
¡EL VIGÍA HIZO SONAR LA ALARMA!
Es completamente inexacto ver en Julio Verne a un apologista del desarrollo tecno-científico, un hijo espiritual de Auguste Comte, un pensador positivista y un escritor más intoxicado con el mito enciclopedista e iluminista del “progreso”. Verne hizo sonar a rebato las campanas para alertarnos de los peligros que el fetichismo cientificista acarrearían a la especie humana. Fue enfático en este punto, y conforme envejecía su pesimismo tendió a acentuarse sin cesar. Como el gran Ernesto Sábato (quien lo leía asiduamente), Verne renegó de esa ciencia y de los paraísos artificiales que prometía. En última instancia, el novelista termina por reconocer la esencial irracionalidad de la criatura humana, movida por oscuros, torvos móviles subconscientes, por larvas demenciales, por la “voluntad de poder” nietzscheana. El humanismo de Verne se desintegra: emerge bajo su pluma el “homo demens” de Edgar Morin.
JULIO VERNE Y YO
Mi relación con Julio Verne es una larga historia de amor que se remonta a los oscuros áticos de mi infancia. Obligado a guardar cama durante meses debido a mis dolencias físicas, Verne me permitió viajar por todo el mundo y más allá de él, sin tener que moverme de mi lecho de enfermo. Compraba sus novelas en una tienda chiquitita que quedaba allá por el Paseo de los Estudiantes y la avenida nueve, llamada “Librería Panamericana”. Era la Editorial Molino. Papel rugoso, menos que esporádicas ilustraciones, encuadernación austera, sobria, quizás incluso algo severa, y un aroma embriagador de vainilla que era –eso lo sé ahora– producto de la degradación de la molécula de lignina, polímero fenólico utilizado en la fabricación del papel.
Con el paso de los años este aroma se ha intensificado, impregnando la totalidad de mi biblioteca. Los libroscostaban 20 colones. Los compraba con religiosa puntualidad los viernes por la tarde al salir de la escuela, y para el siguiente viernes ya los tenía leídos. Estimo haber devorado unas sesenta novelas de Verne, y creo que su estilo influyó decisivamente en mi propia prosa y mis recursos narrativos. ¡Ah, qué alegría tan pura, que inmensa expectativa con cada nuevo libro, qué mundos inéditos me eran revelados! Leí las novelas canónicas como las menos buenas y también las mediocres. Lo consumí de manera indiscriminada y glotona.
Todo esto aconteció en el año 1974. Estaba yo en sexto grado de la escuela primaria (el Liceo Franco-Costarricense, que ciertamente supo incentivar mi furor verneano). Cuarenta años más tarde, en la primavera de 2014, tuve el privilegio de peregrinar a la casa – museo de Julio Verne en Amiens, una anchurosa mansión burguesa confortable pero no opulenta o vulgar. La recorrí con unción, con auténtico fervor. El tercer piso consiste en una torrecita donde está emplazado el gabinete de trabajo del escritor. Cuando me asomé a esta celda poco menos que monacal, las esclusas de mi alma se abrieron, y torrencial y purificadora brotó la emoción (al punto de preocupar a la muchacha que nos proponía la visita guiada de la casa). Es un cuartito diminuto, con un escritorio, una silla, unos pocos libros, papel, tinta, plumas, y un rústico catre más propio de unestudiante pobre que del escritor más celebrado del mundo. Una ventanita se abre hacia el parque de Amiens, con vista a la espléndida catedral gótica de la ciudad. No podía creer lo que veía: ¡de aquel ínfimo, irreductible recinto habían brotado todos los mundos, todos los personajes, todas las situaciones, todas las visiones, todos los desenlaces, todas las comarcas y épocas históricas que yo había recorrido de su mano!
¿Cómo era posible que de semejante claustro hubiese emergido semejante galería del onirismo trascendental, todo un universo irrigado por la más desmelenada fantasía de la historia de la literatura? No, no, no… no era posible. ¡Me sentí tan cerca de él, experimenté la sensación de estar reencontrando a un viejo y entrañable amigo, de que aquel cuartito había estado aguardnado mi visita (¡la mía, no la de nadie más!) durante ciento diez años! Había un piano en la casa (su esposa Honorine era un músico proficiente), que por supuesto toqué, siempre evocándolo a él, dedicándole un íntimo, secreto homenaje, un pequeño juego à deux.
No moriré sin haber escrito un libro sobre Verne… o mejor dicho, sobre nuestra amistad, sobre nuestro vínculo, sobre mi persona tanto como la suya. Será el cuaderno de bitácora de un diálogo secular entre un niño costarricense nacido en 1962 en medio de cafetales, y confinado a largos períodos de discapacidad, de camas de hospital, de reposos obligados y penosos, y el poeta que le permitió vivir mil vidas en una. A lomos de su prosa cabalgué sobre planetas, cometas y asteroides. Gracias, maestro, desde el epicentro mismo de mi ser, una y mil veces gracias. Cumpliré con mi promesa, y mi país será testigo de ello.